Hay un desapego natural en el
alumnado actual hacia la literatura. Mayoritariamente no han desarrollado el
placer de la lectura. El acceso fácil a la información audiovisual desde la
primera infancia ha satisfecho la necesidad de alimentar su imaginación sin
necesidad de recurrir a la letra impresa. Es así. Son otros tiempos. Son otros
medios. Hay otros recursos.
Yo aún me recuerdo devorador de
cualquier libro que cayera en mis manos en mis primeros años de vida. El libro
era la ventana a la vida. No podría enumerar lo que leí. Desde novelones por
entrega que coleccionó mi abuelo en sus años jóvenes a novelas de Marcial
Lafuente, calcos unas de otras, cambiando sólo el nombre inglés de los jinetes
solitarios y justicieros del salvaje oeste; pasé por Emilio Salgari, Walter
Scott, El Quijote mismo, Victor Hugo, Jonathan
Swift, Stevenson, Poe, Melville, y el más extraordinario de todos, Mark
Twain. Nadie ha dibujado la infancia como él… En fin, creo que no podría
recordar todos los títulos que me ayudaron a descubrir el mundo con aventuras
deliciosas que, en buena parte, no entendí del todo. Comprender a esta gente me
costó relecturas obligadas en su día. Y cuando intenté la relectura audiovisual
entregándome esperanzado a la oscuridad de las salas de cine para ver una
película basada en aquellas obras que alumbraron mi infancia, siempre salí
decepcionado. Ni un director, ni un guionista, ni un equipo de fotografía
cinematográfica mejoró nunca la película que mi imaginación había creado. Otros
tiempos, desde luego. Mi alumnado de hoy se acostumbró a ver el mundo con la
imaginación de otros. Quizá eso les baste. Quizá la imaginación ajena le
ofrezca mundos más extraordinarios que
los que ellos puedan imaginar.
Pero esta semana tocaba Ilustración,
el siglo de las Luces, la literatura pedagógica y aburrida del siglo XVIII. Y
de toda esa prosa tan dura de pelar, quizá la más insoportable la escribiera
Jovellanos. Había que hacerles entender, no obstante, que es el primer
estadista moderno que alumbró este país; que sus obras giran sobre tres
preocupaciones primordiales que aun no hemos sabido solventar, como si España
estuviera sujeta al eje de una noria y que
como Sísifo soporta su castigo, el nuestro sea dar vueltas eternamente en un
círculo maldito sin encontrar jamás otro horizonte.
Una era reformar la economía para
que sirviera a los intereses del país. Tampoco entonces la economía, basada en
la agricultura fundamentalmente, era capaz de sacarnos de la miseria y de la
hambruna ocasional. Como ahora. Ellos lo
saben. Casi cada familia de quienes
asisten a esta clase anda cercada por el paro.
Otra era la educación. Jovellanos,
como todos los pensadores de su época, estaba convencido de que el desarrollo y
el progreso de los pueblos son proporcionales a su grado de cultura. Se
empeñaba entonces en demostrar la necesidad y las ventajas de una educación
pública y masiva. Aún estamos en esa encrucijada. Una parte de España aún no
parece convencida. Sigue pensando que la educación generalizada sería deseable,
pero resulta insostenible. Mis alumnos lo saben. Están convocados para
manifestaciones y paros durante toda la semana próxima contra Wert, que es uno
de los que aun no parecen convencidos.
Y la tercera de sus preocupaciones
fueron los espectáculos públicos, la necesidad de convertirlos en parte del
proceso educativo. Hay que pasar por esas páginas como un gato por ascuas, la
moralina ilustrada lo inunda todo y agota el interés de cualquier lector actual
en tiempo récord. Sin embargo hay que pararse en las páginas que el ministro
Jovellanos dedica a la fiesta de los toros. Él es un enemigo declarado. Se
complace por la prohibición que tuvo lugar durante el reinado de Carlos III y
que se prolongó durante el de Carlos IV. Se hace eco del debate encarnizado
entre partidarios y detractores de la fiesta. Como ahora. Exactamente, como
ahora.
Nos hemos detenido en ese texto. Han
actualizado sus contenidos. Se han pronunciado. De todos los integrantes de la
clases, de ambos sexos casualmente casi paritarios, dos mujeres prohibirían la
fiesta de los toros terminantemente; dos varones asistirían al espectáculo si
alguna vez consiguieran una entrada. Otros diez de ambos sexos no asistirían
nunca, pero les resulta indiferente que haya o no haya espectáculos taurinos.
Es una encuesta que no significa nada por el escaso número de muestras, pero opino que bastante representativa de la opinión de la población española al respecto.
Todos opinan que es una afición de
gente mayor y que el destino del espectáculo es morir de inanición, por falta
de público en cuestión de pocos años.
Ante esta conclusión les he pedido
una valoración sobre las medidas de la Comunidad de Madrid – Esperanza Aguirre lo propuso-
de destinar casi medio millón de euros a
promocionar la afición a las corridas de toros entre los escolares, recomendando
y subvencionando actividades como excursiones a plazas de tentadero para el
alumnado de enseñanza obligatoria, o regalo de entradas para las corridas, casi
como una obligación de los centros escolares costeados con fondos públicos.
He ofrecido valoraciones posibles:
Medida razonable para garantizar el futuro
del espectáculo taurino
Medida obligada por parte de un gobierno
democrático
Medida insignificante porque una excursión
a una plaza no hace afición
Medida indigna de un gobierno democrático.
Todos sin excepción han señalado la última; que es una medida indigna de un gobierno democrático.
Así que hoy he conseguido dos cosas en
mi clase de literatura. Demostrar a mi alumnado que la cultura es el vehículo con el que el pasado nos envía los códigos para comprender nuestro presente y poner de manifiesto que escogí bastante bien el titulo
del blog.
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