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sábado, 22 de abril de 2017

Hay gente que llora a solas

          Rajoy parece no saberlo, pero hay gente que llora a solas con frecuencia. Y están en cualquier lugar, si tienes la valentía de indagar en la intimidad de quien se siente fracasado.
            Pero Rajoy, enlodado hasta el cuello con los casos de corrupción que  mantienen a su partido bajo una montaña de basura acumulada desde los gobiernos de Aznar, ha dado órdenes de ensalzar la recuperación económica como almadía que los libere del naufragio. El gallego taimado que preside el gobierno no sabe que hay gente que llora a solas con frecuencia. Y si lo sabe, prefiere no hacer mención de ese tributo humano que cada crisis reclama como pago.
            Tampoco parecen saberlo quienes apoyarán sus presupuestos.
            Sin embargo, lo peor que nos ha dejado la crisis es esta gente que llora a solas.
            Desconozco la realidad de las cifras y las previsiones económicas que cada día va desgranando el gobierno como justificación de sus aciagas medidas y para poner sordina al llanto de quienes lloran a escondidas.
            Y me resulta imposible creer las noticias al respecto. Soy consciente de que el principal recurso político en la actualidad para conseguir el poder o para mantenerse en él es la manipulación, la mentira cruda, y la complicidad de muchas fuerzas que interactúan para mantenernos medianamente apaciaguados.
            Pero aun siendo ciertas, sería una verdad que no consuela a casi nadie. El crecimiento, de haberlo, no tiene apenas proyección social. Engrosa, en todo caso, la hucha de los beneficios empresariales y los dividendos del accionariado de las empresas que han convertido la tormenta económica en la ocasión perfecta. Para eso llevó a cabo el PP su reforma laboral. Para eso ha llevado a cabo sus reformas fiscales  o ha acentuado sus tendencias para facilitar la evasión fiscal, especialmente de las grandes corporaciones y de las firmas que integran el IBEX 35. Prácticamente todas ellas tienen sucursales en paraísos fiscales, y no creo que se deba a una decidida voluntad de expandirse por otras regiones de la tierra.
            Y como consecuencia de esa gestión interesada de la crisis que han hecho cleptócratas de pro y discurso engañoso, hay gente que llora desconsoladamente con frecuencia. Y me consta que a solas  casi siempre, ocultando a los demás su conciencia de culpa, de fracaso y su autoestima hundida en el fango maloliente de un presente sin empleo y un futuro sin esperanzas. La recuperación no será una realidad hasta que esta gente que llora a solas no deje de llorar y detente ese derecho ambiguo que establecen las constituciones democráticas a gozar de condiciones  que le permitan llevar una vida digna.
            ¿Y la izquierda…? ¿Dónde habita la izquierda, aquella que enarbolaba no hace mucho las palabras justicia y dignidad? ¿En qué tajo se afana para que recuperemos al menos una parte de lo que perdimos? ¿Dónde guerrea ese ejército al que confiamos la defensa de nuestras escasas pertenencias? ¿Sabe esa izquierda que hay mucha gente que llora a escondidas con frecuencia porque el sistema les ha arrebatado la esperanza, la autoestima y el futuro?
            Lo dudo.
            Unos se afanan en presentarse como alternativa de gobierno, como un partido con futuro, pero ante nuestros ojos aparece sumido una guerra fratricida y feroz, que lo dejará débil, dividido, inútil para prestar ningún servicio a la sociedad durante un largo periodo.
            Y otros son evidentemente extraparlamentarios e imitan a la derecha más integrista en las maneras. Prefieren el autobús a los escaños.
            Lo diré abiertamente, rememorando a un maestro antiguo en un discurso ante el Senado Romano, “aperte dicam”, la izquierda que hoy ocupa los escaños en el Parlamento no me representa. Y la derecha nos es digna de representarme.
            No soy un caso extraordinario. Por lo que oigo y leo, mucha gente de la que consolidó la democracia, casi en los límites ya de nuestra vida laboral y en cierto modo pública, compartimos ese sentimiento de orfandad.
             La tecnología subvencionada en su desarrollo por el gran capital trabaja contra el hombre en muchos casos, con el objetivo no confeso de expulsarlo del sistema productivo para reducir costes y obligaciones sociales, y nadie parece excesivamente preocupado por la legión de víctimas que  está generando este proceso imparable, víctimas condenadas a la exclusión, a la vergonzante beneficencia o a la solidaridad de la familia.
            La aberración mayor es que el sistema tiene medios precisos para que las víctimas se conviertan en culpables: inadecuada formación, poca flexibilidad, inadaptación a las nuevas condiciones del mercado, falta de iniciativa y de ambición. A la larga la culpa recaerá sobre la víctima.
            Ese sentimiento de orfandad que creo compartir con mucha gente tiene que ver con el convencimiento íntimo de que, a pesar de los esfuerzos realizados, nuestros hijos tendrán una vida peor que la nuestra.
            Tiene, también, que ver con el hecho de que nadie, desde el Parlamento y desde la propia sociedad civil quiere oír ese llanto avergonzado y sordo de los que lloran a solas, porque entre todos les hemos arrebatado la dignidad, la esperanza y la autoestima.
            Nosotros, también hemos ayudado a arrebatárselas..
            Lo hacemos cuando otorgamos mayorías a un partido plagado de cleptómanos corruptos; cuando convertimos la defensa del líder ególatra en asunto de estado, cuando valoramos más en los discursos políticos el insulto al  contrario que una propuesta razonable para nuestras vidas.
            Nosotros también somos culpables del llanto solitario y sordo de tanta gente que ha perdido el futuro, sin que nuestras conciencias se rebelen de manera solidaria y eficaz.

