Os prometo que ya no os cansaré más con extractos de una novela antigua y agotada en las librerías. Os doy una selección de un capítulo que a mí me divierte sobremanera. Ya me divirtió escribirlo extraordinariamente. El morador insomne, cacique residual en la posguerra, enamorado a destiempo de su propia esposa y rechazado por motivos que se desglosan en la novela, a punto de perder la razón , es protegido por aquellos más próximos, que se sienten dependientes de su antiguo poder. Lo necesitan fuerte, seguro de sí mismo, impasible, autoritario. Pero se ha vuelto quebradizo. La moral y las leyes se cambian prontamente. La necesidad del poderoso, o al menos la necesidad que ellos calculan, es la verdadera ley. Espero que os divierta. La estoy reescribiendo, corrigiendo. De ahí este reencuentro inesperado.
Nueva selección de "El morador insomne"
"Luego,
el cielo se quebró en tormentas: lloviznas, chubascos, chaparrones, aguaceros
de violencia insólita se alternaron con un sol de justicia. Los más piadosos,
que suelen ser los menos, recordaron el año como el del tiempo loco. El resto
habría de recordarlo porque volvieron otra vez las putas.
Tan
convencido estaba el boticario de que los males de Segundo Soria tenían su
origen en la dura penitencia que supone la ausencia de coyunda carnal, por
aquello de los remilgos y aspavientos de loca de Amparo de los Reyes. Ventajoso resultaba, considerada la situación
en todos sus aspectos, que la necesidad
de un hombre poderoso pudiera justificar algunas medidas excepcionales que a
todos acarrearan beneficios.
Así
que por los buenos oficios de don
Santiago España, capitán en ejercicio, caballero mutilado en la contienda de
las dos Españas, y uno de aquellos hijos predilectos que tiene cada villa, se
logró dispensa gubernativa para casa de lenocinio, con la condición de que la
autoridad local haría un sayo de su capa y de que se evitaría la publicidad
ostentosa.
Pero una cosa es la homilía y otra, muy diferente, repartir el trigo a manos llenas.
Porque publicidad si tuvo aquella empresa. Después de la persecución de las
putas pobres de los primeros días de la victoria, y de la humillación sufrida
por salir de estampida con los cráneos rapados, no abundaban mujeres del oficio
por aquellas tierras. Se hicieron bandos y los leyó Panarra, comisionado para tales menesteres,
por las plazas de toda la comarca. Se jugó la pelleja. De algunos lugarejos
salió corrido y maltrecho, como nuestros primeros padres del paraíso. Y, si no
hubo espada de fuego, ni ángel persecutorio a sus espaldas, certeras eran las
pedradas de los harapiezos azuzados por las almas puras. En otros, lo
increparon con palabras soeces, como que puta quizá lo fuese su señora madre y
que allí no habría de encontrar ni tan sólo una. Y, en los más, lo salvaron de dar
con sus huesos en los calabozos municipales las cartas de presentación del
alcalde Bohígas y los sellos que avalaban que era aquella empresa autorizada,
por una cuestión de interés relativamente público.
Allá
van leyes do quieren reyes, reza el dicho.
Ellas
llegaron en mulas de alquiler. Dios sabría su origen. Algunas, desde la calle del Burro, en la capital, donde el cerco de la moral vencedora y el celo eclesiástico convertían el oficio en algo incierto y arriesgado. Otras, quién sabe si , también, desde el afamado barrio de La Alameda de Sevilla, donde la competencia era bien grande y la pobreza espesa.
Hasta
quince mujeres de diverso pelaje contaron los curiosos, que se apelotonaban a
su paso, entre el regocijo de unos y el escándalo de otros.
Se
les buscó acomodo momentáneo en el viejo caserón del cuartel de los civiles, abandonado tras años
amenazando ruina. Cofres, baúles, cestones de mimbre y maletas de cartón se
amontonaron en el antiguo patio de armas.
