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martes, 29 de enero de 2013

Y volvieron las putas


     Os prometo que ya no os cansaré más con extractos de una novela antigua y agotada en las librerías. Os doy una selección de un capítulo que a mí me divierte sobremanera. Ya me divirtió escribirlo extraordinariamente. El morador insomne, cacique residual en la posguerra, enamorado a destiempo de su propia esposa y rechazado por motivos que se desglosan en la  novela, a punto de perder la razón , es protegido por aquellos más próximos, que se sienten dependientes de su antiguo poder. Lo necesitan fuerte, seguro de sí mismo, impasible, autoritario. Pero se ha vuelto quebradizo. La moral y las leyes se cambian prontamente. La necesidad del poderoso, o al menos la necesidad que ellos calculan, es la verdadera ley. Espero que os divierta. La estoy reescribiendo, corrigiendo. De ahí este reencuentro inesperado.

Nueva selección de "El morador insomne"


"Luego, el cielo se quebró en tormentas: lloviznas, chubascos, chaparrones, aguaceros de violencia insólita se alternaron con un sol de justicia. Los más piadosos, que suelen ser los menos, recordaron el año como el del tiempo loco. El resto habría de recordarlo porque volvieron otra vez las putas.
Tan convencido estaba el boticario de que los males de Segundo Soria tenían su origen en la dura penitencia que supone la ausencia de coyunda carnal, por aquello de los remilgos y aspavientos de loca de Amparo de los Reyes.  Ventajoso resultaba, considerada la situación en todos sus  aspectos, que la necesidad de un hombre poderoso pudiera justificar algunas medidas excepcionales que a todos acarrearan beneficios.
Así que  por los buenos oficios de don Santiago España, capitán en ejercicio, caballero mutilado en la contienda de las dos Españas, y uno de aquellos hijos predilectos que tiene cada villa, se logró dispensa gubernativa para casa de lenocinio, con la condición de que la autoridad local haría un sayo de su capa y de que se evitaría la publicidad ostentosa.
Pero una cosa es la homilía y otra, muy diferente, repartir el trigo a manos llenas. Porque publicidad si tuvo aquella empresa. Después de la persecución de las putas pobres de los primeros días de la victoria, y de la humillación sufrida por salir de estampida con los cráneos rapados, no abundaban mujeres del oficio por aquellas tierras. Se hicieron bandos y los leyó  Panarra, comisionado para tales menesteres, por las plazas de toda la comarca. Se jugó la pelleja. De algunos lugarejos salió corrido y maltrecho, como nuestros primeros padres del paraíso. Y, si no hubo espada de fuego, ni ángel persecutorio a sus espaldas, certeras eran las pedradas de los harapiezos azuzados por las almas puras. En otros, lo increparon con palabras soeces, como que puta quizá lo fuese su señora madre y que allí no habría de encontrar ni tan sólo una. Y, en los más, lo salvaron de dar con sus huesos en los calabozos municipales las cartas de presentación del alcalde Bohígas y los sellos que avalaban que era aquella empresa autorizada, por una cuestión de interés relativamente público.
Allá van leyes do quieren reyes, reza el dicho.
Ellas llegaron en mulas de alquiler. Dios sabría su origen. Algunas, desde la calle del Burro, en la capital, donde el cerco de la moral vencedora y el celo eclesiástico convertían el oficio en algo incierto y arriesgado. Otras, quién sabe si , también, desde el afamado barrio de La Alameda de Sevilla, donde la competencia era bien grande y la pobreza espesa.  
Hasta quince mujeres de diverso pelaje contaron los curiosos, que se apelotonaban a su paso, entre el regocijo de unos y el escándalo de otros.
Se les buscó acomodo momentáneo en el viejo caserón del cuartel  de los civiles, abandonado tras años amenazando ruina. Cofres, baúles, cestones de mimbre y maletas de cartón se amontonaron en el antiguo patio de armas.
