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miércoles, 22 de abril de 2015

Homo necans

           Tengo incontables deudas de lectura que nunca pagaré; de hecho crecen cada año de forma inexorable. A veces bromeo con mis alumnos que detestan la lectura y la consideran una imperdonable pérdida de tiempo que les impide disfrutar de los verdaderos placeres de la vida, como por ejemplo intercambiar banalidades en las llamadas redes sociales que son un sustituto enfermizo de las verdaderas relaciones humanas.
            Bromeo con ellos sobre el diseño incompleto que las religiones han hecho de la vida eterna, porque en ningún caso nos permiten llevarnos nuestro cargamento de libros. Y aunque nos estuviera  permitido, no bastaría; la eternidad se me antoja larga; sería preciso haber diseñado algún servicio de mensajería entre este mundo y el otro, que permitiera , al menos, la circulación de libros desde nuestra librería de cabecera hasta nuestro apartamento en la eternidad.
            Pero al parecer, nadie cayó en la cuenta de esa necesidad humana en el diseño primitivo de la vida eterna.
            Unos creen que en la eternidad estaremos ocupados en la continua contemplación de dios. Supongo que ese dios será una especie de pantalla de plasma con infinitos canales de televisión.
             Hay también quienes creen que la eternidad será un banquete interminable para los varones, – desconozco qué harán mientras tanto las mujeres-, servido por vírgenes hermosas, complacientes y desnudas.
            Otras religiones más antiguas, sin saber qué ocupación darle a los muertos en el inframundo, los condenaron a vagar sin rumbo por estancias tétricas e inhóspitas, privados de memoria y bajo los efectos del agua del olvido, una droga eficaz para mantenerlos alejados de pretensiones revolucionarias en cuanto a las condiciones de su vida-muerte.
            Ninguna religión habla de bibliotecas infinitas y repletas que hicieran más llevadera la idea de una eternidad sin otra ocupación que vagar sin rumbo, contemplar el espectáculo infinito de la divinidad o engordar como nutrias. Ya digo, un error de diseño.
            Y en cuanto a mis deudas de lectura, hago cuanto puedo para ir pagando, al menos, los intereses.
            Recientemente, una nota necrológica me recordó una de esas deudas de lectura; el 11 de marzo falleció un humanista alemán, quizá el más experto en la interpretación de la religión griega y de sus ritos y sus relaciones con otras religiones más antiguas. Él era una de las facturas que yo tenía pendientes; y como muestra póstuma de respeto encargué a mi librero el libro que da título a esta entrada, “Homo necans”, “El hombre que mata”.
            La existencia humana está llena de casualidades cargadas de significado. El mismo día en que recibo el correo confirmando que mi pedido está ya disponible, un muchacho homicida ha matado a un profesor en un instituto en Cataluña, un acto de violencia inusitado que alarma a la nación y que se adueña de la actualidad, dando quehacer a los medios de comunicación  y a los que tienen por oficio llenar de opiniones insustanciales nuestras vidas, tan abundantes como hueros.
            La muerte violenta de un individuo a manos de otro no escandaliza a nadie, porque es un hecho cotidiano; nuestro progreso civilizador convive con la muerte violenta sin demasiado empacho. El escándalo proviene de que la muerte tenga una autor inesperado, en este caso, un niño, y en un lugar inesperado.
            Supuse, con razón, que en las tribunas públicas ese día la Enseñanza saldría de nuevo malparada. Los análisis sobre la violencia, obligados por la actualidad rabiosa de un hecho tan llamativo, suelen ser superficiales, enfocados a explicar los comportamientos violentos como una consecuencia del fracaso educativo o del fracaso de un “sistema” de valores de límites imprecisos. Los titulares de prensa del día siguiente hacían referencia, desde luego, a que la “violencia escolar” había alcanzado ya su cima, y a que el sistema educativo debía hacer una profunda revisión sobre la importancia de transmitir valores y potenciar la convivencia pacífica.
            Ciertamente esta sociedad hipócrita, incapaz de revisar su sistema de valores que da culto a mil formas de violencia, no ha tardado en encontrar al culpable habitual del fracaso social, de espaldas anchas y aguante indescriptible.
