La naturaleza es sabia. Tiene por costumbre poner ante nuestros ojos
enseñanzas de todo tipo. La universidad de la vida a la que tantas veces
hacemos referencia es sólo eso, caminar con los ojos abiertos para aprender a
vivir de la forma que hayamos elegido.
Quizá por eso pone a
nuestro alcance de vez en cuando modelos de maldad. El rechazo de la maldad que
percibimos a nuestro alrededor nos ayuda a mejorar. La maldad tiene una
tremenda carga pedagógica y cumple una función social muy positiva.
Suele ser una actitud
indominable. Aunque se le ofrezca a la maldad cien caminos, cien perdones, cien
oportunidades, cien veces una mano que le ayude a salir de su miseria, no
podrá. Entre otras cosas, porque la auténtica maldad no se reconoce a sí misma
en el espejo de la conciencia. La maldad auténtica suele ser desconfiada,
medrosa, soberbia y desagradecida. Nunca duda. Se desarrolla como un enfermizo
instinto de supervivencia desde el cerebro reptiliano que nos acompaña y
suplanta a todos las demás capacidades que nos convierten en seres sociables.
La maldad auténtica sólo
participa en los esfuerzos colectivos cuando barrunta beneficio; y sólo, si el
rédito del beneficio es muy superior al esfuerzo requerido. Si la empresa
colectiva plantea la necesidad de un sacrificio, la maldad auténtica encontrará
innumerables argumentos para abandonar el remo que empuñaba. Y lo hará sin
aspavientos; huirá de la quema como un espíritu invisible con la esperanza de
pasar desapercibida. Y si la empresa colectiva ignora su afán de privilegios,
la maldad auténtica la minará con obcecación, desde la sombra, enviando
mensajeros inocentes con la carga de fulminantes y explosivos.
Porque la maldad auténtica
casi siempre es, también, cobarde.
Y, antiecológica, porque
ensucia el agua clara de la convivencia. La llena de miasmas, de bacterias
nocivas.
Sustenta su existencia en la
insatisfacción que no conoce tregua. Si pudiera, la maldad auténtica iniciaría una
guerra cada día.
Pero la maldad auténtica
paga un tributo que no podemos envidiar.
El predominio de su
cerebro primitivo la deja sin inteligencia emocional, esa palanca invisible que
nos permite elevar el peso de nuestra vida desde los sótanos oscuros de la
vulgaridad cotidiana a los áticos luminosos de la felicidad ocasional.
La maldad auténtica no
conoce esos relámpagos de felicidad que,
a veces, nos iluminan la existencia. Quizá porque ninguna forma de felicidad es
posible sin una porción imprescindible de
generosidad.
La maldad auténtica no
conoce el amor.
Así que os lo diré con
claridad: si amáis o habéis amado, si sois felices o alguna vez lo fuisteis, la
maldad auténtica no reina en vuestras vidas.
Por tanto, que se jodan quienes
se empeñan en hacernos sentir que merecemos
la ruina que nos cerca, por malvados. La maldad auténtica inventa la ruina, la manipula, y la alimenta hasta lograr sus objetivos.
Que cada cual escoja los ejemplos que prefiera. Por desgracia, la maldad auténtica tiene un rostro que a todos nos resulta familiar.
Que cada cual escoja los ejemplos que prefiera. Por desgracia, la maldad auténtica tiene un rostro que a todos nos resulta familiar.
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