Apenas establecidas, les giró visita el doctor Santos Óleos, y no de grado la aceptaron ellas. Adujo él que mejor  era comercio saludable, que no epidemia de sífilis y purgaciones; puesto que era aquella iniciativa pública, mejor tomar medidas por parte de los servicios de salud. Excusa baladí debieron parecerles sus palabras, puesto que alguna hubo que quiso cobrarle el espectáculo.
A lo que no accedieron ella fue a la propuesta de los picos pardos. Amenazaron, incluso, con marcharse , de persistir el alcalde Bohígas en su empeño de dotarlas del uniforme distintivo. Bajo aquella amenaza que tenía muchas posibilidades de convertirse en realidad, accedió el munícipe a regañadientes, porque siempre fue un hombre empeñado en respetar las rancias tradiciones, las que sustentan los auténticos valores de la patria; en ellas está la verdadera esencia del alma de los pueblos. Pero hay fuerzas mayores. Como un manípulo de putas empeñadas en desobedecer una ordenanza sin demasiado fundamento. Y en esas ocasiones, sabía por las reflexiones militares del caballero España, mutilado de guerra, que una retirada a tiempo puede significar una victoria. Así que ellas vistieron como les dictaba su santa voluntad y el ajuar exiguo que trajeron en maletas y baúles.
Fuera porque las cosas de palacio van despacio, o por el tráfico de influencias de parecido peso que se barajan en asuntos de tanta trascendencia, lo que iba ser acomodo de un día se convirtió en morada permanente. Adecentaron ellas las estancias abandonadas, enjalbegaron muros, llenaron los amplios ventanales con macetones de geranios y albahacas; adornaron las paredes con estampas paisajistas de pintores ingleses, una mala copia del Jardín de las Vírgenes Prudentes, y una Santa Cena en la que el Hijo del Hombre se señalaba el corazón en llamas con dedos demasiado cuidados para ser la mano de un carpintero; colocaron tiestos con claveles en la larga mesa de tablones , apenas desbastados, de los que fuera el cuerpo de guardia, y transformaron la antigua caballeriza en gallinero, con que ayudar al sustento.
Hasta las fiestas de agosto anduvieron escasas de clientela, entregadas a labores de subsistencia con el cultivo, por riguroso turno, de la tierra fértil del patio de instrucción que cavaron con sus manos para sembrar patatas y hortalizas. Ejemplares resultaban en su empeño. Proyectaban quedarse largo tiempo.
Tan sólo visitantes ocasionales, nocturnos, embozados, se atrevieron en los primeros meses a visitarlas. La necesidad proveía de maña y de  recursos para burlar la curiosidad enfermiza que, día y noche, cercaba el caserón de los cuarteles viejos.
Pero, pronto, las alegrías del trabajo hicieron olvidar los sinsabores de la mudanza y de las promesas incumplidas. En las fiestas patronales, el antiguo patio de armas se convirtió en patio de monasterio, según acudieron allí, desde muchas leguas, romeros incontables del amor comprado. Fue un tiempo de abundancia, en el que hubieron de encomendar  la huerta, bien cuidada, a los buenos oficios de un hortelano viejo y amigable.
Al calor del gentío llegaron también las buenaventuradoras errantes, que compitieron con la santa Engracia, beneficiadas por el atractivo indudable de lo novedoso. Y los trileros, en cuyos juegos malabares se obstinaban los cándidos campesinos de camisas blancas.
Muy a pesar de los bandos del alcalde Bohígas contra vagos y maleantes, legión eran también los pedigüeños, los falsos tullidos, y los tullidos verdaderos, que el amor cumplido desata la bolsa del caminante. Y, mucho más, si aderezó con vino la empresa placentera.
