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martes, 21 de agosto de 2012

Samia, un símbolo de otras indignidades


Samia Yusuf, en las Olimpiadas de Pekín. 2008 (Fotografía de La Vanguardia, 21-08-2012)

          Probablemente en esta Crónica de la Indignidad hoy tocaba de nuevo arremeter contra  Alemania. Había bastado con el compromiso del BCE, el Banco  Central Europeo, el que imprime los billetes de euro, de actuar contra la especulación desmesurada de los mercados para que los intereses de la deuda española cayeran hasta límites muchos más razonables. España estaba ahorrando dinero en intereses cada día. Pero el Bundesbank, el Banco Central alemán,el guardián de los excedentes del capitalismo alemán que vela por los beneficios de su gente, ha negado que el BCE sea independiente para actuar como moderador de los intereses de la deuda. Lo que sabíamos. Es el Bundesbank el que gestiona Europa y nuestra crisis. Es Alemania la que decide el presente y el futuro de la UE. En pocas horas nuestra deuda ha vuelto a dispararse. Nosotros somos algo más pobre y ellos son algo más ricos.

        La indignidad de hoy volvía a tener una causa conocida.

        Pero, de pronto, en las noticias  deportivas, me he dado de bruces con Samia Yusuf.
        Y la he recordado en la Olimpiada de Pekín. Acudió allí, invitada por el Comité Olímpico Internacional. Es habitual que el COI invite a algún atleta de países muy pobres, donde la práctica deportiva es casi imposible y donde la ausencia de  recursos impide la existencia de organismos deportivos que corran con los gastos que supone participar en los Juegos Olímpicos. Con gestos así se garantiza la universalidad de los Juegos, la presencia simbólica de seres humanos de todos los lugares de la tierra, o casi.

        Atletas como Samia participan en las pruebas más naturales para el ser humano, en aquellas en que la falta de preparación específica no convierta la participación en un calvario, en una humillación pública o en un riesgo para la salud. Suelen ser  las pruebas de velocidad corta , 100 metros o 200 metros lisos. No importa el tiempo que el atleta emplee. Importa hacer visible su bandera, su nación, su humanidad. Importa poner de manifiesto que el ser humano , desde la Antigüedad, es capaz de hacer posible situaciones en las que la guerra y la miseria se diluyen por un tiempo, como si nos diésemos la ocasión de reflexionar sobre las ventajas de alargar esa tregua indefinidamente.   

          Samia participó en la prueba de los 200 metros lisos. Treinta segundos de protagonismo. Llegó la última. Las demás mujeres le sacarían, quizá, cincuenta metros de distancia. Por eso mismo la recuerdo. En esas pruebas tan cargadas de simbolismo por la presencia testimonial de los atletas pobres de la tierra, la televisión les dedica algunos segundos de atención. Recuerdo también que la grada le dedicó un aplauso cálido, solidario. Y ella, rostro de niña desnutrida, sonrió emocionada y , probablemente, derramó alguna lágrima. Estoy seguro de que la vida no le había ofrecido nunca un momento tan emotivo.

          Samia era somalí. Sólo tenía 17 años. Una niña, sin lugar a dudas. Pero valiente, decidida, dispuesta a arriesgar demasiado para reivindicarse a sí misma y a otras mujeres. Desde entonces , en su tierra o en otros lugares a donde huía para seguir luchando por su sueño, soportó el acoso del integrismo islámico dispuesto siempre a establecer un cerco de aislamiento para cualquier mujer, con la intención enconada de hacerlas invisibles. Según su código injustificable, la práctica deportiva en lugares públicos por parte de las mujeres es un delito.  

             Hoy Samia es noticia. Se embarcó en una patera camino de las costas de Italia. Iba huyendo de esa insoportable dualidad - mujer y pobre- en un mundo misógino. Iba persiguiendo el mismo sueño que lleva a los desheredados de este mundo a embarcarse en las pateras de la muerte. Y ha muerto. Apenas veinte años. Un brillo de esperanza en la mirada de niña. Un sueño por cumplir. Ahora ha sido sepultada en las aguas del Mare Nostrum, que probablemente sea ya la fosa común más indescifrable de este mundo, sin darle la oportunidad a su familia de llorarla y de ofrecerle un ritual fúnebre que honre su memoria.

            Hoy la indignidad que soportamos en la conciencia se llama Samia Yussuf Omar, una mujer en ciernes, un saco de piel lleno de esperanzas, consciente de su propia dignidad humana , dispuesta a pelear por hacer que sus sueños tuvieran concreción. Se jugó cuanto tenía, la vida. Y ha perdido. Como ella, hombres y mujeres, circulan a cientos cada día ante nuestros ojos acostumbrados a convivir con la desgracia ajena, con la miseria que intereses sin justificación moral descargan sobre la espalda inocente de los más desvalidos.

           Y si hubiera llegado a nuestras costas, le negaríamos la asistencia sanitaria, porque es imprescindible pagar los intereses desmedidos de la Europa rica.

            No me digáis que tenemos que mirar en otra dirección; no me digáis que hay que aceptar lo que nos traen los tiempos con indiferencia; no me digáis que hay que esperar a ver si cambian las tornas de forma natural. 

         No me digáis que no tenemos un cargo en la conciencia del que hay que desembarazarse a toda costa para no ser cómplices de tanta indignidad.








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