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miércoles, 27 de diciembre de 2017

El problema de Cataluña no es España


Conocí a Mía Beaulieu durante unas vacaciones de primavera, en un viaje por Italia. Intimamos lo suficiente para hablar de los asuntos que os traslado. Ella me pareció una mujer optimista y resistente.
En 2008, antes de embarcarse como activista en el Observatorio de los Derechos Humanos, cursó un Erasmus en la Pompeu Fabra. Nos dijo que aquel fue un tiempo que recordaba con placer. Se enamoró de la ciudad y de Ferrán, un catalán alegre, noctámbulo, y hermoso, conocedor de todos los garitos de la noche desde el Eixample al Barrio Gótico, pasando por María Rubí, Santaló, y el Aribau. Él amaba el jazz y muchas noches acababan en club Jamboree en los aledaños de la Plaça Reial. 
Durante varios años trabajó en Kabul, como coordinadora de Asuntos de la Mujer del Observatorio de Derechos Humanos en Afganistán.
A principios de año había vuelto a París.
Las denuncias del gobierno catalán sobre la sistemática falta de respeto a sus derechos la llevaron de nuevo a Barcelona en 2017. No negó que llegó en actitud defensiva, porque aquellas quejas le parecieron siempre una ópera bufa con vocación de trascendencia histórica, el intento de instrumentar al Observatorio como una caja de resonancia. 
Ella creyó descubrir en aquellas quejas la soberbia del rico que quiere incrementar sus privilegios, sin que importe el inútil desgaste ocasionado a palabras terribles como humillación y sufrimiento. 
 Supimos de su boca que Mia Beaulieu, ciudadana de la patria global y peligrosa donde campan la muerte, la esclavitud, las dictaduras criminales, la vejación y la miseria, jamás había enarbolado una bandera.
Supimos, también, que, por instinto y militancia, detestaba a los nacionalismos trasnochados de la Europa soberbia y satisfecha. 
Creyó siempre que el nacionalismo no es otra cosa que un acto de violencia; consiste en marcar un territorio como propio, y dedicarse a defenderlo como haría un animal depredador, que considera enemigo al de su especie. 
Observadora por vocación y por oficio, había descubierto Mia Beaulieu que la humanidad lleva en la entraña un viejo gen tribal, territorial, primario, predispuesto a destruir la convivencia; y en el caso de las democracias, el sistema más alabado, pero también más indefenso, ese gen las vuelve vulnerables.
Quizás, como utopía, -nos dijo-, pudieran tener algún sentido, pero vistos de cerca, en el mundo global, los nacionalismos son penosos, miserables y torpes. Si no generaran repulsa, darían pena.
Me confirmó con sus palabras una fe propia. Dijo que cada patria es mestiza y eso la hace más resistente, más hermosa, y más lúcida; que en ninguna de esas patrias que dibuja el nacionalismo ensimismado hay un solo pueblo, porque cada pueblo es la suma de infinitas conciencias diferentes, y a veces enfrentadas. Creía firmemente, como cualquier persona razonable, que renunciar a las diferencias más extremas permite convivir, y que amurallarse en ellas empobrece, destruye los cimientos del caserón familiar que nos acoge, contamina el presente de violencia y tiñe el futuro de amenazas.
Cataluña, en su opinión fundada en la observación de mucho tiempo, y así lo expuso en sus conclusiones, es una tierra culta, alegre, próspera, con muchas más libertad y autogobierno que muchos estados de la tierra; con una lengua propia reconocida y usada con entera libertad. Es una región desarrollada y satisfecha de sí misma, sin déficit visible en el usufructo de derechos, libertades y garantías en comparación con el resto de los pueblos de Europa. 
Dudó, seguramente porque temía lastimarnos, pero al fin nos dijo que en España había otros problemas que bien merecían el juicio implacable del Observatorio ante la opinión pública mundial, por ejemplo, una corrupción devastadora y evidente en el ámbito político y empresarial y el incumplimiento sistemático de acuerdos internacionales en la acogida de refugiados. Pero que no era de recibo aquella denuncia de la situación de indefensión de Cataluña ante un estado dictatorial.
Reconoció que el hecho de que un pueblo, sin motivos para estar desesperado, hubiera iniciado esta aventura incierta y afrontara tan alegremente el riesgo de salir del euro y del mercado único en estos tiempos de turbulencia le generaba confusión. Ningún pueblo sensato debería apostar su presente y poner en riesgo su futuro en un viaje hacía el pasado siguiendo una bandera.
Sospechaba que la clave era ese quinto poder incontrolado que se va adueñando sutilmente de la conciencia colectiva. Internet ha suplantado ya a la prensa en gran medida. Y en Internet la verdad se vuelve esquiva. La avalancha de información manipulada ha vuelto el mundo incontrolable. Abundan los desencantados, los indignados, los derrotados, los resentidos. 
Pero abundan mucho más las personas confundidas. Las que no saben que ninguna frontera te libra del terremoto o de la plaga; ninguna es impermeable a la violencia, a las ruinas que provocan la ambición humana, a las tormentas, o al desierto que viene avanzando desde el sur.
Afirmó rotundamente, y yo la creo, que en esta guerra ubicua de todos contra todos el arsenal más destructivo es la mentira, o, en su caso, la verdad a medias o la verdad manipulada. Porque provocan gente enardecida, perpleja, y desinformada, gente predispuesta a los excesos. Este negocio no es trata de personas, es trata de palabras para explotarlas luego en los prostíbulos de la manipulación interesada. Ahí se pervierten conceptos respetables o se enmascara el crimen. 
Sospechaba que la demagogia es un valor en alza en la política internacional y que la gente más valorada es la más experta en bajezas y en ruindades. Alimentaba la certeza de que la gente ha desterrado la reflexión y el pensamiento crítico. Si la mentira fortalece sus propios sentimientos, hay gente que prefiere que la engañen a tomarse la molestia de pensar. 
En honor a la verdad, -nos dijo-, los nacionalismos excluyentes reverdecen por torpeza política de Europa. Ha gestionado la crisis una generación de políticos mediocres, testaferros de los mismos que la hicieron posible. Su falta de políticas sociales ha vuelto a las democracias vulnerables.
Y concluyó asegurando que Cataluña no tiene un problema con España, aunque, también; que el verdadero problema de Cataluña, durante un largo futuro cuya duración no era capaz de precisar, será el de la convivencia consigo misma.
Algo que las elecciones recientes no han hecho sino confirmar.
Prometí llamar a Mia Beaulieu. Hoy le he felicitado el solsticio de invierno por whatsAppt, y he recordado aquellas conversaciones en los atardeceres de Florencia.