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jueves, 18 de octubre de 2012

Memoria Histórica


Miguel Hernández dibujado por Antonio Buero Vallejo, con quien compartió celda en el penal de Alicante.


     En marzo de 1940 un tribunal militar de Madrid condenó a muerte al poeta Miguel Hernández Gilabert. Su delito, estar afiliado al partido comunista y haber defendido al gobierno legítimo de la II República contra el golpe de estado propiciado por los fascistas españoles con la colaboración de una parte importante del ejército.
            Antes de esta condena, se había producido el asesinato – fallido afortunadamente- de su última obra, “El hombre acecha” cuyos cincuenta mil ejemplares recién editados, y aun sin encuadernar, fueron condenados a la hoguera por una comisión depuradora presidida por Joaquín de Entrambasaguas, distinguido franquista a quien la historia clasifica como filólogo – el que ama las palabras- , aunque su cólera incendiaria lo desmienta.
         Quien quema libros intenta asesinar el pensamiento libre, pero es siempre una empresa condenada al fracaso.
            En el caso de “El hombre acecha”, también. Dos ejemplares se salvaron. El fascismo o el integrismo religioso, tan parecidos, tan cómplices ocasionales cuando fue preciso, tan aficionados ambos a la quema de libros, a la hoguera, al paredón o a reescribir la historia para cargar de ignominia al enemigo, siempre son burlados por el aliento indominable de la libertad humana que encuentra escapatoria y garantiza, casi siempre, la justicia en las páginas donde la humanidad refleja su memoria.
           No se cumplió la condena monstruosa. José María de Cossío y su amigo Luis Almarcha, un alto cargo eclesiástico, lograron que la muerte le fuera conmutada por cadena perpetua. Pero la bota del enemigo triunfador acabó aplastando aquel ánimo vibrante y valeroso, aquel impulso de colmena encerrado en el verso ferozmente humano, aquella voz del pueblo. 
       Lo dejarían morir sin la adecuada asistencia médica en la enfermería del penal de Alicante. No fue la tuberculosis. Fue la dictadura vengativa, de memoria colérica y mano criminal.
            En febrero de  2011, la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo de España negó a la familia del poeta un recurso extraordinario de revisión de condena, que se anulara la injusta condena a muerte que pesa sobre su memoria.
            Hoy es noticia que el Tribunal Constitucional ha denegado de nuevo a la familia la nulidad de aquella condena a muerte.
            No pongo en duda la pulcritud formal de los dos fallos. En ambos casos se arguye que aquella condena le fue impuesta por motivos ideológicos y políticos y que la Ley de la Memoria Histórica, promulgada por el gobierno Zapatero, anuló todas las condenas producidas por ese motivo, al establecer que fueron todas condenas radicalmente injustas e ilegítimas. Injustas e ilegítimas. Nulas, en puridad, si nos atenemos al derecho.
              No creo que haga falta más.
            Pero aquella condena, aunque ningún tribunal del mundo la anulara, aunque ninguna ley estableciera su naturaleza  injusta, no es deshonra. Enaltece su memoria.
             Deshonra a quien la impuso. A quien cree que matando al hombre que lo escribe, mata también la fuerza del poema, su mensaje intemporal, su palabra que tomamos prestada para dotar de una envoltura hermosa nuestros confusos sentimientos.
            Deshonra a quien la impuso como demostración de poder usurpado, de capacidad de sometimiento a la libertad, de humillación impune a la dignidad humana.
            Miguel está en nuestra memoria, en el rincón más cálido que reservamos a  aquellos  a los que amamos sin necesidad de explicación; Miguel está en los anaqueles de nuestras bibliotecas, vivo en su humanísima palabra.
            Ningún tribunal tiene que proclamarnos su inocencia.
         Y sus verdugos están en el infierno de nuestro desprecio, en las páginas ensangrentadas donde la historia nos deja la huella de nuestras ignominias, en el subterráneo oscuro donde ocultamos avergonzados las pruebas de nuestra maldad irracional.
            Ningún tribunal podría librarlos de nuestra condena.
            

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