            Yo tampoco sé qué ha impulsado a ese niño homicida a cometer un crimen, pero la escuela en este país no es un campo de batalla permanente , las aulas  no están llena de homicidas potenciales, ni los Centros Educativos pueden prever un acontecimiento de este tipo, inesperado, explosivo, sorprendente  y tan inusual que es la primera vez que se produce.
            Diez mil años como especie agricultora y sedentaria nos han ayudado a ir desterrando la muerte violenta como procedimiento imprescindible para seguir vivos. No obstante ello, el siglo XX produjo más de cien millones de muertos en dos breves periodos de guerra, periodos en los que perfeccionamos extraordinariamente nuestra capacidad destructiva.
            Pero esos diez mil años no han bastado para borrar las experiencias del 99% del resto de la existencia de la especie humana durante el Paleolítico que conformó de forma poderosa nuestra estructura mental y social. Durante todo el Paleolítico fuimos una especie cazadora; éramos presa fácil, prácticamente incapaces de ocasionar daño a las demás especies, pero encontramos la forma de convertirnos en depredadores eficaces. Dos factores favorecieron esa transformación: nuestra habilidad para fabricar instrumentos capaces de matar y nuestra predisposición para formar sociedades y para distribuir en su seno funciones necesarias para la supervivencia.
            La violencia resultó imprescindible para la supervivencia en ese larguísimo proceso, pero también horrorizó al hombre en algún momento. Generamos sentimiento de culpa y hubimos de echar mano de los dioses que justificaran la violencia o que nos redimieran de nuestras culpas. El sacrificio se convirtió en un exigencia de los propios dioses; la víctima se transformo en elemento mediador y la muerte de los culpables de un pecado se convirtió en una penitencia justa que los dioses reclaman para restablecer el pacto, el orden roto, la alianza vital. 
    La violencia cobró en algún momento de la historia dimensiones sagradas. Y el momento creativo más refinado de esa sacralización de la violencia tiene lugar en el seno del judaísmo, cuando una corriente reformista insignificante establece la leyenda de la muerte del propio dios a manos del hombre como exigencia imprescindible para la remisión de sus culpas. 
      La muerte de quien predicaba esa reforma, la pérdida del guía, lejos de suponer una derrota definitiva, se convirtió en el principal argumento para el triunfo indiscutible. De esa maquinación osada surge una nueva fe que ha logrado un éxito extraordinario por su distribución espacial y por su vigencia durante siglos.
            Así que yo no sé qué dios sanguinario andaba reclamando a ese muchacho homicida esa sangrienta penitencia, el sacrificio de los culpables de sus frustraciones. Sí sé que la violencia es un recurso que construyó su nido de ave rapaz en nuestra mente y que levanta el vuelo de manera explosiva en ocasiones, cuando los inhibidores de nuestra razón caducan de forma inesperada. Y ningún sistema educativo es culpable, por sí mismo, de que escapen a su influencia civilizadora dos millones de años de experiencias sangrientas legitimadas por la necesidad de seguir vivos,  de librarnos de un enemigo o de calmar a un dios feroz que nos reclama sacrificios.  
            Me sorprendió que apenas hubiera referencias en la prensa a un acto de violencia mucho más terrible, propuesto por una parlamentaria de Forza Italia, el partido de Berlusconi, que solicitaba la aprobación del Parlamento para bombardear las barcazas de inmigrantes y evitar su desembarco en las costas italianas.
      Esa violencia, al parecer, no logró escandalizar a nadie en demasía, porque probablemente es una violencia llevadera que satisface a sus votantes.

sábado, 4 de abril de 2015

¿Dios ha muerto...?

      "Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos ¿Quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará? ¿Qué rito expiatorio, qué juegos sagrados deberíamos inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿Debemos aparecer dignos de ella?"
