Tengo por cosa cierta que
existe un componente genético en los seres humanos que se activa de forma
inmediata cuando la especie sufre algún percance colectivo. La lengua, esa
maravillosa creación humana, que nos permite explicar y comprender el mundo,
aunque de forma imperfecta, lo llama solidaridad. Es un concepto que supongo
preciso para explicar esa activación colectiva, esa respuesta casi automática
de auxilio a los demás que provocan las tragedias colectivas.
Hace dos días, en su columna
de El País, David Trueba hacía referencia a esta
situación. Afirmaba que las esencias colectivas de un país funcionan a golpes
traumáticos. Venía a decir que esa solidaridad espontánea habla de la propia
naturaleza de un país orgulloso de su capacidad colectiva, en el que frente a
situaciones que él denomina épicas, se olvidan las diferencias ideológicas, en
torno a unas instituciones que no piden tarjeta de crédito antes de ayudar a
las víctimas.
También es cierto que el dolor
de las tragedias inesperadas nos nubla la mirada y cualquier acto en favor de
las víctimas nos parece noble y adecuado. Y que nos repugna sospechar cualquier
actitud interesada ante el dolor y la muerte que acompaña a la catástrofe.
Pero el paso de los días, cuando el
análisis reposado nos permite separarnos de los acontecimientos luctuosos lo
suficiente para recuperar la objetividad o el juicio crítico, nos refleja una
realidad en la que cabe sospechar que las tarjetas de crédito, los intereses
económicos, no descansan ni en las tragedias colectivas.
La vejez es ese periodo de la
vida en que los recuerdos de la infancia se asocian extraordinariamente con
acontecimientos del presente. Yo debo estar galopando hacia la vejez a lomos de
Pegaso, aquel mítico caballo alado, que era la expresión más poética del afán
de volar de la humanidad. Viene esto a cuento de que yo me siento espigador.
Espigar era un trabajo de mujeres en mi infancia de niño campesino. Terminado
el trabajo de los segadores, cuando las gavillas de mies se amontonaban en las
eras esperando los trillos, cuadrillas de espigadoras, morral al hombro,
recorrían los rastrojos recuperando, una por una, las espigas olvidadas por las
cuadrillas de segadores. Desconozco si era una tradición, o si era una
actividad rentable para el amo de las tierras. Supongo que los sueldos de
posguerra, dos reales y un plato de comida - garbanzos con poca chicha a
mediodía y gazpacho bien escaso de aceite para la cena de cucharada y paso
atrás-, le permitirían rentabilizar aquel afán de recuperar las espigas
perdidas. No acabábamos de salir de la autarquía. Cada grano de trigo debía ser
un tesoro en la España del hambre y las alpargatas de arpillera con suelas de
caucho de neumáticos reciclados que abrasaban los pies en las rastrojeras
y en los caminos de polvo.
Hoy yo me siento espigador. Espigo los
detalles para entender la realidad. El lector de titulares es carne de
manipulación interesada. Tengo, además, por mandamiento vital el contraste y,
en cierto modo, el distanciamiento saludable de los acontecimientos.
He espigado algunos aspectos de la
catástrofe de Galicia, con paciencia infinita. No me gustaría tener razón, pero
en este blog yo comparto mi desazón, mis opiniones, mis sospechas, mis
certezas, mis esperanzas y mis temores con el resto del mundo. Tanto da que el
mundo no necesite mi opinión. Tanto da que mi opinión no sirva para cambiar
nada. El espigador trae a la era las espigas que recogió.
Estas son las que he recogido
pacientemente en los campos del luto y el dolor.
En Conxo, a escasos centenares de metros
del lugar donde se produjo el trágico descarrilamiento del tren Alvia de
Madrid a Ferrol, se encuentra un hospital público. Aunque carece de servicios
de urgencias, cerrados hace algún tiempo por la Consejería de Salud de la
Junta Gallega, cuando fue público el trágico suceso se activaron todas las
alarmas del protocolo de emergencias. Personal que libraba, personal que gozaba
de sus vacaciones anuales, dejó sus trajes de fiesta para asistir a los fuegos
de Santiago y acudió de manera puntual y automática a su lugar de trabajo. El
accidente había tenido lugar a escasos metros del hospital. Eran - son- el
hospital público más próximo. Funcionaron con ese automatismo colectivo al que
hacíamos referencia en las primeras líneas de este escrito. Prepararon
quirófanos, la unidad de cuidados intensivos, la planta de cirugía, y la
de traumatismo. Toda la noche esperaron en vano, a pesar de la alarma sanitaria
que los llevó a sus puestos de trabajo y de los reiterados avisos de que les
enviaban heridos. Es un hospital público a escasos centenares de metros del
lugar de la tragedia, y sus capacidades, sus automatismos profesionales
quedaron sin uso la noche de la mayor catástrofe ferroviaria de la historia de
Galicia. Hoy sabemos que muchas de aquellas personas heridas fueron trasladadas
en ambulancia a otros hospitales, muchos de ellos privados, a más de sesenta
kilómetros de distancia.