Apenas
establecidas, les giró visita el doctor Santos Óleos, y no de grado la
aceptaron ellas. Adujo él que mejor era
comercio saludable, que no epidemia de sífilis y purgaciones; puesto que era
aquella iniciativa pública, mejor tomar medidas por parte de los servicios de
salud. Excusa baladí debieron parecerles sus palabras, puesto que alguna hubo
que quiso cobrarle el espectáculo.
A lo
que no accedieron ella fue a la propuesta de los picos pardos. Amenazaron,
incluso, con marcharse , de persistir el alcalde Bohígas en su empeño de
dotarlas del uniforme distintivo. Bajo aquella amenaza que tenía muchas
posibilidades de convertirse en realidad, accedió el munícipe a regañadientes,
porque siempre fue un hombre empeñado en respetar las rancias tradiciones, las
que sustentan los auténticos valores de la patria; en ellas está la verdadera
esencia del alma de los pueblos. Pero hay fuerzas mayores. Como un manípulo de
putas empeñadas en desobedecer una ordenanza sin demasiado fundamento. Y en
esas ocasiones, sabía por las reflexiones militares del caballero España,
mutilado de guerra, que una retirada a tiempo puede significar una victoria.
Así que ellas vistieron como les dictaba su santa voluntad y el ajuar exiguo que
trajeron en maletas y baúles.
Fuera
porque las cosas de palacio van despacio, o por el tráfico de influencias de
parecido peso que se barajan en asuntos de tanta trascendencia, lo que iba ser acomodo
de un día se convirtió en morada permanente. Adecentaron ellas las estancias
abandonadas, enjalbegaron muros, llenaron los amplios ventanales con macetones
de geranios y albahacas; adornaron las paredes con estampas paisajistas de
pintores ingleses, una mala copia del Jardín de las Vírgenes Prudentes, y una
Santa Cena en la que el Hijo del Hombre se señalaba el corazón en llamas con
dedos demasiado cuidados para ser la mano de un carpintero; colocaron tiestos con
claveles en la larga mesa de tablones , apenas desbastados, de los que fuera el
cuerpo de guardia, y transformaron la antigua caballeriza en gallinero, con que
ayudar al sustento.
Hasta
las fiestas de agosto anduvieron escasas de clientela, entregadas a labores de
subsistencia con el cultivo, por riguroso turno, de la tierra fértil del patio
de instrucción que cavaron con sus manos para sembrar patatas y hortalizas.
Ejemplares resultaban en su empeño. Proyectaban quedarse largo tiempo.
Tan
sólo visitantes ocasionales, nocturnos, embozados, se atrevieron en los
primeros meses a visitarlas. La necesidad proveía de maña y de recursos para burlar la curiosidad enfermiza
que, día y noche, cercaba el caserón de los cuarteles viejos.
Pero,
pronto, las alegrías del trabajo hicieron olvidar los sinsabores de la mudanza
y de las promesas incumplidas. En las fiestas patronales, el antiguo patio de
armas se convirtió en patio de monasterio, según acudieron allí, desde muchas
leguas, romeros incontables del amor comprado. Fue un tiempo de abundancia, en
el que hubieron de encomendar la huerta,
bien cuidada, a los buenos oficios de un hortelano viejo y amigable.
Al
calor del gentío llegaron también las buenaventuradoras errantes, que
compitieron con la santa Engracia, beneficiadas por el atractivo indudable de
lo novedoso. Y los trileros, en cuyos juegos malabares se obstinaban los
cándidos campesinos de camisas blancas.
Muy a
pesar de los bandos del alcalde Bohígas contra vagos y maleantes, legión eran
también los pedigüeños, los falsos tullidos, y los tullidos verdaderos, que el
amor cumplido desata la bolsa del caminante. Y, mucho más, si aderezó con vino
la empresa placentera.
Y,
aunque todas ellas eran mañosas para las obligaciones de su oficio, pues no en
balde las muchas necesidades y vicisitudes las habían vuelto taimadas para
simular embeleso y versadas en el arte
de embaucar incautos, muy reñidos fueron los favores de Petra la Tatuada. No tanto por su buenos oficios amatorios, como por la diminuta flor de lis que
le había florecido sobre la piel blanquísima del pecho.
