(11-07-2012)
Si
yo fuera de izquierdas, del partido de izquierdas que es alternativa de
gobierno – cada vez menos- en España, y si fuera consciente de las razones que
dieron lugar al nacimiento de los partidos de izquierda en Europa, estaría
sinceramente preocupado. Antepondría a cualquier otra cuestión un profundo
análisis de las razones por las que, difuminados en la oposición, sin tener
arte ni parte en la demolición del estado que está llevando a cabo el Partido
Popular, se ha perdido un diez por ciento de intención de voto en apenas
seis meses. Bastante más que el partido del gobierno, el diseñador de las
mayores indignidades contra los ciudadanos que se han llevado a cabo en
democracia.
Si
yo fuera de izquierdas, del partido de izquierdas sin cuyo concurso no habría
sido posible el mayor grado de calidad de vida, de servicios, de igualdad
efectiva ante la ley que haya conocido este país en su ya larga historia, me
estaría preguntando, con angustia justificada, cómo es posible recuperar la
confianza ciudadana. La angustia tendría dos padres; de una parte, las
consecuencias para el propio partido, que corre el riesgo de convertirse
en un partido testimonial, sin capacidad transformadora; de otra, las
consecuencias para la propia sociedad.
Si
yo fuera de izquierdas y se me permitiera hacer propuestas, propondría como
punto de partida responder a una pregunta.
¿Qué
debe ser un partido político de izquierdas del siglo XXI?
Y
propondría una línea de trabajo. Un partido con aspiraciones de poder debe
cuidar especialmente la comunicación permanente y receptiva con los ciudadanos.
Y el compromiso honesto de convertir las preocupaciones y las propuestas de los
ciudadanos en el núcleo de su propio programa. Los partidos creen tener una
visión de la realidad más objetiva, tendiendo a considerar a la ciudadanía como
tutelados con escasas luces. ¡Menuda falacia! Eso creen los
asesores-publicitarios. Y la democracia, en su manifestación actual,
pierde adeptos cada día. Hay que oírlos: ¡No nos representan! Si no es una
forma de vertebrar las esperanzas de las personas, un partido no es nada.
O la democracia es participativa o no lo es. En la derecha, la integración, la
fidelidad de voto, responde a otros parámetros más irracionales. La
democracia para el votante de derechas es sólo un medio, pero para el votante
de izquierdas es un fin en si misma.
Si
yo fuera de izquierdas y se me permitiera hacer propuestas, propondría que un
partido de izquierdas necesitado de recuperar credibilidad, persiguiera
cualquier manifestación de corrupción en su seno con contundencia y prontitud,
sin permitir ninguna “especie” protegida, por muy alto que sea su escalafón.
Ninguna persona que haya incumplido la obligación de ser honrada en la gestión
de los recursos públicos merece protección alguna. Contundencia y prontitud
podrían bastar, por ahora.
Si
yo fuera de izquierdas y se me permitiera hacer propuestas, cambiaría la línea
de oposición mañana mismo. No cabe el más mínimo pacto con el partido que
gobierna, porque no gobierna en realidad. Secunda los dictados de la derecha
económica europea, desprecia la constitución, ataca de forma programada a las
capas económicamente más débiles y está desmontando la España solidaria que nos
dimos. Ninguna pretendida unidad española frente a la crisis cambiará la
situación. No hay ninguna razón que justifique la agresividad del capitalismo
especulativo que se ceba en nuestra deuda, salvo la desmedida ambición de
garantizarse intereses elevadísimos durante muchos años. La respuesta debe
darla el BCE y ello no será posible mientras la derecha europea lo controle. La
derecha no ha sido nunca europeísta en el sentido amplio. Y muchos menos,
solidaria. Fue partidaria de la supresión de las fronteras por razones
económicas. Ahora las considera necesarias.
Porque
si la oposición no cambia, la ciudadanía podría pensar, como afirma el Partido
Popular, que las medidas que se aplican son las únicas posibles. ¡Sabemos que
no! Y si Rubalcaba es rehén de su pasado reciente, de las medidas del gobierno
Zapatero que tan costosa factura han provocado, si arrastra mala conciencia
porque se siente coautor de la letra de esa canción de la legislatura, cuyo
título es “la herencia recibida”, debe marcharse a casa, declararse amortizado,
dar paso a quienes entienden que el futuro está reclamando valentía,
compromiso, y recuperar los ideales de la izquierda que hemos ido abandonando
en este apresurado viaje de retorno al siglo XIX.
Si
yo fuera de izquierdas me sentiría avergonzado por el congreso del Partido
Socialista en Andalucía. Quizá propusiera que sus actas fueran destruidas.
Mientras la España de los más necesitados sufre ataques a diario, mientras
crece la desesperanza entre los que carecen de trabajo y de futuro, mientras se
desmontan a conciencia los servicios públicos, mientras se premia a los
delincuentes fiscales con una amnistía vergonzante, mientras se suben
indiscriminadamente los impuestos indirectos para financiar el bandidaje de la
banca, de este Congreso sólo trasciende la lucha cainita para capturar o
retener algún retal miserable del antiguo poder, la seguridad de una
nómina política, el patronazgo suficiente para garantizarse la fidelidad clientelar
de los decuriones sin oficio.
¿Algún
rastro de que una vez esto fue un partido de izquierdas? Discursos de encargo con palabras vacías de
contenido, gastadas por el uso abusivo, sin pasión, sin convencimiento, sin
credibilidad.
Y
mientras el pueblo, confuso, contempla entre sus manos la fuerza inútil
de su voto, incapaz de comprender por qué habrá perdido su capacidad
transformadora. Y un día, quién sabe, puede que la confusión se torne cólera y
que cualquier visionario oportunista convierta la fuerza transformadora de ese
voto en fuerza destructiva. La desesperación produce frutos sorprendentes.
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