Nietzsche. "La gaya ciencia"

Europa mató a Dios en cierto modo tras la Revolución Francesa. Dios y sus administradores en la tierra dejaron de controlar de forma absoluta la vida de los seres humanos. Los valores tradicionales de la religión entraron en conflicto con valores recién incorporados por una sociedad que se transformaba lentamente, camino de la sociedad actual, mucho más interesada en las condiciones de su vida terrenal y mucho más impaciente por conseguir la felicidad en la tierra que en garantizarse un sitio en el paraíso.
Pero todo empezó en Grecia. Heráclito, el oscuro, (siglo VI antes de nuestra era) quitó a los dioses su naturaleza individual y convirtió al mundo entero,  y en perpetuo cambio,  en una divinidad caracterizada por el “logos” como único elemento inalterable, la razón que regula los cambios para que nada cambie tan drásticamente que deje de ser lo que le corresponde. Daba respuesta con ello a dos misterios que aún andan buscando quien pueda desvelarlos, el origen mismo de la vida, preexistente y eterna en la propia naturaleza de ese mundo-dios, y el milagro de su mantenimiento en un mundo sometido a un vaivén constante de cambios, muy drásticos algunos de ellos. Hay una “razón” que la cuida, que ha establecidos reglas precisas para que la transformación permanente, –evolución diríamos-, no afecte a su propia existencia.
Pero por lo que se me alcanza, en la antigüedad el caso de la religión griega es único. Asume una tradición que hunde sus raíces en el pasado remoto, la incorpora al marco de una cultura artística y filosófica como ninguna otra hasta ese momento y, fruto del conflicto que se genera en ese mestizaje, por vez primera en la historia los griegos pusieron en tela de juicio la religión.
Hay, desde luego, manifestaciones más antiguas de ateísmo en Oriente, pero en nuestra cultura occidental, el ateísmo encuentra la mano que mece su cuna en la filosofía griega presocrática: Diágoras, siglo V antes de nuestra era, es conocido en los manuales de Historia del Pensamiento como el “primer ateo” manifiesto del pensamiento occidental; Demócrito de Abdera (siglo V antes de nuestra era también) niega taxativamente la existencia de los dioses y afirma que lo único reconocible es el mundo natural conformado por átomos, preexistentes y eternos.
Así que Dios empezó a morir mucho antes de la Revolución Francesa, mucho antes de que esa muerte torturara a los filósofos alemanes del siglo XIX; bastante antes de que Unamuno, por boca de san Manuel bueno y mártir, reconociera aterrorizado por el vacío que le produce esa muerte que es preferible el consuelo de una esperanza engañosa  a tener que afrontar la realidad de nuestra propia finitud.
Cada año, las celebraciones rituales de primavera en las que esta ciudad, hablo de Sevilla desde luego, echa el resto, rememorando de forma exclusiva y excluyente la muerte de Jesús de Nazaret y sus aspectos más tétricos y dolorosos, me inducen a un ejercicio previsible, reflexionar sobre la religión,- las religiones-, en su vertiente sociológica. 
Es un acto arriesgado. El intento de explicar la relación del ser humano con las religiones es casi siempre un intento que desemboca en un fracaso. Y se une a ello el afán de cualquier religión de resultar inexplicable. Cualquier religión teme, reprueba e intenta desprestigiar a quien se atreva a intentar desentrañar sus entresijos desde la perspectiva de las ciencias sociales, porque  cada religión se siente absoluta y en posesión de una verdad indiscutible que no precisa explicación. Y porque las religiones fundamentan el mundo, pero ellas no requieren fundamento alguno. 
Las religiones tienen componentes imprescindibles de irracionalidad, de magia y de misterio cultivados por las élites que se apoderan del poder religioso en su propio beneficio, y que defienden a ultranza el inmovilismo conveniente a cualquier estructura de poder piramidal y a cualquier organización clasista. 
Muchas de  ellas tienen también un componente de crueldad reduccionista en tanto que comparten una concepción maniquea del mundo; la diversidad del pensamiento humano no es un factor de enriquecimiento, sino una amenaza para sus estrictas y, al parecer, inseguras convicciones. El no creyente, o quien profesa una fe distinta, es considerado un enemigo. Y la violencia resulta legítima para eliminar al enemigo.
