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lunes, 23 de julio de 2012

¡Vaya por Dios...!


(4-07-2012)
Camina ya hacia el siglo con paso desconfiado, porque sabe que la muerte debe rondar sus pasos  emboscada detrás de cada año cumplido.
No fue nunca a la escuela, pero no es iletrado. En las noches de invierno de las dehesas extremeñas él entretenía a los gañanes analfabetos leyéndoles imposibles historias de  interminables novelones por entregas a la luz de un carburo.
Desde que tuvo algún uso de razón, en medio de la indefensa infancia, trabajó para comer.
Apenas cumplió los diecisiete se fue voluntario para sustituir a un hermano mayor, caído en combate mientras defendía a la República de la sublevación fascista. Fue herido, hecho prisionero, depurado en campos de concentración, castigado a servicios extraordinarios a la patria durante cinco interminables años en los Regulares de África, y luego entregado en carne viva a la España del hambre y la autarquía.
Sobrevivió, fundó familia, aceptó la esclavitud de la dehesa, la defensa del coto de los amos, el jergón de paja, el pan de quince días, y crió a sus hijos con entrega ejemplar y sacrificio. Mientras redescubrió las leyes de Mendel y logró que sus cabras de paridera trajeran trillizos en cada uno de sus partos; que sus gallinas, todas, pusieran huevos de dos yemas; que los melones de su huerto tuvieran, sin excepción, la dulzura del almíbar; que sus injertos produjeran frutas desconocidas , jugosas, dulcísimas, de extraños coloridos.
El día de san Miguel de cada año, día de renovar contrato con el amo, tembloroso y con la camisa limpia, reñía, sin  convencimiento alguno, su pan y su sueldo miserable  con el terrateniente que lo consideraba, más que persona, pertenencia. No había ni sindicato ni convenio que le ofreciera protección. Y en consecuencia lo explotaron de sol a sol según los usos de la época en la que le tocó vivir. Le recordaban su pasado en el ejército rojo y la generosidad del vencedor que le ofrecía un salario. Y él se volvía al cortijo, silencioso, cabizbajo, de nuevo derrotado en esa otra  guerra interminable que solía ser la vida para el pobre.
Se jubiló en su día. Se le vio feliz con los primeros gobiernos socialistas. Sacó a la luz su militancia olvidada y herrumbrosa por el óxido del miedo. La democracia que defendió en su día había llegado, por fin. No negaré que su vejez consciente ha sido más dichosa que su vida útil. Luego perdió a su esposa, el oído, la vista, la memoria, las ganas de palique. Se fue encerrando poco a poco en algún huerto perdido en su interior donde cultiva injertos de recuerdos entremezclados que, a veces, producen  frutos que confunden la razón de su familia.
En un momento de lucidez me preguntó quién había ganado las últimas elecciones generales. “La derecha” – le dije. Guardó silencio un largo rato, la mejilla apoyada en la mano viejísima, pero aun poderosa. Pensé que habría perdido el interés en la conversación. Luego musitó  ¡“Vaya por dios”!
Todo un discurso.
Presentía que él, con su pensión miserable que no alcanza los seiscientos euros mensuales, acabaría prestando dinero al gobierno de derechas para enjugar la locura de Bankia, por ejemplo.
Porque está sucediendo. Cada vez que acude a la farmacia.
Lamentaría, si lo supiera, no haber ido a votar. Los viejos  imposibilitados no deberían faltar nunca a su cita con el colegio electoral, porque nosotros no hemos aprendido a defenderlos. O hemos olvidado esa obligación humanitaria.

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