La humanidad parece un
animal modorro, condenado a perder la orientación de forma cíclica, a caminar
sin rumbo por un entorno hostil y poco aprovechable. Llegar a esta conclusión,
después de toda una vida intensa y consciente, resulta doloroso.
Huérfano de otra fe en la que
refugiarme, aposté por la fe en la cultura para dotar a la existencia humana de
goces, amor a la verdad, autoconocimiento, equilibrio, consistencia emocional,
juicio crítico, conciencia social, humor, universalidad, generosidad y respeto
a los demás.
Confiado - incauto, diría yo- en la
capacidad transformadora de esa fe que compartíamos tantos, puse mi esperanza
en una Europa solidaria, laica, culta, sin fronteras, dispuesta a superar sus
contradicciones y su pasado plagado de desmesuras y de sangre.
Esa esperanza ha sido defraudada. Quizá sea culpa mía. A
veces, uno no selecciona demasiado bien los fundamentos sobre los que cimenta
su esperanza. Es tanta la necesidad de vivir con esperanza, que a veces
perseguimos espejismos y fantasmas.
La Europa real que contemplamos en
toda su miserable realidad esplendorosa es la Europa especulativa, insolidaria,
nacionalista una vez más; la Europa de los paraísos fiscales, la de los islotes
financieros a salvo de la intervención de los estados; la de los políticos
profesionales, aislados de la problemática de la ciudadanía, rehenes de la
economía artificial estructurada en torno a los intereses de una minoría
inmoral y dominante; la Europa envejecida y egoísta, que desprecia al
inmigrante; la Europa que labró su historia reforzando a los estados y ahora
los destruye y les arrebata sus funciones primordiales.
Una Europa débil. Una Europa marginada,
incapaz de defender a sus ciudadanos del acoso sangriento al que la ideología
ultraconservadora nos somete. La Europa que un día abanderó la libertad y el
humanismo es hoy rehén de integrismos capaces de avergonzarnos.
El Parlamente Europeo, con el voto
unánime del Partido Popular Europeo, acaba de elegir Comisario de Sanidad y
Consumo a un católico ultraconservador. Se define como enemigo hostil del
aborto, del matrimonio entre personas del mismo sexo y del divorcio. Su postura
personal es legítima mientras no trascienda de la esfera de su propia vida
privada. Nadie lo obliga a divorciarse, por ejemplo. Lo inaceptable es que las
convicciones personales en materia moral o religiosa se conviertan en programa
político de obligado cumplimiento para el resto.
Viktor Orbán, primer ministro húngaro,
católico conservador, afirma sin reparos que la función que Dios encomienda a
su partido es la de actuar como vigía para poner orden en su país. Y lo está
haciendo en contra de jueces, maestros, médicos, sindicatos y trabajadores en
general, tras dejar sin contenido la libertad de prensa.
Malo, cuando es Dios el soporte de la
actuación política. Malo, siempre. Los mensajeros de Dios no necesitan
justificarse ante sus conciudadanos. Ya se sabe que Dios escribe derecho con
renglones torcidos. Y que es muy amigo de utilizar intérpretes de sus mensajes
indescifrables. Representa, además, una autoridad indiscutible y absoluta.
Eso debió pensar el representante
demócrata en la Cámara de Kentucky y pastor baptista que en 2006 logró
que la Cámara aceptase imponer una condena de un año de cárcel a ateos o
agnósticos que rechazasen una referencia a Dios en los símbolos del
Estado.
La lógica haría pensar exactamente lo
contrario. Imponer una condena a quienes no respetasen la libertad de
conciencia de los demás e impusiesen sus creencias privadas de forma coercitiva
sobre la comunidad.
Eso sería lo lógico, pero la lógica ha huido de nuestras vidas
para dejar paso a los intereses espurios, a las imposiciones arbitrarias y a la
impunidad de los que anteponen su fe a nuestros derechos. Son los agnósticos y
los ateos de Kentucky los que andan de pleitos para que se reconozca su derecho
a disentir de una manifestación oficial de fe que no comparten, en un país
donde la constitución consagra la separación efectiva entre las diferentes
Iglesias y el Estado.
Así que la esperanza en un mundo
sensato, respetuoso de cualquier credo que no niegue los derechos humanos y que,
a su vez, respete la organización civil se ha diluido. Las religiones nacieron
con ansia de dominio, de poder, de sometimiento. Los dioses surgieron como
instrumento de poder. El paso de los siglos no ha dulcificado su ambición.
Están ahí, acechando, esperando la debilidad de la sociedad civil para
establecer de nuevo su dominio.
Aspiraba a convivir en paz con los
creyentes. Parece que muchos de ellos necesitan la confrontación. Desde luego,
no respetaré a quien no se siente obligado a respetarme, a quien desprecia mi
conciencia. Es legítimo devolver golpe por golpe en asuntos como este.
Ojo por ojo y diente por diente a los
irracionales que se sienten legitimados para imponernos sus temores.
No otra cosa es la fe, sino miedo a
la muerte y a la nada.
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