(4-07-2012)
Camina ya hacia el siglo con paso desconfiado,
porque sabe que la muerte debe rondar sus pasos emboscada detrás de cada
año cumplido.
No fue nunca a la escuela, pero no es
iletrado. En las noches de invierno de las dehesas extremeñas él entretenía a
los gañanes analfabetos leyéndoles imposibles historias de interminables
novelones por entregas a la luz de un carburo.
Desde que tuvo algún uso de razón, en medio de
la indefensa infancia, trabajó para comer.
Apenas cumplió los diecisiete se fue
voluntario para sustituir a un hermano mayor, caído en combate mientras
defendía a la República de la sublevación fascista. Fue herido, hecho
prisionero, depurado en campos de concentración, castigado a servicios
extraordinarios a la patria durante cinco interminables años en los Regulares
de África, y luego entregado en carne viva a la España del hambre y la
autarquía.
Sobrevivió, fundó familia, aceptó la
esclavitud de la dehesa, la defensa del coto de los amos, el jergón de paja, el
pan de quince días, y crió a sus hijos con entrega ejemplar y sacrificio.
Mientras redescubrió las leyes de Mendel y logró que sus cabras de paridera
trajeran trillizos en cada uno de sus partos; que sus gallinas, todas, pusieran
huevos de dos yemas; que los melones de su huerto tuvieran, sin excepción, la
dulzura del almíbar; que sus injertos produjeran frutas desconocidas , jugosas,
dulcísimas, de extraños coloridos.
El día de san Miguel de cada año, día de
renovar contrato con el amo, tembloroso y con la camisa limpia, reñía, sin
convencimiento alguno, su pan y su sueldo miserable con el
terrateniente que lo consideraba, más que persona, pertenencia. No había ni
sindicato ni convenio que le ofreciera protección. Y en consecuencia lo
explotaron de sol a sol según los usos de la época en la que le tocó vivir. Le
recordaban su pasado en el ejército rojo y la generosidad del vencedor que le
ofrecía un salario. Y él se volvía al cortijo, silencioso, cabizbajo, de nuevo
derrotado en esa otra guerra interminable que solía ser la vida para el
pobre.
Se jubiló en su día. Se le vio feliz con los
primeros gobiernos socialistas. Sacó a la luz su militancia olvidada y
herrumbrosa por el óxido del miedo. La democracia que defendió en su día había
llegado, por fin. No negaré que su vejez consciente ha sido más dichosa que su
vida útil. Luego perdió a su esposa, el oído, la vista, la memoria, las ganas
de palique. Se fue encerrando poco a poco en algún huerto perdido en su
interior donde cultiva injertos de recuerdos entremezclados que, a veces,
producen frutos que confunden la razón de su familia.
En un momento de lucidez me preguntó quién
había ganado las últimas elecciones generales. “La derecha” – le dije. Guardó
silencio un largo rato, la mejilla apoyada en la mano viejísima, pero aun
poderosa. Pensé que habría perdido el interés en la conversación. Luego
musitó ¡“Vaya por dios”!
Todo un discurso.
Presentía que él, con su pensión miserable que
no alcanza los seiscientos euros mensuales, acabaría prestando dinero al
gobierno de derechas para enjugar la locura de Bankia, por ejemplo.
Porque está sucediendo. Cada vez que acude a
la farmacia.
Lamentaría, si lo supiera, no haber ido a
votar. Los viejos imposibilitados no deberían faltar nunca a su cita con
el colegio electoral, porque nosotros no hemos aprendido a defenderlos. O hemos
olvidado esa obligación humanitaria.
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