Por tanto, hay muchas cosas que cambiar.Pero ha de ser un cambio profundo, telúrico,
radical. Porque estamos rodeados de indignidad insoportable, y hemos concedido
la organización de nuestras vidas en la esfera pública, que tanto condiciona lo
demás, a cínicos, a embaucadores, a inmorales, a
cómplices de un crimen antiguo y, a la vez, cotidiano.
Este verano
leí el libro de Paul Krugman, premio Nobel de economía del año 2008,
titulado “Acabad ya con esta crisis”. Ayer, Santos Juliá, en las
páginas de opinión de El País hacía referencia a algunas de
las denuncias del Nobel, que no tienen desperdicio. Veinticinco individuos que
gestionan fondos inversión en los Estados Unidos ganaron, en el año 2006,
14.000 millones de dólares. Tres veces la suma de sueldos de los 80.000
profesores de la ciudad de Nueva York. Es decir, el sueldo de casi doscientos
cincuenta mil profesores públicos de los Estados Unidos.
Krugman y Santos Juliá hacen referencia a una situación insostenible. La
desigualdad de la distribución de la riqueza. Nosotros podríamos añadir alguna
reflexión moral. Si veinticinco individuos han ganado en un solo año 14.000
millones de dólares, seguramente todos merecen la cárcel. Esas ganancias no pueden
ser legítimas. Serán producto de millones de actividades fraudulentas del
capitalismo especulativo. Pura rapiña. La que está en el origen de esta crisis
que soportamos todos.
Afirma el Nobel que una sociedad donde los derechos sociales cumplen la función
redistributiva de la riqueza, además de ser más justa y equilibrada, saldrá con
mayor prontitud de la crisis económica y se verá menos afectada por sus
secuelas destructivas.
Y yo lo creo. Y el único camino que los Estados tienen para esa distribución
necesaria y equilibradora son los impuestos.
Es justamente lo contrario que viene practicando este gobierno desde que le
otorgaron la mayoría absoluta. Desmonta el Estado redistribuidor; desmonta los
servicios; empobrece con sus políticas a la mayoría de la población y estimula
el fraude fiscal.
También en El País (28-10-2012), en esas mismas páginas de
opinión, Soledad Gallego-Díaz nos desgrana datos escalofriantes, que no hacen
sino confirmar lo que ya sabemos. Estamos solos y condenados a soportar las
consecuencias económicas y sociales de una crisis que no es nuestra. Habla esta
mujer de las dimensiones del fraude fiscal. Las conocíamos, pero lo más
terrible emana de los detalles, procedentes de la propia Página web de los
inspectores de Hacienda.
Según los expertos – inspectores de Hacienda- el fraude fiscal no hace
sino aumentar exponencialmente cada año; el 80% de ese fraude lo comenten los
grandes grupos empresariales, las empresas transnacionales y las grandes
fortunas personales. Tiene nombres propios; Hacienda los conoce con nombres y
apellidos. Pero sólo se persigue la pequeña deuda tributaria. La culpa no es
solo de este gobierno. Otros gobiernos anteriores la comparten.
Y no sólo porque España dedica muchos menos medios al control del fraude fiscal
que cualquier otro país europeo de nuestro entorno, sino por las propias
disposiciones legales. La más arbitraria de todas, la más inexplicable, la más
insospechada para cualquier ciudadano de a pie, establece la obligación de
cerrar cualquier investigación fiscal en un plazo de doce meses. Es decir,
cuando los inspectores comienzan una investigación por indicios de fraude, o
encuentran pruebas fehacientes de la existencia del fraude en un año, o deben
cerrar el expediente. Un plazo que no responde a ninguna razón lógica, y cuya
única finalidad objetiva es la protección de los grandes evasores.
El gran delito fiscal, el multimillonario, es difícil de investigar; cuenta con
el apoyo de infinidad de expertos, economistas, asesores, abogados, bancos que
blanquean y cierran el rastro de las cuentas… Una selva virgen llena de
trampas bien urdidas.
Y ningún gobierno ha propuesto el cambio de esta ley. Nadie en el Parlamento
parece ser consciente de esta injustísima disposición que favorece el crimen
organizado. No otra cosa es la evasión de impuestos Parece duro, pero sólo cabe
catalogarlo como complicidad necesaria o inutilidad manifiesta.
En ocasiones, la Inspección Tributaria desiste de iniciar determinadas
actuaciones, a pesar de la importancia de las cantidades defraudadas, por el
convencimiento de que en el plazo establecido será imposible concretar las
pruebas.
Y en otros casos, una vez demostrada la actuación ilegal, comienza el largo
proceso de alegaciones, recursos, y demoras legales. Así, que mientras una
deuda tributaria de mil o dos mil euros se cobra por la vía ejecutiva sin mayor
problema, o mientras se ejecuta el desahucio de una familia por una deuda de
seis mil euros –El País de ese mismo día-, las deudas millonarias
por fraude fiscal duermen en los lujosos bufetes de abogados prestigiosos y
expertos en enredar el procedimiento ante los tribunales. En la actualidad,
según los datos que Soledad Gallego-Díaz aporta, más de cincuenta mil millones
de euros es la deuda demostrada por los servicios de inspección tributaria y
pendiente de cobro, sepa dios por cuántos años.
Conocí a uno de esos expertos hace años por razones familiares. Ya sabéis que
uno no escoge a su familia. Trabajaba a porcentaje sobre las cantidades de sus
clientes que lograba hurtar al control del fisco. Y creedme, tenía entonces
ingresos millonarios. Y hasta una disculpa moral. La misma que hoy le escuchamos
al Partido Republicano de los Estados Unidos, que puede ganar las inmediatas
elecciones. El Estado es un lobo depredador de nuestro dinero. El fraude es
legítimo, legítima defensa de lo nuestro, porque los impuestos son un
robo que el Estado destina a sostener a los perezosos y a los débiles para
garantizarse sus votos.
Estoy convencido, y comparto la opinión más autorizada de prestigiosos expertos
y economistas, como Vinçent Navarro, de que el control del fraude fiscal habría
evitado la situación económica del país y habría hecho innecesarios los
recortes del Partido Popular.
Una fiscalidad más objetiva y ajustada a la realidad nos habría permitido
vivir en una sociedad más justa, sin el tremendo deterioro del nivel de vida,
de la convivencia y de la credibilidad de las propias instituciones que todos
soportamos.
Es más fácil desmontar el Estado, depauperar los servicios equilibradores de
las profundas desigualdades, saquear los bolsillos de los funcionarios, destruir
millones de empleos, y aumentar los injustos impuestos indirectos.
La fiscalidad justa genera sociedades saludables. Las desigualdades que el
Partido Popular está consagrando, vía Real Decreto, nos devuelven a una España
olvidada de contrastes dolorosos con dos tipos de individuos, los privilegiados
y los desahuciados. Porque pronto, la gran mayoría seremos desahuciados
morales; vagabundos en una patria deforme hasta resultar desconocida; un
aguerrido ejército de hambrientos enemigos de este país, el nuestro, que una
minoría inmoral y encanallada nos habrá arrebatado, con la connivencia de
aquellos de nosotros a los que elegimos para defender nuestros derechos.
Urge un cambio, profundo, riguroso, intachable. Urge un cambio, porque tenemos
derecho a una vida decente.
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