Hubo una vez en Europa una derecha
democristiana, humanista, con conciencia social, que hizo posible, trabajando
codo con codo con los partidos socialdemócratas, el proyecto de una Europa
unida y capaz de afrontar los problemas de la globalidad con posibilidades de
éxito. La Europa de los ciudadanos la llamábamos.
Esa derecha ha sido carcomida en sus
entrañas. Se ha transformado en la derecha
fundamentalista y asilvestrada que todos conocemos, la que afirma sin
rubor que Keynes está muerto. Y sin rigor. Con el servil empeño de
convertir sus políticas de tolerancia
infinita con los mercados, el capitalismo especulativo desprovisto de máscara
alguna, en el único camino posible para la economía del futuro. Es decir, para
la ruina de la mayoría; para la anulación efectiva de los sistemas
democráticos; para la suplantación de la soberanía de los pueblos; para llevar
al paroxismo la distribución desigual de los recursos; para la condena de la
mayor parte de la humanidad a condiciones de vida lamentables, con el único
objetivo de que los ricos sean cada vez más ricos.
Esa derecha deshumanizada,
cuyo único código de valores es el dinero, tuvo su padre y su madre. Ningún
asesino en serie se produce por partenogénesis. Y actuaron por encargo. Ronald
Reagan y Margaret Thatcher engendraron al dragón que sobrevuela nuestras vidas.
Fue una relación sin el adorno imposible de la pasión. Fue casi sexo de
laboratorio, programado, para generar un hijo deforme, voraz, irracional,
cínico, sin conciencia de culpa. Demoledor, también. Ha socavado los cimientos
de Europa antes de que tuviéramos tiempo de terminar de diseñarla.
De esa derecha no podemos esperar sino los
frutos visibles que hoy padecemos. Y a medio plazo, la desaparición de la Unión
Europea, con consecuencias devastadoras para la mayor parte de sus integrantes.
Si yo fuera de izquierdas, de esa
socialdemocracia con cuya aportación imprescindible fue posible la esperanza de
una Europa humanista, solidaria, eficaz, equilibradora de las desigualdades, si
yo fuera de esa izquierda y aún creyera que la Europa de hoy es un problema,
pero que en ella reside la esperanza de un futuro mejor, estaría convocando a
los partidos hermanos a un congreso europeo, para tratar de rediseñar la Europa
del futuro, de diseñar programas políticos comunes con medidas razonables y
justas para recuperar la economía y el empleo, con reformas fiscales realistas
y ajustadas a los principios de equidad y progresividad, con medidas
disuasorias para la especulación desaforada que destruye el futuro de millones
de personas, con un código ético innegociable para los responsables de ejecutar
esos programas.
Si yo fuera de izquierdas tendría hoy un
objetivo prioritario: recuperar la confianza de la ciudadanía con propuestas
comunes y esperanzadoras y desbancar a la derecha de cualquier parlamento de
Europa. A partir de ahí, nos cabría alimentar alguna esperanza en el futuro. De
otro modo, la ruina.
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