Llama la atención el poco
eco que el atentado directo a la línea de flotación de la democracia
representativa de la presidenta de Castilla-La Mancha ha tenido en los medios
de comunicación.
De Cospedal insiste en que dicha medida no afectará a la
representatividad, porque un fontanero o alguien que explota su tienda siempre
podrán encontrar un rato para acudir al parlamento regional. Un rato. Eso está
bien. Cuadra con su dedicación a la comunidad, que según denuncia la oposición,
es de apenas unas horas a la semana. Se supone que ambos, tendero y fontanero,
trabajarán en los aledaños del parlamento. Si trabajan a doscientos kilómetros,
la cosa se complica. Y si se trata de un trabajador por cuenta ajena se
complicará de forma lamentable.
Es un discurso contra la razón, contra la lógica, contra
la ética de la democracia y contra la historia. Un discurso enhebrado para
enmascarar medidas ideológicas, cuya intencionalidad única es deshacerse de la
oposición y tergiversar las reglas de la democracia. Uno más.
De hecho, Castilla-La Mancha, una comunidad depauperada
hasta el límite en sus servicios públicos, ha dejado de ser por la decisión de
la Secretaria General del PP una democracia y se ha convertido en una
plutocracia. Por si alguien ha olvidado el griego que estudió durante la
primera juventud, esa palabra significa el gobierno de los ricos. De hecho, ya
gobiernan. Pero, en Castilla-La Mancha serán los únicos que puedan sentarse en
los escaños del parlamento de la comunidad.
En el siglo V antes de Cristo funcionaba ya en Atenas una
democracia incipiente. Sus diferentes órganos se reunían con mucha frecuencia,
demasiados días al año, para ocuparse de los asuntos públicos y tomar
decisiones. El procedimiento establecido para facilitar la participación de
todos los ciudadanos, incluyendo a aquellos que dependían de su trabajo para el
sostén propio y el de su familia, fue el del pago por asistencia, tres o cinco
óbolos según la función desempeñada. Aquella democracia en ciernes ya sabía que
era importante la participación de todos en los asuntos públicos.
Cospedal les arrebata el óbolo y expulsa, de hecho, a una parte del pueblo de
la asamblea de su Comunidad.
En 1838, en las primeras maniobras de los movimientos
obreros para acceder, también, a la soberanía, es decir al derecho a participar
en la elaboración de las leyes en los Parlamentos, el movimiento Cartista
reivindicaba en su “Carta del Pueblo” al Parlamento Británico, entre otras
cosas, un sueldo para los diputados. De otra manera ningún obrero inglés podría
acceder al órgano legislativo.
De Cospedal nos devuelve
a los orígenes. Cuando ellos ya no estén habrá que reinventar la
democracia.
Pero, es cierto, me llama la atención la indiferencia con
que hemos acogido esta medida. No he podido dejar de pensar en ello en estos
días. Lo he comentado con gente próxima. He recibido una respuesta inesperada,
alarmante, que me llena de desasosiego porque procede de una persona cultivada,
moderna, inquieta, celosa de su libertad, solidaria. Me ha dicho que quizá el
sistema democrático ha entrado en un declive que puede convertirlo en un
procedimiento del pasado.
Tajantemente lo he negado. Ahora no dejo de pensar cuánta
gente podría estar convencida de eso mismo.
La verdad, sería terrible. Significaría la aceptación de
la derrota. El reconocimiento de que hemos renunciado al futuro. Y Los arqueólogos,
dentro de mil años, nos reconocerían como
el estrato de la evolución humana de mayor
desarrollo tecnológico y de menor éxito social, un intento fallido de la naturaleza
Y Cospedal, que ha
impuesto de nuevo la plutocracia en su región, habría ganado. No podemos permitírselo.
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