Se
hicieron cábalas sobre su origen noble. Lo desmentían a voces sus francas
risotadas, su lengua suelta, su propia ocupación, y, sobre todo, el nombre.
Corrió,
también, la especie de que tal marca era recuerdo de un caprichoso noble
toledano del que fue mantenida hasta la guerra.
Aquel
nombre plebeyo y la ausencia del comedimiento natural que da la buena cuna acabaron
por disipar las fantasías sobre el origen de aquella flor de lis que ella acunaba
entre sus pechos generosos, pero en nada menguó el interés que despertaba la
rareza del tatuaje.
Y,
como suele suceder en todo negocio floreciente, pronto surgió la competencia.
Con el relajo de la autoridad, volvieron a abrir sus puertas en las callejuelas
estrechas de la judería casas de
reputada tradición en aquellos menesteres.
Y si, poco antes, Petra la Tatuada, por el trabajo desigual y ningún
beneficio extraordinario, había decidido hacerse borrar la flor de lis con
ácido muriático, pronto decidió aumentar
el jardín sobre su piel y requirió los servicios de un marinero errante, de
barba encanecida y manos grandes, que le dibujó con paciencia infinita un
clavel reventón, y de tamaño natural, allí donde la espalda pierde su nombre desgraciado.
Cansado
de andar perdido tierra adentro, pidió el marino quedarse. Pidió también tocar
su acordeón cuando le viniese en ganas. Y, por las noches, endulzaba el aire
con su música sin tiempo, preñada de nostalgias, y ahogaba en vino peleón su
sed de mar. Para el día en que decidió marcharse, dejó tras de sí una primavera
indeleble floreciendo en ombliguillos sonrosados, en alcores morenos y
apretados, en bosquecillos de negrura densa, o en los pliegues que dejan en el
vientre la buena mesa y la vida regalada.
Ellas
lo amaron como a un padre, y cuando él se fue, espoleado por sus morriñas, con
el norte borrado en su rosa de los vientos, compraron un gramófono. Y ya hubo
siempre música de acordeones en el Jardín de las Tatuadas.
Así
llamaron muchos, desde entonces, al antiguo caserón de los cuarteles. Hermoso
nombre, pero extraño para un lugar que antes se distinguió por la apostura y
bizarría de sus antiguos moradores. Todo lo cambiará la edad mudable, por no
hacer mudanza en su costumbre, debió decir algún poeta observador, dolido
porque lo que se ama no perdura; porque el tiempo se lleva las cenizas de lo
que creíamos la memoria indeleble. Sobre la piel de las putas, que vinieron de
lejos, florecieron claveles, rosas rojas, flores inexistentes, sincréticas,
inventadas por el artista marinero, sin nombre, pero hermosas; y borraron el
nombre y la memoria de un cuartel de civiles bizarros, de encrespados bigotes.
Fue
un tiempo de prosperidad desconocida. Aun sin aquella primavera carnal y
colorida lo habría sido, a pesar de la naciente competencia; porque, con aquella cédula gubernativa que
autorizaba el comercio carnal en la villa, en días de holganza peregrinaban
hasta el pueblo varones de toda la
comarca; llegaban hasta camionetas
fletadas desde las minas de Peñarroya y Pueblonuevo, más allá de la raya de
Córdoba.
El
Jardín de las Tatuadas fue, desde entonces, como hospital de urgencia para la
soledad y remanso de paz para los desheredados del amor. Y no cerró sus
puertas, ni se apagó el farol rojizo que anunciaba su disposición al servicio a
cualquier hora, sino el día señalado de las exequias funerales de Amparo de los
Reyes, en mudo reconocimiento de su santidad imposible; y, algún tiempo
después, por disposición gubernativa, cuando giró visita aquel obispo
sufragáneo que investigaba los prodigios de la mujer llagada."
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