Y, aunque todas ellas eran mañosas para las obligaciones de su oficio, pues no en balde las muchas necesidades y vicisitudes las habían vuelto taimadas para simular embeleso y versadas en el arte de embaucar incautos, muy reñidos fueron los favores de Petra la Tatuada. No tanto por su buenos oficios amatorios, como por la diminuta flor de lis que le había florecido sobre la piel blanquísima del pecho.
Se hicieron cábalas sobre su origen noble. Lo desmentían a voces sus francas risotadas, su lengua suelta, su propia ocupación, y, sobre todo, el nombre.
Corrió, también, la especie de que tal marca era recuerdo de un caprichoso noble toledano del que fue mantenida hasta la guerra.
Aquel nombre plebeyo y la ausencia del comedimiento natural que da la buena cuna acabaron por disipar las fantasías sobre el origen de aquella flor de lis que ella acunaba entre sus pechos generosos, pero en nada menguó el interés que despertaba la rareza del tatuaje.
Y, como suele suceder en todo negocio floreciente, pronto surgió la competencia. Con el relajo de la autoridad, volvieron a abrir sus puertas en las callejuelas estrechas de la judería casas  de reputada tradición en aquellos menesteres.  Y si, poco antes, Petra la Tatuada, por el trabajo desigual y ningún beneficio extraordinario, había decidido hacerse borrar la flor de lis con ácido muriático, pronto  decidió aumentar el jardín sobre su piel y requirió los servicios de un marinero errante, de barba encanecida y manos grandes, que le dibujó con paciencia infinita un clavel reventón, y de tamaño natural, allí donde la espalda pierde su nombre desgraciado.
Cansado de andar perdido tierra adentro, pidió el marino quedarse. Pidió también tocar su acordeón cuando le viniese en ganas. Y, por las noches, endulzaba el aire con su música sin tiempo, preñada de nostalgias, y ahogaba en vino peleón su sed de mar. Para el día en que decidió marcharse, dejó tras de sí una primavera indeleble floreciendo en ombliguillos sonrosados, en alcores morenos y apretados, en bosquecillos de negrura densa, o en los pliegues que dejan en el vientre la buena mesa y la vida regalada.
Ellas lo amaron como a un padre, y cuando él se fue, espoleado por sus morriñas, con el norte borrado en su rosa de los vientos, compraron un gramófono. Y ya hubo siempre música de acordeones en el Jardín de las Tatuadas.
Así llamaron muchos, desde entonces, al antiguo caserón de los cuarteles. Hermoso nombre, pero extraño para un lugar que antes se distinguió por la apostura y bizarría de sus antiguos moradores. Todo lo cambiará la edad mudable, por no hacer mudanza en su costumbre, debió decir algún poeta observador, dolido porque lo que se ama no perdura; porque el tiempo se lleva las cenizas de lo que creíamos la memoria indeleble. Sobre la piel de las putas, que vinieron de lejos, florecieron claveles, rosas rojas, flores inexistentes, sincréticas, inventadas por el artista marinero, sin nombre, pero hermosas; y borraron el nombre y la memoria de un cuartel de civiles bizarros, de encrespados bigotes.
Fue un tiempo de prosperidad desconocida. Aun sin aquella primavera carnal y colorida lo habría sido, a pesar de la naciente competencia;  porque, con aquella cédula gubernativa que autorizaba el comercio carnal en la villa, en días de holganza peregrinaban hasta el pueblo  varones de toda la comarca;  llegaban hasta camionetas fletadas desde las minas de Peñarroya y Pueblonuevo, más allá de la raya de Córdoba.
El Jardín de las Tatuadas fue, desde entonces, como hospital de urgencia para la soledad y remanso de paz para los desheredados del amor. Y no cerró sus puertas, ni se apagó el farol rojizo que anunciaba su disposición al servicio a cualquier hora, sino el día señalado de las exequias funerales de Amparo de los Reyes, en mudo reconocimiento de su santidad imposible; y, algún tiempo después, por disposición gubernativa, cuando giró visita aquel obispo sufragáneo que investigaba los prodigios de la mujer llagada."

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