Vistas de página en total

martes, 30 de mayo de 2017

El comisionista Trump no quiere distracciones

       Sabíamos muchas cosas de Donald Trump. Sospechábamos otras que el tiempo se encargaría de confirmar o desmentir. En el caso de este individuo el tiempo pasa a velocidad de vértigo porque antes de cumplirse los cien días de mandato que alguna norma de cortesía parlamentaria tiene establecidos como plazo para que los nuevos mandatarios se asienten, ya pende sobre su cabeza el último y más poderoso recurso que la Constitución Americana estableció para defenderse de presidentes peligrosos, dementes, inmorales o con tendencias dictatoriales, la destitución por parte de las Cámaras de representantes. Algo que nunca ha sucedido, porque Nixón dimitió antes y porque, en contra de lo esperado, Clinton salió ileso.
            Lo de Trump es  todo un récord. Y no resulta extraño en absoluto.
             Trump es un vendedor de feria de incultura vergonzante, pero capaz de convertir esa carencia, que debiera haberlo inhabilitado en la carrera presidencial, en todo un éxito de ventas.
      Trump carece de conciencia moral y se ufana de ello; y , como acaba de demostrar en su periplo por la Unión Europea, no tiene ni educación elemental. Se ha manifestado ante el resto del mundo con su verdadero rostro, como un patán capaz de hacernos sentir vergüenza ajena en el salón de baile de la diplomacia internacional. Pero  en ese aspecto está mucho más adaptado a sus votantes americanos de lo que la mayor parte de los políticos europeos lo están a los suyos, con la excepción de Marine Le Pen.
            Trump se ha izado sobre cimientos inestables, sobre el voto asustado de los perdedores de la globalización. Sabe que el miedo genera fidelidades inquietas y poco duraderas. De ahí su necesidad de confirmar su discurso ante sus votantes toscos, provincianos, abrumados por la angustia de quedar abandonados en los límites tenebrosos del fracaso,  de convertirse en perdedores,  ese insulto que tanto gusta al ganador Trump.
          El votante americano de Trump no entiende de diplomacia, quiere ganar su guerra contra el empobrecimiento al que la globalización lo ha condenado. Y entiende los problemas derivados de esa globalización como una guerra verdadera. Trump ha pasado por Europa a declararla. “Los alemanes son muy malos porque (fabrican, se supone, buenos coches) venden muchos coches en Estados Unidos. Hay que pararlos”. Eso ha dicho.
            Pero lo ha dicho para lo escuchen sus votantes.
            Y ha dejado en los gobiernos europeos una mezcla de cólera disimulada bajo la necesaria cortesía y de desesperación por las consecuencias sobrevenidas de esa declaración virtual de hostilidades.
            En realidad, Trump se ha montado en el Air  Force One y ha puesto rumbo al extranjero huyendo del aire viciado de la Casa Blanca, envenenado de rumores de connivencia con los servicios secretos rusos para ganar las elecciones presidenciales. Pero, también con la firme voluntad de llevarse a casa algún éxito.
            Y lo ha logrado; el comisionista Trump ha hecho una buena venta de armas, las más alta que se conoce, a las monarquías teocráticas y corruptas del golfo pérsico que instigan y financian el islamismo radical, el mismo que surte de suicidas desesperados al terrorismo; y no le anda a la zaga el acuerdo logrado con Israel, un país proclive a utilizar el argumento de las armas, usadas de forma desmesurada,  en su relación con sus vecinos.
            También ha hecho un intento formidable con la Unión Europea; ha reclamado el diezmo que las inmorales y oscuras industrias de guerra consideran suyo. El comisionista Trump, con el discurso amenazante de un matón que ejerce de cobrador de prestamistas mafiosos, ha venido a reclamarnos que los europeos gastemos en armas un porcentaje importante de nuestro PIB.
    Podría haber intentado, junto a las otras personas poderosas que   se reúnen para tratar sobre las condiciones de la vida humana, pactar un mundo donde las armas no fueran necesarias. Pero su verdadero oficio es actuar de comisionista de la industria armamentística. Esta era una de las sopechas que teníamos, sospecha que él no ha tardado en confirmar.
            El desastre climático y los refugiados abandonados a su sufrimiento son distracciones que su negocio no puede permitirse.

