Lo peor de la crisis no es que haya tenido lugar. Sucede con frecuencia. El capitalismo es compulsivo. Aspira a que ninguna organización humana le ponga límites a su derecho a pastorear la economía mundial. Se multiplica sin control. Y cuando los depredadores crecen a un ritmo superior al de sus presas suele producirse una catástrofe ecológica.
Lo peor de la crisis es que se retroalimenta. Invadió los países y , buscando una salida en el laberinto de sus contradicciones y mantener, al tiempo, los benficios de quienes la causaron, ahora no encuentra otro camino que enclaustrar a los pueblos en una cárcel de miseria. El virus que te mata parece desconocer que morirá contigo.
Lo peor de la crisis es que el médico que debiera cuidar nuestra salud, nos receta pócimas envenenadas que colaboran con la enfermedad a destruirnos. Y, además, nos las cobra.
Lo peor de la crisis es que diluye los proyectos colectivos. La Europa que cimentó nuestra esperanza se despedaza, refuerza sus fronteras. Cada pobre cierra sus puertas por temor a la pobreza del vecino. Los nacionalismos han sacado a la calle sus viejas banderas descoloridas. La solidaridad ya no es el instrumento del progreso de todos. Ahora es una amenaza.
Lo peor de la crisis es que Europa no sabe, o no puede, o no quiere encontrarle solución y, sin Europa, quizá nunca escapemos de sus garras.
Lo peor de la crisis es que nos aísla en nuestro indefenso miedo, en nuestras dudas, en nuestra desesperanza. Nos deja sin conciencia colectiva, el único instrumento ciudadano para cambiarlo todo.
Así que hoy, al menos yo, insistiré en encontrar razones para creer en el futuro y las compartiré con quien me escuche.
O nos habrán vencido.
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