El hecho religioso es desde la antigüedad una corriente inalterable en la historia humana; cumple un requisito fundamental de estabilidad social en cuanto establece elementos identitarios del colectivo y establece un código de conducta que se estima conveniente para la comunidad cuyo sustento es la autoridad indiscutible de la divinidad. 
Pero esta reflexión también disgusta a las religiones porque cada una de ellas es “única y diferente” a todas las demás; cada colectivo de creyentes necesita saberse el elegido por un dios para ser portador de la verdad revelada y defensor a ultranza de la misma. A ninguna religión complace la conclusión más obvia, cada una de ellas es heredera de tradiciones y creencias anteriores.
No abundaré ya mucho más en mis pobres reflexiones. Solo propondré algunas conclusiones, ocurrencias sin valor, mientras contemplo los desfiles procesionales de esta ciudad excesiva, frágil y orgullosa de sí misma y de sus tradiciones inalterables.
Todo estaba ya en Grecia. 
      Por ejemplo, el peso de la tradición que tanto se valora en este ritual de primavera y que tanto respeto solicita me trae a la memoria que todas la religiones precristianas afirmaban que la legitimidad del culto radicaba en seguir las tradiciones de los antepasados y  que Apolo, en Delfos, ya exigía a los griegos que “los ritos se ajustaran a las costumbres de la ciudad”, ”hay que atenerse a las costumbres de los antepasados y disculparse por ello resulta improcedente…”
Todo estaba en Grecia. 
Toda la pasión de Jesús de Nazaret  tiene extraordinarias coincidencias con el ritual del sacrificio religioso griego, con la salvedad de que no se trató nunca de un sacrificio humano, sino  del sacrificio de un animal con el que se pretende apaciguar a un dios al que se molestó con algún acto indebido –un pecado o una culpa-, o conseguir sus favores.
El ritual comienza con una preparación previa, -un viaje a Jerusalén  y la celebración de una cena de despedida- del sacrificio que tiene por objetivo restablecer un orden quebrado, purgar un pecado antiguo que quebró el pacto original con la divinidad. Yavhé necesita el sacrificio de su propio hijo para olvidar la afrenta de una mujer que cogió una manzana de su árbol predilecto.
El sacrificio de carneros o corderos, –Agnus Dei, cordero de dios-, en los rituales griegos responden a la escenificación de la fragmentación social y a la recuperación de la cohesión primitiva en torno al sacrificio.
Hay una corriente simbólica que recorre las celebraciones festivas de toda Grecia y alcanza hasta las orgías dionisiacas  que pone de manifiesto la idea de una disolución y un restablecimiento del orden imprescindible que ha resultado roto. 
      Todo va unido a la idea de la muerte que resulta necesaria para la continuidad de la propia vida. El hombre mata o genera muertes para seguir viviendo. 
     La muerte violenta del animal sacrificado en honor de los dioses acaba proporcionando alimento. "Tomad y comed, que este es mi cuerpo; tomad y bebed que esta es mi sangre". Y la muerte invisible de cualquier semilla resulta el paso previo para renacer  convertida de nuevo en alimento. 
La propia idea de “penitencia” que acompaña a las festividades religiosas actuales debe partir del reconocimiento previo de la “propia naturaleza pecadora”. El primer mandamiento de Apolo era “conócete a ti mismo”, porque ese conocimiento resultaba imprescindible en la renovación del pacto con la divinidad.
Y en cuanto a la resurrección, no olvidemos que Dionisos también volvió del reino de los muertos. Mucho antes que Jesús de Nazaret.
No solo había humildes pescadores en torno al nazareno. Debió haber gente muy culta que concocía el mito griego al detalle, gente con visión de futuro, con mucho poder y con un plan perfectamente estructurado.
Dios no ha muerto. Tan solo se transforma poco a poco. Habita en los temores más arraigados de la conciencia humana, el temor a la muerte y al vacío que produce en nuestro irracional afán de transcendencia.
       Que nadie tema ese vacío terrible. Matamos a dios cada primavera, pero al poco renace de sus propias cenizas.