sábado, 13 de mayo de 2017

Nostalgia

        Hubo un tiempo en el que el futuro era una patria desconocida, pero amable,  en la que nuestros sueños esperaban convertirse en realidad; y hacia el futuro  volaban nuestras esperanzas.
            Hoy el futuro es igualmente desconocido, pero lo presentimos hostil, insolidario y agresivo. Y a falta de un futuro acogedor al que encaminarnos con confianza, vemos en las naciones más desarrolladas de la tierra una floración inesperada de nostalgia. Cuando avistamos un futuro amenazante, buscamos refugio en el pasado.
            Esa querencia por la protección imposible del pasado vota en las elecciones, y ha dado el triunfo inesperado a un impresentable Donald Trump, analfabeto político con la acuciante necesidad de pasar a la historia como el comandante en jefe que fue capaz de volver a ganar guerras y delincuente financiero confeso. A Trump lo ha elegido la nostalgia de una América grande y protectora
            Es la misma querencia que ha provocado una alarma justificada en la vieja Europa de los mercaderes ante el riesgo de que un triunfo del nacionalismo fascista francés diera al traste con el chiringuito del mercado único y los paraísos fiscales para la tributación empresarial en seno de la Unión. A Marine Le Pen la ha llevado en volandas hasta las elecciones presidenciales la nostalgia de un pasado difuso donde se atisba el franco,  las fronteras cerradas y la persecución de minorías debidamente criminalizadas.
            Podemos decir que Macron ha derrotado a la nostalgia y ha hecho el boca a boca a una Europa exhausta que pierde adeptos al mismo tiempo que se diluye su influencia política en el mundo globalizado. Pero los efectos de esta victoria se diluirán en muy corto plazo.
            Porque el cuarto poder que Montesquieu ignoró a voluntad en su propuesta de control mutuo no da respiro. Nos predican que este que tenemos entre manos es el único mundo posible, que no hay alternativa. Y Rajoy añade una sabida coletilla, este mundo es el que propone el sentido común. Pero desde el horizonte de este mundo dominado por el sentido común de  una minoría que permanece en las sombras de las grandes corporaciones económicas no percibimos que sea posible en el futuro esa vieja utopía que era la meta de nuestro viejo empeño político, conseguir algún día una sociedad equilibrada, más justa, más humana, en la que las desigualdades tendieran a ir desapareciendo. ¿Qué otro objetivo puede perseguir una ideología decente, de la que uno no deba avergonzarse?
            Ese viejo sueño, forjar una polis donde la felicidad del individuo encuentra su concreción en la felicidad colectiva, ha perdido vigor. Y en consecuencia ha perdido sentido el esfuerzo colectivo por el bien común.
            La sociedad actual es una enferma crónica. Está aquejada por graves dolencias sociales, pero intenta paliarlas con soluciones para los individuos. Tampoco esas soluciones están garantizadas. Son legión los individuos que quedarán desconectados, aislados, olvidados, sacrificados en suma. El mensaje dominante y el que ha calado en la conciencia de la gente es bien simple, pero bastante eficaz. “Este es el único mundo posible”, nos dicen. “Adáptate o perece. Mejora tu posición, búscate un sitio en la cubierta del barco o morirás entre las olas”. “Pilla tu trozo del despojo que se está repartiendo y defiéndelo con uñas y dientes”. Olvida a los demás, no hay para todos”.
            Pero esta sociedad deshumanizada que se vislumbra desde el presente no es la mía, no es la nuestra. Es inmoral, irracional, insolidaria y degenerada.
           A fuerza de haber sido frustrados en sus esperanzas, ante la amenaza de quedar desprotegidos en un mundo sin reglas morales, la reacción defensiva es la autodefensa, el miedo, – o el odio-, al otro, al que vemos como competidor. Y el miedo-odio es la tierra fértil donde crecen salvadores inicuos, mesiánicos manipuladores que inventan paraísos imposibles. Cada uno de ellos guarda en su interior el proyecto de un dictador viable.
         Los conozco. La historia ha dado ya muchas cosechas de salvadores mesiánicos.
            Hemos transitado ya muchas veces por periodos oscuros donde el futuro resultaba amenazante. Sin embargo, una cosa resulta indiscutible. El futuro no está escrito, depende de nosotros, de nuestra capacidad de recuperar  la conciencia colectiva y de corregir esta deriva que nos lleva a una organización social inestable e injusta . 
     Y el pasado que quiere recuperar la nostalgia que vota por miedo  es una bandera harapienta sobre la que aún se pueden distinguir manchas de sangre.
               





