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miércoles, 3 de octubre de 2012

La maldad auténtica


       La naturaleza es sabia. Tiene por costumbre poner ante nuestros ojos enseñanzas de todo tipo. La universidad de la vida a la que tantas veces hacemos referencia es sólo eso, caminar con los ojos abiertos para aprender a vivir de la forma que hayamos elegido.
          Quizá por eso pone a nuestro alcance de vez en cuando modelos de maldad. El rechazo de la maldad que percibimos a nuestro alrededor nos ayuda a mejorar. La maldad tiene una tremenda carga pedagógica y cumple una función social muy positiva.
            Suele ser una actitud indominable. Aunque se le ofrezca a la maldad cien caminos, cien perdones, cien oportunidades, cien veces una mano que le ayude a salir de su miseria, no podrá. Entre otras cosas, porque la auténtica maldad no se reconoce a sí misma en el espejo de la conciencia. La maldad auténtica suele ser desconfiada, medrosa, soberbia y desagradecida. Nunca duda. Se desarrolla como un enfermizo instinto de supervivencia desde el cerebro reptiliano que nos acompaña y suplanta a todos las demás capacidades que nos convierten en seres sociables.
         La maldad auténtica sólo participa en los esfuerzos colectivos cuando barrunta beneficio; y sólo, si el rédito del beneficio es muy superior al esfuerzo requerido. Si la empresa colectiva plantea la necesidad de un sacrificio, la maldad auténtica encontrará innumerables argumentos para abandonar el remo que empuñaba. Y lo hará sin aspavientos; huirá de la quema como un espíritu invisible con la esperanza de pasar desapercibida. Y si la empresa colectiva ignora su afán de privilegios, la maldad auténtica la minará con obcecación, desde la sombra, enviando mensajeros inocentes con la carga de fulminantes y explosivos.
            Porque la maldad auténtica casi siempre es, también, cobarde.
            Y, antiecológica, porque ensucia el agua clara de la convivencia. La llena de miasmas, de bacterias nocivas.
            Sustenta su existencia en la insatisfacción que no conoce tregua. Si pudiera, la maldad auténtica iniciaría una guerra cada día.
            Pero la maldad auténtica paga un tributo que no podemos envidiar.
            El predominio de su cerebro primitivo la deja sin inteligencia emocional, esa palanca invisible que nos permite elevar el peso de nuestra vida desde los sótanos oscuros de la vulgaridad cotidiana a los áticos luminosos de la felicidad ocasional.
            La maldad auténtica no conoce esos relámpagos de  felicidad que, a veces, nos iluminan la existencia. Quizá porque ninguna forma de felicidad es posible sin una porción imprescindible de  generosidad.
            La maldad auténtica no conoce el amor.
            Así que os lo diré con claridad: si amáis o habéis amado, si sois felices o alguna vez lo fuisteis, la maldad auténtica no reina en vuestras vidas.
          Por tanto, que se jodan quienes se empeñan en hacernos sentir que  merecemos la ruina que nos cerca, por malvados. La maldad auténtica inventa la ruina, la manipula, y la alimenta hasta  lograr sus objetivos.
            Que cada cual escoja los ejemplos que prefiera. Por desgracia, la maldad auténtica tiene un rostro que a todos nos resulta familiar.
                       
            
            

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