Esa duda de un amigo sobre si la democracia no
sería ya un procedimiento político del pasado no deja de volver sobre sus pasos, al centro mismo de mi cerebro. Señal inequívoca de
que tiene su razón de ser como percepción de mucha gente.
La democracia como sistema político, el menos imperfecto
según dicen, ha debido recorrer una
trayectoria de siglos, larga y sangrienta, para consolidarse como sistema
participativo desde la antigüedad. La organización de la sociedad humana ha
sido siempre hasta hoy absolutamente
injusta, estableciendo divisiones insoportables entre los individuos en lo
referente a los niveles de riqueza, al reconocimiento de derechos y
privilegios, al establecimiento de obligaciones y cargas y al grado de
participación en las decisiones relativas a la organización de la sociedad.
Quien ha gozado de soberanía, capacidad de
establecimiento de las normas, de
decidir lo legal y lo ilegal, lo justo y lo injusto, lo aceptable y lo punible
en cuanto a la moralidad de las personas, ha diseñado un mundo a su medida.
La democracia ha ido ampliando esa soberanía, esa capacidad
de decisión sobre el modelo social y de convivencia, cada vez a más personas. La
democracia tal como ahora la conocemos en Europa ha permitido la participación
masiva de la ciudadanía en el diseño de las condiciones de su propia vida,
independientemente de su nivel de renta o grado de cultura. Todo un logro.
Y hemos aspirado a consolidarla por una razón
fundamental. Nos ha proporcionado seguridad frente al diseño injusto de la
sociedad; nos ha garantizado el esfuerzo colectivo, y el de los gobiernos, por
garantizarnos igualdad ante la ley, servicios públicos que faciliten la calidad
de vida de las personas sin
consideración a su nivel de rentas, y nos ha garantizado derechos
imprescindibles para sentirnos, en cierto modo, dueños de nuestro propio destino:
libertad, ausencia de discriminación, trato justo ante los tribunales, oportunidades
educativas, atención sanitaria universal, acceso a la información, respeto a
tus creencias, a tus inclinaciones sexuales, regulación de las relaciones
laborales respetando derechos de los trabajadores…
Podríamos seguir enumerando garantías de los sistemas
democráticos. Innumerables.
Miro alrededor y contemplo, desolado, que esa democracia
ya no existe. Tenemos una democracia de opereta, de cartón piedra, casi un
decorado de un teatro infantil.
El capitalismo financiero, los mercados, han generado
este conflicto casi irresoluble que llamamos crisis.
Los gobiernos, lejos de actuar para garantizar la
seguridad ciudadana con los recursos del sistema frente a los ladrones de
soberanía que pululan a nuestro alrededor, se han entregado al enemigo. Son los
mercados los que se han adueñado de la
voluntad política de los gobiernos. Establecen las medidas que nos agotan. Los
gobiernos son meros ejecutores de políticas económicas – casi las únicas
políticas posibles ahora- que les vienen impuestas y que consagran las insoportables
diferencias entre ricos y pobres. No es exagerado
reconocer que hemos vuelto a los años treinta del siglo pasado. Hay fortunas personales que sobrepasan las rentas
de muchos países pobres.
Y la humanidad, nosotros aceptamos la situación como inevitable.
Y los obreros portugueses han de entregar dos nóminas anuales
para que los ricos europeos sean mucho más ricos. Y se masacra moralmente a los
países más afectados por la crisis tildándolos
de irresponsables, manirrotos, vagos y descerebrados, desde las biblias alemanas
de la derecha ideológica y económica.
Entiendo las dudas de mi amigo. ¿Votar para qué? ¿Qué democracia
es ésta?
No aceptaré, desde luego, que sea un procedimiento del pasado.
La crisis ha sido la ocasión de un gigantesco golpe de estado, incruento, sin tanques,
sin soldados en la calle. Contra la democracia, desde luego.
Pero si nos arrebatan de nuevo el cauce de expresión de nuestra
soberanía, de participar en el diseño del mundo que queremos, no será sólo culpa del
capital, de los políticos, de los partidos, de las instituciones corrompidas.
Todo eso es posible en la organización social humana, nos acompaña desde la prehistoria, es parte de la carga genética de la especie. Y en cuanto a las intenciones y los procedimientos
del capital, son los mismos de los que ha hecho gala durante su larga trayectoria. No son nuevos. No son tampoco más poderosos que los que usaron en el pasado.
Será, sobre todo, culpa nuestra, porque estamos obligados a pelear por
nuestra soberanía cada hora de nuestras vidas.
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