(8-07-2012)
Daniel Bell, sociólogo americano,
profesor universitario encuadrado en un grupo de intelectuales de izquierda,
publicó en 1960 "El fin de la ideología". Aseguraba que en Occidente
había triunfado el capitalismo que acabaría atrapando con su mano de hierro
los sistemas políticos y económicos e imponiendo el pensamiento único:
aceptaría la implantación de la democracia partidista, la teórica igualdad ante
la ley para la ciudadanía; a cambio exigiría que aceptáramos las desigualdades
económicas y la economía de mercado.
No
estaba escrito, pero hemos comprobado que faltaba una apostilla. En caso de
conflicto entre la democracia – las constituciones que establecen derechos y
deberes- y los mercados, la primacía la tendrían los mercados. Lo estamos
comprobando.
Y
en cuanto a la muerte de las ideologías, parece confirmada. Cuando la
insoportable e injusta situación económica atenaza a las capas de seres humanos
más desfavorecidas de la sociedad, cuando la corrupción y la ambición
irresponsable ha hundido el sistema financiero de muchos países, cuando la
corrupción política y judicial alcanza cotas hasta ahora desconocidas, la
izquierda sociológica ha invocado a Keynes, un pensador capitalista.
La
derecha política y económica- lo cual parece redundante-, la muñidora de la
crisis en beneficio de sus intereses, ha reído a mandíbula batiente. Ellos
tenían el libro de historia económica abierta por los albores del siglo XIX. Ahí
nos llevan. David Ricardo los guía. ¡Y nosotros, que los creíamos iletrados!
Sí, han establecido que “el salario ha de ser el estrictamente necesario que
permita al obrero subsistir y reproducirse”. Cualquier otra concesión, por
ejemplo en derechos o en servicios públicos, es un gasto superfluo. Cuando la
oferta de mano de obra es mayor que la demanda hay que aprovechar la
circunstancia. Ahí nos querían y ahí nos tienen ya.
Y
si quedan residuos ideológicos en las leyes que han surgido en tiempos en que
la izquierda dominó los parlamentos, los gobiernos cómplices, la derecha
europea los va borrando sin descanso. Se cierra el círculo del crimen. Se
genera, enarbolando el miedo, la necesaria conciencia de esclavos voluntarios.
Las bodegas modernas de los barcos esclavistas, las oficinas del paro, rebosan
de candidatos resignados.
Si
ellos han vuelto al siglo XIX, quizá nosotros deberíamos seguir su estela;
quizá deberíamos desempolvar a Carlos Marx de los estantes y empezar por
nacionalizar la banca. Barklays, manipulando los intereses y provocando daños
cuantiosos a sus clientes con el beneplácito o el asesoramiento del Banco de
Inglaterra, el regulador que debe velar por la integridad y la legalidad del
sistema en nombre de los ciudadanos, sería una justificación
extraordinaria, por citar la más próxima. La lista de los crímenes bancarios
–casi siempre, impunes- alcanza para llenar la biblioteca de Alejandría.
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