Quizá
habrá que empezar por aclarar ambos conceptos. Ambos representan sistemas
absolutamente injustos de representatividad en los órganos de gobierno.
El “cursus honorum” es el nombre con el que se designaba a la carrera política
– de menor a mayor rango - en la república romana de la antigüedad. Se
denominaba así porque el ejercicio de la función no llevaba aparejada
retribución alguna, se ejercía por el “honor” de servir a la república. Nadie
en Roma cobraba por ostentar un cargo en el aparato del estado. En la práctica,
el ejercicio del poder en cualquier cargo suponía, sin duda, una ocasión para
el enriquecimiento. La corrupción política, la venalidad, no es un invento
reciente; es tan antiguo como el ser humano. Pero el servicio a la patria se
prestaba de forma gratuita.
Esta consideración del cargo público, y a eso me refería cuando lo calificaba
como un procedimiento injusto de representatividad, cerraba la puerta a los
plebeyos, a las clases populares y con menos recursos económicos. Ni uno de
entre ellos podía permitirse el lujo de destinar un año de sus vidas al
servicio público sin percibir ingresos. Estaban, además, los costes de las
campañas publicitarias para darse a conocer entre los electores. Sólo las
familias ricas, las patricias, podían permitirse el lujo de tener a alguno de
sus miembros en el aparato de poder, y, por tanto, en los órganos legislativos
que establecen derechos y obligaciones a los ciudadanos. Es decir, sólo los
patricios estaban legitimados para establecer las leyes, encaminadas,
lógicamente, a la defensa de sus intereses de clase. La plebe encontró caminos,
desde luego, para cambiar la situación. Pero le costó siglos.
El voto censitario, un concepto que nos resulta más familiar por la proximidad
en el tiempo, es el procedimiento para formar parte de los Parlamentos europeos
tras las revoluciones burguesas contra las Monarquías Absolutas. Fue el sistema
durante la mayor parte del siglo XIX. Según los establecido, sólo podían ser
electores y candidatos aquellos individuos –varones, desde luego- que figurasen
en el censo tributario con unos determinados niveles de ingreso y, por tanto,
de contribución a las arcas del estado. Solamente los más ricos jugaban en el
terreno político. Como en la Roma republicana, la burguesía europea, cuna del
capitalismo naciente, se garantizaba su participación en la configuración de
las leyes, que santificaban sus privilegios.
Hechas estas aclaraciones, cabe preguntarse por cuál de estas opciones se
inclina Cospedal. Quizá por ambas, en un mix de política regresiva. Acaba de
proponer en el debate del estado de la Comunidad Castellano-Manchega dejar sin
sueldo a los diputados regionales.
La propuesta es, primero , oportunista. La tormenta económica que se abate
sobre el país ha teñido de desprestigio merecido a las instituciones políticas
y, de paso, a quienes tienen la política por oficio. Desde la ciudadanía se ve
a las instituciones como un refugio de protegidos de los partidos, gente sin
oficio y sin vocación, cuyos méritos se basan más en la docilidad y la
manifestación ruidosa de fidelidad a los líderes que en el análisis crítico de
la realidad nacional y las propuestas para corregir los innumerables déficits
que nos acosan.
Los ciudadanos desconfían de la clase política. No le faltan razones. Y no es
la menor la facilidad con la que caen en la tentación del lucro personal o
familiar a costa del erario público. La corrupción, unida a la incapacidad para
sacarnos del atolladero, los hace blanco de buena parte de las iras de los
ciudadanos. Seguramente, muchos aplaudirán la medida de Cospedal y la
presidenta de Castilla-La Mancha ganará algún punto de popularidad en las
encuestas, algo valioso en su plan de sustituir a Rajoy en la dirección del
Partido Popular cuando se presente la ocasión.
Pero conviene que la indignación no nos haga perder la capacidad crítica. La
cólera ciega suele favorecer al enemigo.
Porque
esta medida, que seguramente aplicará ya en el presupuesto del 2013 de la
Comunidad Autónoma, es, además de oportunista, un ataque frontal a los restos
de la democracia participativa que nos quedan. Convertirá la participación
política en una práctica al alcance de los más adinerados en representación, ya
definitiva, de los intereses del capital, de quienes tengan ya otros cargos
públicos remunerados, o de empleados de grandes empresas privadas que puedan
mantenerles sus sueldos para que defiendan sus intereses en el legislativo. De
hecho Cospedal está planteando de forma sibilina que el legislativo se
convierta en lacayo del ejecutivo, en lugar de su controlador. ¡Y a
Montesquieu, que lo jodan, según la doctrina Fabra! Bien pensado.
Que hay que corregir el sistema democrático parece a estas
alturas fuera de cualquier duda, pero lo que Cospedal propone es su demolición
por la vía del presupuesto de la Comunidad, y si llega el caso, del Estado. Si
pretende moralizar la vida pública, lo tiene fácil. Ella ingresa casi
trescientos mil euros al año. Que renuncie a sus ingresos y que compatibilice
sus funciones con su oficio, si lo tiene.
Lo malo es que Cospedal camina tres o cuatro pasos por delante de Rajoy. Le
marca el camino. Y las propuestas de Cospedal las cargan el diablo y el
“Tea Party”.
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