18-07-2012
Primero, apenas desembarcaron con la
algarabía de su mayoría absoluta, fue necesario tranquilizar a la caverna episcopal y adelantó el programa ideológico
con el que quería reconvertir Educación para la Ciudadanía en un instrumento,
ahora sí, burdamente manipulador.
Luego, los recortes que defendió la
señora Cospedal como el resultado del programa del Partido Popular en su
búsqueda de la excelencia educativa. Lo tildamos de cinismo, por utilizar
palabras educadas. Wert se lució en aquellos días con su desprecio a los
rectores y con las intervenciones
soberbias de un tipo sin sentido de Estado, que concibe el gobierno como el
ejercicio del poder contra la parte de los ciudadanos que no comparte su
opinión.
Lo mandarían callar, porque no se ha
hecho notar durante un tiempo excesivo para un tipo como él, necesitado de
manifestar su exuberancia con relativa asiduidad. Ejerce uno durante un tiempo
de tertuliano y luego, acostumbrado al brillo de los focos de los estudios, no
se soporta el silencio y el que debiera ser trabajo reposado y reflexivo de los
despachos ministeriales.
Quizá es que no tocaba. Bastante
había con el rescate “suave” y las “suavísimas” medidas que la Europa rica y el
FMI nos estaban cocinando.
Después de la ampliación del horario
del personal docente, después de la ampliación de las ratios, después de la
supresión de muchas becas o el encarecimiento de su consecución, después de
atentar contra los programas de atención a la diversidad, y casi contra cada
una de las medidas inclusivas de la Enseñanza Pública, ya era hora de que
tomara cuerpo alguna medida encaminada a la excelencia que tanto han predicado.
“Inventa algo, ministro”- le dirían.
“Lo que se te ocurra”. Y el ministro
Wert, lúcido, brillante, tan ocurrente como acostumbra, sacó de su chistera la
solución perfecta. “Lo tengo” “Recuperamos las reválidas”. Tres por si hubiera
dudas. Al terminar Primaria, al terminar Secundaria y al terminar Bachillerato.
Lo justifica de una manera incontestable: al saberse objeto de esos exámenes,
todos se esforzarán más y lograremos la excelencia de una manera natural. ¡Y
sin necesidad de gastar un solo euro, lo que ya el colmo de la eficacia!
Pues bien, ministro, lumbrera no
suficientemente reconocida, ya puestos podíamos hacer una reválida trimestral.
Al final, todos físicos de la NASA o ministros de Educación.
¡Habrase visto desfachatez!
El objetivo es otro. Buena parte del
alumnado no tendrá segundas oportunidades; estará obligada a la eficacia desde
la más tierna infancia o quedará condenada a la indefensión de los no
capacitados para el mundo laboral competitivo y feroz que se avecina.
Destinados a “reponedores” - con “mini jobs” por supuesto- en los supermercados
alemanes, porque la señora Merkel, la que agita estas medidas envenenadas, sí
exportará sus excedentes a los países pobres del miserable sur. Y este gobierno
colabora de la forma más servil que se haya conocido en democracia.
Deben
considerar el Ministerio de Educación algo así como una plaza de pueblo. Cuando
está solitaria llega un perro sin collar, olfatea los rincones y va dejando su
rastro por las patas de los bancos de forja, en los troncos de los escasos
árboles, en los soportes de las papeleras que el Ayuntamiento colocó en tiempos
de bonanza. Luego el perro se marcha. Quizá en algún rincón de su cerebro late
la idea de que ha cumplido con un imperativo ineludible, borrar el rastro de
otros perros que pasaron por allí, apropiarse la plaza durante el tiempo que
perdure la huella de su paso. Pero en la plaza no ha cambiado nada. Tan sólo,
la orina. De un perro.
“¿De dónde saldrá el martillo verdugo
de esta cadena…?”
Quizá los ciudadanos que claman
ahora en las calles y en las plazas sepan distinguir, cuando llegue la hora de
elegir un nuevo parlamento, el color de las papeletas de los destructores del
Estado y de nuestra depauperada dignidad como nación y las dejen a un lado, en
la papelera, donde deben estar.
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