Mi amigo
Yoni, es alto, de físico imponente, podría jugar a baloncesto sin desmerecer en
modo alguno la estatura o el vigor de cualquier alero profesional. Es también,
joven, hermoso, de mirada risueña y vitalista. Rara vez lo he visto decaído.
Temeroso, sí, pero nunca decaído.
Es bético converso y visceral. Y
seguidor de cualquier equipo en el que milite el camerunés Samuel Etoo, símbolo
del triunfo deportivo de un africano pobre, por encima del color de las
banderas.
Por lo demás, habla francés,
castellano, italiano de forma muy fluida. Y chapurrea el inglés con suficiencia
para entenderse con los hablantes de esa lengua. Por su infancia inestable y
nómada habla, también, Fulami, o Yoruba, o Igbo o Lingala, o una mezcla de
todas, la “koiné” imprescindible para los hombres a los que la necesidad o los
peligros obligaron a ignorar la línea imaginaria de las fronteras
en su tierra natal. Y, por costumbre, en el resto del mundo.
Se autoproclama técnico electrónico
y habrá que darle fe. Demostró habilidades en momentos puntuales. Seguramente
ningún papel lo certifica, pero hemos visto reportajes en los que los niños del
África mísera desmontan y reciclan la chatarra tecnológica que la Europa
satisfecha de su civilización y de sí misma les remite para evitar la
contaminación con los despojos del progreso.
Mi amigo Yoni dejó atrás su tierra y
a su familia numerosa cuando apenas despertó de la corta adolescencia de los
africanos pobres. Nunca habló demasiado de sí mismo, pero sabemos que huyó de
Senegal, de la violencia callejera, de la miseria permanente y del movimiento
independentista que incendiaba el sur
del país con la violencia terrible de las guerras civiles que dejaron atrás las
fronteras artificiales que trazó la colonización del hombre blanco.
De su viaje cruzando los desiertos
africanos, de su aventura marítima hasta alcanzar Italia, podría escribirse una
odisea verdadera, mucho más dramática y peligrosa que el periplo marino de
aquel griego enamoradizo y astuto que ideó la treta para vencer a la
inexpugnable Troya.
Mi amigo Yoni es como una liebre.
Carece de papeles. Entre nosotros ha conocido ya la “trena”. Alguna vez fue
sorprendido en actividades atentatorias contra la propiedad intelectual, con un
macuto cargado de copias piratas de películas. De su última experiencia y de la
amenaza judicial de expatriación, si reincidía, salió ya reformado. Por lo que
sé, ahora se dedica a la venta callejera de imitaciones chinas del arte popular
africano.
No parece un oficio lucrativo. Pero
Yoni es orgulloso, altivo, noble. Hay días que apenas saca cinco euros para
comer un bocadillo. En momentos de mucha
necesidad recurre a los amigos. Pide prestado para pagar el alquiler del piso
compartido con un número de africanos
como él que se niega a concretar. Siempre devuelve los préstamos, poco a poco.
Aunque pasen meses, él no olvida sus deudas.
Yoni es un hombre pobre, pero no es
un mendigo. No acepta que nadie se apiade de su hambre. Difícilmente acepta
nunca una invitación en la barra del bar. Huye, en sentido literal, si media
ofrecimiento. Alguna vez he logrado que
aceptara el mío y me concedió la satisfacción de saciar su hambre para sentirme
mejor como persona.
Recuerdo un añonuevo. Hará quizá
tres años; probablemente, cuatro. Un grupo habitual de conocidos de barra de
bar a los que él frecuentaba nos propusimos hacer que él y sus compañeros de
piso tuvieran algo que celebrar aquella noche. Lo citamos. Habíamos comprado
una empanada gallega industrial, de proporciones considerables, una caja de
langostinos y algunas botellas de cava.
Yoni dudó bastante tiempo antes de
aceptar los regalos. Al fin los aceptó.
“Esperad aquí. Media hora” – nos
dijo.
Fue puntual. Apareció con varios
compañeros. Traían un sabar de su tierra, quizá una imitación china, un
instrumento de percusión adornado con cintas multicolores. Fue la hora de
música y cantos africanos más auténticos que yo pueda conocer jamás. Estábamos
sobrecogidos. Conscientes de que vivíamos un momento irrepetible y que no
sabríamos explicar en el futuro. Fue su forma de agradecernos el regalo, el
pago que estimaba imprescindible para
poderlo aceptar. Y su abrazo de
despedida fue sentido.
Hace algún tiempo que no tengo
noticias de Yoni. Yo he cambiado de barrio.
Hoy me ha venido a la memoria por
los titulares de la prensa. “Sanidad exige sesenta euros mensuales a los sin
papeles si desean atención médica” , una especie de seguro o convenio de
asistencia.
Deseo que mi amigo Yoni siga siendo
saludable durante mucho tiempo. No quisiera estar en la piel o en la conciencia
del médico que le tenga que negar asistencia si un día acude al
hospital con una apendicitis, una fractura, una fiebre elevada, una hemorragia… Y sin papeles.
Sé que mi amigo Yoni sólo podría pagar
esa asistencia con el sabar y las canciones de su tierra.
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