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miércoles, 7 de noviembre de 2018

Lo que está en juego


Las nuevas tecnologías son la cima de la ciencia. No creo que nunca hayamos tenidos entre las manos algo con mayor capacidad de transformar el mundo. Estoy convencido de que ya lo ha cambiado.
Pero si alguien esperaba que la red se convirtiera en un Parlamento universal, su esperanza está hace ya tiempo en el cajón de los juguetes rotos o en el estercolero donde se pudren las esperanzas que no se cumplirán.
Un día creímos haber encontrado el camino hacia un futuro más igualitario y justo y ese camino era la comunicación, la interconexión del mundo.
Hoy percibimos de la red que es el expositor del carnicero, donde los seres humanos, eviscerados, dejan al descubierto sus entrañas, sus aspiraciones, sus necesidades, sus intereses, sus inclinaciones y sus miedos. Se han convertido en cofre del tesoro. La venta de nuestras interioridades genera dividendos millonarios.  
Sabemos de la red, también, que puede convertirse en una cárcel. Ahí quedan imborrables nuestros errores, nuestros excesos, nuestras estupideces. Eternamente. Condenados a cadena perpetua.
 Pero percibimos, sobre todo, que es una fábrica de mentiras, una autopista por donde circula el odio a una velocidad desconocida y una pasarela de vanidades y egos enfermizos y solitarios. Abundan también las hordas de linchadores y los profesionales de la confusión. Pero lo que más abunda es la gente irreflexiva.
El pensamiento libre y reflexivo genera progreso verdadero y sociedades saludables. Pero el pensamiento necesita tiempo y reflexión. Ha perdido su vigencia primordial, porque ya nada vale si no es breve y veloz. A fuerza de no pararnos a pensar en silencio asumimos y compartimos pensamientos ajenos sin valorar sus intenciones ni sus consecuencias. Más que contrastar ideas, generamos dogmas. Y el dogma, asumido como fundamento de la convivencia, además de pueblos pobres, produce pueblos broncos e incultos que actúan con resentimiento. Como inductor del comportamiento el resentimiento me asquea y me produce temor. Ha sido el resentimiento el que colocó a Trump en la casa Blanca y es el resentimiento el que ha puesto a Bolsonaro al frente de Brasil.
Lo que está en juego no es insignificante. La democracia se asienta sobre la confianza en las instituciones. Cuando esa confianza se destruye, aparecen los salvadores. Todos traen el fascismo en las alforjas.
Ayer el Tribunal Supremo acordó que los impuestos sobre la concesión de hipotecas los paguen los solicitantes en lugar de los bancos. Reconozco que, en el ambiente hostil en el que vivimos soy muy hostil con cualquier banco por muchísimos motivos, el primer pensamiento que acudió a mi mente fue que la Banca había impuesto su criterio al Tribunal Supremo. Casi cualquiera de los que hoy leerán este escrito pensarían de idéntica manera.
Cuando he leído en las redes los comentarios de los líderes políticos situados, al menos en teoría, más a la izquierda en el muestrario nacional, vi que ellos han pensado justamente eso. Se avergüenzan de semejante fallo judicial. Es más, afirman que atenta contra la democracia misma.
Sé de sobras que esa respuesta es la que esperaban sus bases. Esa es la que enardece y concita el sentimiento colectivo.  Sé que la esperaban con esa inmediatez que exigen las redes. Y sé que vivimos un tiempo sin matices. Pero, objetivamente, yo no comparto que la Banca le haya impuesto su criterio al Tribunal Supremo.
Tampoco creo que ellos tengan prueba que sustenten semejante afirmación.
 Hoy reconozco que, analizados los argumentos que han manejado los Magistrados, yo no comparto su fallo, pero me asaltan muchas dudas.
No tengo dudas sin embargo de  que el pensamiento airado, la frustración acumulada, el desencanto no pueden ser el fundamento de un juicio razonable. No tengo dudas de que sembrar de forma sistemática -casi como discurso único- la desconfianza en las Instituciones, sin pararse a analizar las consecuencias, es una actitud irresponsable.
Está en juego la propia Democracia.
La comunicación fluye como nunca, pero no produce entendimiento ni ayuda a comprender mejor el mundo. A veces, solo produce confusión.
Podríamos intentar volver a la ética precapitalista. Alguna vez debió haberla. Somos mucho menos civilizados que aquellos primates que aprendieron a caminar sobre sus cuartos traseros para otear el horizonte cuando bajaron de los árboles. Y hemos llegado hasta aquí porque aquellos homínidos resultaron ser una especie solidaria y práctica, aprendieron a construir y organizar espacios donde la vida resultaba más fácil y aprendieron a cuidar a los más débiles y a protegerse en grupo.
Nosotros, sin embargo, nos empeñamos en convertir en un campo minado para la propia convivencia la cima de nuestros inventos tecnológicos.