          

martes, 4 de abril de 2017

Campeones de la recuperación

             En ocasiones me invade la certeza de que la crisis ha consumado ya la obligación que le impusieron. Al principio fue crisis, uno de esos desajustes temibles que el liberalismo radical provoca de manera cíclica, porque lo lleva incrustado en su genética irresponsable de animal de rapiña. Luego, se convirtió en oportunidad. Y aquí estamos; a punto de celebrar con cohetería y redoble de campanas los presupuestos generales del PP que anda bendiciendo Ciudadanos por las esquinas mediáticas de la patria.
            Toca ahora insistir en la recuperación. Somos los campeones de la recuperación, el crecimiento y la creación de empleo.
            Al servicio de esa buena causa el Banco de España insiste en las bondades del sistema y aventura un crecimiento y un descenso del paro bastante prometedores.
            Nos mienten. Hay gente a la que nunca alcanzará esa ola de bonanza. Hay gente que ha sido sacrificada para propiciar el beneficio ajeno. Y, al parecer, lo hemos aceptado, como un sacrificio necesario y nos apresuramos a esconder los cadáveres en ese armario que tenemos  repleto de miserias: uno de cada tres niños españoles bordea la exclusión en los límites de la pobreza; los parados de larga duración mayores de cuarenta y cinco años no encontrarán ya salida laboral alguna, mientras el Estado se inhibe y los margina poco a poco de sus planes de ayuda;  siete de cada diez empleos de los que el Gobierno se ufana en haber ayudado a generar, lo son por horas o por días y no generan ingresos para atender las propias necesidades del trabajador, y  el fraude fiscal no perseguido y triunfante se aproxima a la mitad de los presupuestos generales del Estado.
            La crisis ha sido la ocasión perfecta para desmontar muchos de los logros que nos habían convertido en una sociedad más igualitaria que nunca en nuestra larga historia. Pero, afortunadamente, la crisis es pasado gracias al buen gobierno de una derecha cleptócrata y vicaria de sus cómplices económicos según figura escrito en su partida de nacimiento.
            Esta derecha ha sido fiel a los principios ideológicos en los que fundamenta su existencia: menos estado; traspaso de servicios públicos que puedan generar beneficios a la gestión privada; recortes presupuestarios que atentan contra el principio radical de la democracia, la igualdad ante ley; instrumentación de la enseñanza pública en torno a la  religión y el emprendimiento como pilares básicos, amén de una selección temprana de los parias del futuro;  reforma laboral que ha dejado a los trabajadores indefensos frente  a la voracidad empresarial; y la permisividad acostumbrada con el gran capital para evitarles las pesada carga de la contribución al mantenimiento del estado con los impuestos.
            Y yo tengo la impresión que ese golpe de estado que suele generar cada gran crisis económica se ha hecho carne y habita entre nosotros.
            Se cimenta esa certeza, sobre todo, en la actitud de la llamada izquierda, la inacción absoluta frente a esa hoja de ruta que pende sobre el futuro de todos nosotros. Quizás han descubierto que carecen de respuestas o  que ya pasó su hora, que su única función es servir de espita tranquilizadora a los descamisados de este mundo con propuestas peregrinas e inútiles, discursos agresivos, y formando parte de comisiones de investigación para investigar aquello de lo que nadie duda. 
            Mientras, pelean a dentelladas por lograr la jefatura de la tribu sin más pretensión que alimentar el ego y se atrincheran frente a quienes deberían, por proximidad ideológica y de proyecto político, ser compañeros de viaje.
            Evitan así la responsabilidad de tener que gobernar, no sea que descubramos entonces que, agotada ya la política de gestos, carecen de proyecto de estado, que se quedaron perdidos en discursos enardecedores y vacios y renunciaron, o jamás lo tuvieron, al fundamento imprescindible de las ideas y los principios que dan sentido a la actuación política.
            Puede que incluso se hayan vuelto descreídos y cínicos.
              Saben que quien gobierna el mundo es el dinero.
         Da la sensación de que esa izquierda inútil ha asumido también el papel que el sistema le otorga, adormecer nuestras demandas mientras los marginados del sistema se acostumbran a su nuevo papel, integrarse en el precariado imprescindible que reclama la globalidad, el hallazgo más rentable del capitalismo en toda su larga y exitosa trayectoria.