Otra espiga recogida en mi morral hace
referencia al hecho inexplicable de que cuatro dotaciones de bomberos fueran
retirados del lugar de los hechos cuando aun había heridos y víctimas sin
atender. Alguno de los bomberos retirados ha manifestado, desde el
imprescindible anonimato que garantice su inmunidad y su empleo, que se negaron
a obedecer en un primer momento hasta que fueron obligados por sus mandos a
emprender el viaje de retorno a sus cuarteles. Todas esas dotaciones retiradas
eran servicios de bomberos privatizados por la Junta de Galicia. El
suboficial que dio la orden de retirada no ha querido explicar su decisión ante
la prensa. Natutecnia, la empresa concesionaria del servicio, tampoco. Una
razón de peso para sospechar que los motivos de la retirada de bomberos no son
del todo confesables.
Los bomberos de La Coruña, organizados
espontáneamente con el automatismo proverbial de ese cuerpo, preparados para
acudir en auxilio de las víctimas en cuanto recibieran la llamada, como el
personal sanitario del hospital de Conxo, aguardaron en vano. Se da la
circunstancia de que los bomberos de La Coruña sí son un servicio público. En
los verdaderos servicios públicos nadie calcula la rentabilidad de cada hora de
trabajo, ni el coste en horas extraordinarias. Se da la circunstancia de que
cada dotación pública de La Coruña duplica el número de efectivos -ocho, frente
a cuatro- de cada dotación privada.
Alguien debería dar explicaciones al
respecto. A los profesionales, frustrados, cuya capacidad de ayuda quedó a la
espera de ser útil. A los heridos y a los familiares de las víctimas. A la
opinión pública que tiene derecho a conocer cómo se gestionó la respuesta a la
catástrofe. Quizá ambos hechos tengan alguna explicación racional que se me
escapa, pero lo cierto es que, analizando al detalle esa gestión del accidente ferroviario,
se acrecienta la seguridad de que de la esencia colectiva de esta patria,
además de la solidaridad espontánea que generan las catástrofes, forman parte
ya, como un agregado venenoso, los intereses económicos.
Quizá la demora, casi dos horas, que
acumuló la organización del Puesto de Mando Avanzado tenga también una
explicación racional. A pesar de la desconfianza que me generan los
comportamientos de los gestores públicos, tan mediatizados por los intereses
económicos del capitalismo clientelar y corruptor, no puedo maliciar que ese
retraso se debiera a un reparto previo de las facturas que generará este hecho
desgraciado. Pero alguien debiera dar las explicaciones pertinentes, porque la
realidad que descubrimos cada día sobre el comportamiento de buena parte de
nuestros políticos nos ha vuelto suspicaces, maliciosos, desconfiados.
Con muchísima razón.
Alberto Núñez Feijóo es una marca blanca
del Partido Popular al que algunos encumbran a puestos de sucesión cuando de
Rajoy no queden ya sino pavesas; marca blanca, pero bastante percudida por la
amistad entrañable con un capo notable del estraperlo gallego, algunas de cuyas
empresas eran beneficiarias de concesiones públicas y ahora encarcelado con un
larga condena a las espaldas, con quien compartía yate y vacaciones familiares;
marca blanca percudida, también, por la manipulación de los presupuestos de la
Comunidad para ocultar el déficit; y percudida, no hace tanto, por la
manipulación urgente del censo electoral en las últimas elecciones autonómicas
para magnificar los resultados obtenidos por su partido, a pesar de las
políticas antisociales de sus conmilitones en el gobierno nacional.
Pues esta marca blanca, que mamó de la misma ubre gallega
que Rajoy, en una comparecencia ante los medios, sin que nadie cuestionara aun
la respuesta a la catástrofe, se apresuró a calificarla de ejemplar e
inmediata. Otra mala señal. Si el político defiende una actuación que nadie
cuestiona, barrunta deficiencias; presiente que, antes o después, alguien
encontrará el resquicio para desvelarlas.
Lamento cuestionar yo la magnífica
reflexión de David Trueba al respecto de la solidaridad como material creativo
de la conciencia de un país. Me temo que el material que da cuerpo a nuestra
conciencia colectiva ha sido parasitado por el virus poderoso de los intereses
privados. Temo que nuestro tejido colectivo soporta una infección tan agresiva,
tan duradera, que el cuerpo social ya se ha quedado sin defensas.
Y con esto desocupo ya el morral de la
presumible indignidad que espigué hoy.
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