domingo, 7 de mayo de 2017

El candidato Macron según un Nobel de Literatura



            He de reconocer que me ha tenido desconcertado durante varios días la negativa de Mélenchon a solicitar el apoyo de sus votantes para Macron, a sabiendas de que la abstención es una transfusión de poder para el  Frente Nacional. Y el Frente Nacional es el rostro amenazante del Fascismo que renace de sus cenizas por la nefasta gestión de la crisis que ha llevado a cabo la Europa de los mercaderes, la de los prestamistas y la de la ingeniería fiscal aventajada que arrebata los impuestos a los socios.
            La Europa Liberal que olvida las personas, porque a veces entorpecen el legítimo derecho a enriquecerse, ha amamantado a esos hijos que ahora amenazan su futuro.
            Pero hoy he llegado a entender a Mélenchon. Y se lo debo al premio Nobel de Literatura don Jorge Mario Pedro Vargas Llosa. Hoy don Mario, con su pluma magistral, derrama sabiduría en las páginas de opinión de El País y me ha hecho comprender la razón de la abstención de buena parte de la izquierda más radical o más consciente del país vecino.
            Pide el Marqués de Vargas Llosa el voto para Macron, un verdadero revolucionario en la Francia actual, puesto que se proclama liberal.  Y según Vargas Llosa Francia lo necesita ahora porque él devolverá el protagonismo al empresariado, y lo librará del pesado yugo de los impuestos de un Estado rapaz y empobrecedor. Macron, en opinión de este apátrida de las letras tras su descalabro político en su propio país, adelgazará a ese estado adiposo y voraz para reducirlo a sus funciones primordiales, aquellas que verdaderamente le competen, la administración de la justicia, la seguridad y el orden público.
            Desconozco el programa político del señor Macron en sus aspectos concretos. Por tanto desconozco si las afirmaciones de Vargas Llosa  responden a su programa verdadero o son la proyección del Liberalismo que el escritor peruano concibe como solución del mundo.
            Concebir que la organización de una sociedad cualquiera ha de estar supeditada a la barra libre de la empresa para generar riqueza es, cuando menos, una irresponsabilidad de proporciones  escandalosas. Pero es sobre todo una inmoralidad y una aberración que tiene que alarmarnos, especialmente por provenir de una persona de indudable talla intelectual.
            Su concepción del hombre me avergüenza. Por muy liberal que este hombre se proclame, no parece haber superado aún la teoría política que estableció Platón en la República. Solo que ahora la finalidad de la organización social no es la justicia y el bienestar, sino el enriquecimiento de algunos y el lugar privilegiado no es el de los filósofos y los sabios, sino el de los empresarios; suyo es el mundo, suyo es el derecho a diseñarlo y a diseñar las leyes que gobiernen las vidas. A su servicio han de ponerse los gobiernos. Sucede, desde luego. Pero proclamarlo como doctrina política resulta de un cinismo insultante.
            Y por lo que respecta a su concepción del Estado, ha avanzado en el tiempo. Arrinconó a Platón y ya conoce a Hobbes. Pero no parece haber superado la visión de aquel filósofo misántropo de siglo XVII. Ese estado que concibe Vargas Llosa, cuya función primordial sea defendernos a los unos de los otros, es prácticamente incompatible con las democracias occidentales. Esa teoría sirvió para intentar justificar el mantenimiento de las Monarquías Autoritarias. Contra ese Estado que tiene Vargas Llosa en la cabeza Europa hizo innumerables revoluciones y las fue ganando poco a poco.
            Él, seguramente por el privilegio tardío de su título nobiliario, no podrá comprender que la función de los Estados no es defender privilegios de nadie , sino dar sentido a la proclamación primordial de la igualdad humana y eso se hace redistribuyendo las riquezas que una nación genera mediante servicios que sirven para paliar las desigualdades que el Liberalismo a ultranza se complace en generar. Para eso establecimos los impuestos y para eso reclamamos a los Estados servicios más importantes que mantener el orden público, como  la educación, la salud, el cuidado medioambiental y a la atención a los excluidos del sistema, por citar solo algunos que él olvida a voluntad.
            Vargas Llosa llama a la prestación de esos servicios un “estatismo adiposo que empobrece”. Y esos servicios no los considera competencia del Estado, sino de gestión privada. Y que cada cual goce de aquellos que pueda costearse, la proclama más salvaje del pensamiento liberal.
            Con esa concepción del hombre y de la sociedad no resulta difícil entender que la defensa y el orden público sean su principal preocupación. La sociedad que derivaría de sus propuestas llevadas a efecto sería radicalmente injusta y, como consecuencia, explosiva.
            Gracias al artículo de opinión de don Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, si yo fuera francés y estuviera en condiciones de votar, quizás habría optado hoy por la abstención.
             El candidato Macron que dibuja resulta espeluznante.