Bishnu
Chaudhari (Nepal) Malala Yousufzai (Pakistán)
(Foto
El País, 12 octubre) (Foto Agencia Reuter)
12
de octubre. Ni siquiera me atrevo a poner nombre a esta fiesta contradictoria e
innecesaria, de la que hace tiempo se adueñó la derecha y la tiñó con su
añoranza irrespirable.
Ensimismados en nuestra propia
crisis civilizada, resecos por el rescoldo de nuestra memoria que evoca
sangrientos desencuentros, embebidos por nuestros nacionalismos que ponen en
peligro el proyecto común, carcomidos por la atonía de la solidaridad que no pasa de ser un tópico
en los discursos oficiales, olvidadizos del pensamiento más humanista que haya
alumbrado continente alguno a lo largo de la historia humana, empeñados en labrarnos
esa ruina anunciada por todos los datos que la realidad cotidiana nos pone ante
los ojos.
Un observador imparcial podría
definirnos de esta manera y no andaría muy equivocado. Esta es Europa. La
sociedad más avanzada de la tierra y, al tiempo, la más abocada a inmolarse en
el fuego de la estupidez capitalista recrecida al calor de la crisis, sobre
todo, política.
Detrás del muro protector de
nuestras constituciones, de los derechos que la civilización humana ha
consagrado como parte de la naturaleza humana, esos que ahora vemos amenazados
o directamente conculcados, detrás de nuestro individualismo indefenso, de
nuestra falta de esperanza, puede que se nos escapen otros dramas humanos de
magnitud insoportable.
Hoy esos dramas que golpean mi
conciencia tienen nombre de mujer. Ambas son noticia reciente, exponentes de un
mundo donde nuestros dramas serían imposibles, porque aún están en juego
derechos que nosotros hace siglos que tenemos consagrados.
Un asesino enmascarado tras un credo
ha intentado ajusticiar en plena calle a Malala Yousufzai, una niña pakistaní
de solo dieciséis años que reclamaba el derecho a la educación de las mujeres
en su región, en la que los talibanes han destruido sistemáticamente las
escuelas femeninas. Ningún credo que consagre la desigualdad de los seres
humanos por su sexo, o por cualquier otra razón, merece el más mínimo respeto. Y
si el credo monstruoso legitima la muerte del hereje, quien lo practica no
merece otro destino que la cárcel. Y si hubiera un dios detrás de esa fe cruel
e interesada en someter al otro,- lo cual resultaría contradictorio con la
propia justificación de su existencia-, merecería también la cárcel o el infierno. Ese
dios es el más imposible de los dioses que el ser humano pueda imaginar. Sin lugar a dudas, ese dios no
existe porque es el invento de una conciencia depravada.
Milagrosamente Malala ha sobrevivido
a un disparo en la cabeza. Sabemos que su sacrificio no habrá sido inútil. El
mundo civilizado sólo reacciona ante situaciones desmesuradas. Esta lo es. Así
que su imagen ensangrentada en las portadas de medio mundo dará fruto. Eso
espero.
Y en la contraportada de El País del
doce de octubre, otra mujer zarandea
nuestra conciencia acomodada, acostumbrada a convivir con cualquier drama
distante con una repulsa civilizada y memoria poco duradera. Bishnu Chaudhari, una mujer nepalí de
diecinueve años, una niña también, nos desgrana su experiencia de niña esclava
de una familia rica desde los nueve años, vendida por su propia familia a la
que el hambre y la miseria arrebató , como a tantos otros, el instinto
más primario de la especie que es cuidar de la propia descendencia. Ella y otras que soportan esa indignidad en su país son niñas
que no existen, desprovistas desde su nacimiento del derecho a figurar en el
censo para evitar controles legales posteriores, fantasmas humanos, personas privadas de una vida pública desde la infancia indefensa, seres
a los que se educa en la obediencia y la sumisión porque ese es su destino.
Hoy Bishnu estudia derecho, liberada
por una ONG después de varios años de esclavitud, y ha fundado su propia ONG
desde la que presiona a su gobierno para evitar que ninguna otra niña de su
país sufra un trato semejante.
Hoy es día de discursos patrióticos,
de besamanos en el palacio real a donde acude la España en blanco en negro que
creíamos enterrada ya en el silencio polvoriento de las hemerotecas, de gente
que saca sus banderas a la calle como afirmación de no sé cuántas identidades
diferentes y encontradas.
Yo, por mi parte, he decidido que
estas dos niñas son hoy mi patria y mi bandera. Os las ofrezco como patria. Hoy
ellas son la muestra más hermosa del significado del término persona. Envidio
su compromiso, su entereza, su valentía para arrostrar las consecuencias
terribles en un mundo donde una mujer tiene idénticos derechos que un animal de compañía o una
bestia de carga; me consuela su conciencia de la propia dignidad, su ejemplo, su transcendencia, su capacidad transformadora. Miradlas, reflexionad un poco.
Solas, niñas indefensas en un mundo de hombres primarios y violentos, o en un
mundo de miseria pegajosa y verdadera. Pero abren caminos por donde irán,
siguiendo su estela, miles de mujeres en busca de la dignidad que hoy se les niega.
¿No nos enseñan nada? Yo creo que
nuestro enemigo es más fácil de vencer que el suyo. Somos muchos. Tenemos
instrumentos. Miradlas. Reflexionad un poco. No me digáis que no son una magnífica
bandera.
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