En realidad, sí parece una fuerza desmedida
(El País digital, 26 de septiembre de 2012)
Era de esperar que hubiera
grupos organizados dispuestos a reventar la manifestación frente al Congreso de
los Diputados, radicales de cualquier camada de los espacios inhabitables del
espectro político, o los que proceden del vacío y el desarraigo,
buscadores de emociones fuertes, a los que igual les da una manifestación que
la puerta de una discoteca para descargar adrenalina. Lo sabían los convocantes
con absoluta certeza. Esperaban controlarlos con abucheos. Quizá aun no
conozcan la fría determinación de la violencia.
Era de esperar que la policía desplegara todas sus galas
represivas. Para cualquier gobierno de derechas la tentación de controlar la
calle con desmedida contundencia resulta indominable. Una gozada demostrar con
hechos que detenta el monopolio de la violencia legítima. Quizá no tan legítima
si tomamos en consideración, -asunto del que se hacen eco muchos medios de
comunicación-, que la mayor parte de los agentes no llevaban visible la placa
de identificación, como si ya estuvieran adoctrinados y dispuestos
de antemano a ejercer una violencia desmedida.“Fuerte y a la cabeza, ¡que se
jodan!”. Menos legítima aún, si se confirma la sospecha de que el inicio de las
hostilidades lo provocaron agentes de paisano encapuchados en algunos puntos.
En lo que todos parecen coincidir, salvo el gobierno, es
en el hecho de que jamás la policía democrática había actuado de
forma tan desproporcionada y tan violenta contra sus conciudadanos.
Era de esperar, los medios de la derecha despliegan
titulares desmesurados. Hablan de secuestro del Parlamento y
minimizan el número de participantes en las manifestaciones. De apenas seis mil
habla el ABC.
Más que un Parlamento secuestrado
por los manifestantes parecía un Parlamento tomado por la Delegación del
Gobierno de Madrid, con la policía obligando a identificarse a los
parlamentarios y con un despliegue de vallas y alambradas que hacían barruntar
trincheras y campos de minas en la Carrera de san Jerónimo. La estética de la
guerra desplegada por las calles de la capital como un decorado imprescindible
para el desprestigio de la protesta ciudadana.
Pero tienen razón. El nuestro es un Parlamento
secuestrado. Hace ya mucho tiempo que perdió su autonomía, su conciencia y su
función. Hace ya mucho tiempo que nos parece un decorado de cartón piedra donde
cómicos con escaso apego a su oficio, y sobre un guión mal urdido, representan
una pantomima. Y no lo ha secuestrado la ciudadanía que les entregó su
voz y su esperanza. Lo han secuestrado el capitalismo especulador, la
insolidaridad de Europa para consigo misma, la cobardía para afrontar la
corrupción y el deterioro institucional, los intereses partidistas y, quizá, el
convencimiento de que, como país, tenemos difícil solución.
En realidad, a veces uno siente que es el Parlamento el que
tiene secuestrada a la nación.
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