Miguel
Hernández dibujado por Antonio Buero Vallejo, con quien compartió celda en el
penal de Alicante.
En
marzo de 1940 un tribunal militar de Madrid condenó a muerte al poeta Miguel
Hernández Gilabert. Su delito, estar afiliado al partido comunista y haber
defendido al gobierno legítimo de la II República contra el golpe de estado
propiciado por los fascistas españoles con la colaboración de una parte
importante del ejército.
Antes de esta condena, se había
producido el asesinato – fallido afortunadamente- de su última obra, “El hombre acecha” cuyos cincuenta mil ejemplares recién editados, y aun sin encuadernar, fueron condenados a la
hoguera por una comisión depuradora presidida por Joaquín de Entrambasaguas,
distinguido franquista a quien la historia clasifica como filólogo – el que ama
las palabras- , aunque su cólera incendiaria lo desmienta.
Quien quema libros intenta asesinar
el pensamiento libre, pero es siempre una empresa condenada al fracaso.
En el caso de “El hombre acecha”, también. Dos ejemplares se salvaron. El
fascismo o el integrismo religioso, tan parecidos, tan cómplices ocasionales
cuando fue preciso, tan aficionados
ambos a la quema de libros, a la hoguera, al paredón o a reescribir la historia
para cargar de ignominia al enemigo, siempre son burlados por el aliento
indominable de la libertad humana que encuentra escapatoria y garantiza, casi
siempre, la justicia en las páginas donde la humanidad refleja su
memoria.
No se cumplió la condena monstruosa.
José María de Cossío y su amigo Luis Almarcha, un alto cargo eclesiástico,
lograron que la muerte le fuera conmutada por cadena perpetua. Pero la bota del
enemigo triunfador acabó aplastando aquel ánimo vibrante y valeroso, aquel
impulso de colmena encerrado en el verso ferozmente humano, aquella voz del
pueblo.
Lo dejarían morir sin la adecuada asistencia médica en la enfermería
del penal de Alicante. No fue la tuberculosis. Fue la dictadura vengativa, de
memoria colérica y mano criminal.
En febrero de 2011, la Sala de lo Militar del Tribunal
Supremo de España negó a la familia del poeta un recurso extraordinario de
revisión de condena, que se anulara la injusta condena a muerte que pesa sobre
su memoria.
Hoy es noticia que el Tribunal
Constitucional ha denegado de nuevo a la familia la nulidad de aquella condena
a muerte.
No pongo en duda la pulcritud formal
de los dos fallos. En ambos casos se arguye que aquella condena le fue impuesta
por motivos ideológicos y políticos y que la Ley de la Memoria Histórica,
promulgada por el gobierno Zapatero, anuló todas las condenas producidas por
ese motivo, al establecer que fueron todas condenas radicalmente injustas e
ilegítimas. Injustas e ilegítimas. Nulas, en puridad, si nos atenemos al
derecho.
No creo que haga falta más.
Pero aquella condena, aunque ningún tribunal del mundo la anulara, aunque ninguna ley estableciera su naturaleza injusta, no es deshonra. Enaltece su memoria.
Deshonra a quien la impuso. A quien cree que
matando al hombre que lo escribe, mata también la fuerza del poema, su mensaje
intemporal, su palabra que tomamos prestada para dotar de una envoltura hermosa
nuestros confusos sentimientos.
Deshonra a quien la impuso como demostración
de poder usurpado, de capacidad de sometimiento a la libertad, de humillación impune
a la dignidad humana.
Miguel está en nuestra memoria, en el
rincón más cálido que reservamos a aquellos
a los que amamos sin necesidad de explicación;
Miguel está en los anaqueles de nuestras bibliotecas, vivo en su humanísima palabra.
Ningún tribunal tiene que proclamarnos
su inocencia.
Y sus verdugos están en el infierno de
nuestro desprecio, en las páginas ensangrentadas donde la historia nos deja la huella
de nuestras ignominias, en el subterráneo oscuro donde ocultamos avergonzados las pruebas de nuestra maldad irracional.
Ningún tribunal podría librarlos de nuestra
condena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario