El esfuerzo de una parte de
la sociedad española en los últimos veinte o veinticinco años para convertirnos
en un país del siglo XXI, superando el pesado fardo de la herencia de
cuarenta años de dictadura y de vergüenzas históricas ante el resto del mundo,
se diluye. Como si fuésemos una sociedad incapaz de salir del laberinto
histórico tejido por el autoritarismo, la imposición de las creencias
religiosas, el maniqueísmo que clasifica a los seres humanos en buenos y malos
según una escala de valores arbitrarios, el desprecio a la naturaleza humana,
la conciencia de que el país le pertenece sólo a un grupo, el miedo a la
libertad del otro, el rechazo de la razón como instrumento de organización
social y la despreocupación por el futuro.
Una parte de España anda perdida en ese laberinto. Venció
en las urnas por el agotamiento del adversario, removiendo temores y
recurriendo a la mentira. Y ahora decide.
En nueve meses de gobierno no ha establecido ni una sola
medida razonable. La mayor parte de esas
medidas nos han sido impuestas desde Europa.
Pero las que han surgido de su escasa autonomía no persiguen mejorar la
sociedad que le otorgó su confianza. Persiguen someter al país, deformarlo en
el molde burdo de una
ideología regresiva y empobrecedora.
Ahora le toca a la educación.
No bastaba con el empobrecimiento al que han sometido a
la enseñanza pública. No bastaba con la
eliminación de personal docente. No bastaba con la ampliación del cupo de
alumnado por aula. No bastaba con la eliminación de profesorado de apoyo cuya
función resulta primordial en una enseñanza inclusiva. No bastaba con la
supresión de becas, el encarecimiento de su consecución, o el encarecimiento de
las tasas de matrícula en los estudios universitarios, cuyo resultado principal
es la segregación por rentas de quienes puedan acceder a esos estudios.
No bastaba.
Toca aplicar el molde empobrecedor y regresivo.
La derecha y sus cómplices episcopales llevan años
acusando a la educación pública de adoctrinamiento ideológico. Es falso.
Rotundamente falso.
Es la derecha la que concibe el proceso educativo como un
proceso de adoctrinamiento y de clasificación social.
Lo que plantea Wert, el gobierno del PP, no es una
reforma educativa. Pretende instrumentalizar la educación para que colabore en
su proyecto de convertirnos en una sociedad
sometida a los poderes dominantes: el capital, la iglesia católica y una
organización social elitista y excluyente.
El concepto de evaluación como instrumento clasificador a
edades tempranas favorece un fatal
determinismo social para una buena parte de la población escolar. Será
condenada a integrar la masa de mano de obra barata y acrítica que el capital
necesita para completar el ciclo criminal que se ha iniciado con la crisis.
La supresión de Educación para la Ciudadanía, una
disciplina para la que habrían hecho falta muchas más horas de currículum y
durante todos los cursos de Secundaria, es una concesión al integrismo
religioso, empeñado en imponer sus criterios al resto de la sociedad. Y el
cambio de la ley por vía de urgencia para seguir subvencionando a centros que
segregan por sexos, en contra de lo establecido por el Parlamento, no es sino
una muestra más de favorecimiento interesado a grupos ideológicos afines. Me
pregunto qué pasaría si la medida segregadora la hubiera establecido el SAT en
los colegios de Marinaleda, por ejemplo ¿Se habría apresurado Wert a proponer
el cambio de la ley en el Parlamento con igual celeridad?
Todas las medidas empobrecedoras en su conjunto alejan cada día un poco más a
la población con menos recursos económicos del acceso igualitario a cualquier
nivel de educación. De hecho, dejan a esa población con escaso margen de
alcanzar puestos de responsabilidad en la gestión de la sociedad del futuro.
Y es sabido que los pobres solo acceden
a esas funciones por méritos más que demostrados.
La sociedad abierta empieza a ser también insostenible.
Sacarán esta ley
por mayoría; sin debate, sin acuerdos con los demás grupos parlamentarios.
Deben pensar que España es suya. Que el modelo educativo de un país se
soluciona por decreto, que los que no ganaron las elecciones nada tienen que
decir en un aspecto primordial para el futuro del mismo.
¡Cuánta soberbia! No saben gobernar en democracia.
No respetan las leyes, ni respetan al pueblo soberano.
Están aún en las trincheras de alguna guerra antigua. Quien no me vota es mi
enemigo. Quien no tiene mayoría, ha perdido el derecho a la palabra.
La ley encierra, también, una amenaza: la movilidad del funcionario.
Ya se contempla ¿Qué falta hacía esgrimirla de forma tan notoria? La previsible
contestación del profesorado tiene encima la espada de Damocles. La Ley, como
cualquier engendro de esta derecha inútil y primaria, viene teñida por un viejo
autoritarismo ¡Ay de los insumisos!
Y como cada decisión política en los últimos tiempos, no
olvida el objetivo no confesado, pero siempre presente, de cercenar
competencias a las Comunidades. Poco a poco las
dejarán sin la más mínima autonomía, y entonces será la hora de plantear
su supresión.
Cuando ellos ya no estén, cuando los arrojemos por la
borda de las urnas, habrá que reinventarlo todo, recuperar durante años lo que
nos están arrebatando en tiempo récord.
Mientras tanto la burocracia se adueñará de nuevo de los
claustros. Habrá que rehacer programaciones, presentar documentos fehacientes
de que hemos entendido la farragosa y hueca prosa de la nueva Ley y de los
Decretos que produzca este parto infame. No habrá que poner demasiado empeño. Esta ley espuria nace destinada a un corto recorrido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario