Cercados por la basura que se desprende con estudiada
lentitud desde los bordes del horizonte político, económico e institucional,
uno diría que habitamos en una patria sin remedio, abocada a descomponerse entre
las páginas de la historia como un país imposible, un error genético del tejido
social, de la geografía de la vida que genera pueblos, sociedades, culturas,
ideologías, creencias. E individuos.
A veces me invade la sensación
insoportable de que somos un país condenado a la oxidación lenta, pero
inexorable, de los desguaces donde los mercados arrumban los despojos de su
manipulación destructiva.
¿Aciertan quienes dicen que un inversor
prudente desistirá de comprar bonos de este país desacreditado y con un
gobierno desestabilizado por las gravísimas acusaciones de quien fue su
tesorero y que, como consecuencia, la amenaza de quiebra volverá a tomar cuerpo
cualquier día de estos? Creo a los que aseguran que la quiebra total de
este país produciría beneficios de un trescientos por ciento a algunos
inversores de riesgo.
Las denuncias de Bárcenas y el enroque de
Rajoy en el silencio y en su mayoría parlamentaria, perros guardianes de una
honra imposible, contaminada de tanto arrastrarse por el basurero del cohecho,
la prevaricación, el fraude fiscal, el enriquecimiento ilícito y la complicidad
con malhechores, son una fisura muy grave en las ya debilitadas defensas de
esta patria maltrecha.
Así que llevo algunos días interesado por
la evolución de ese grillete que aprisiona nuestras vidas y que dimos en llamar
prima de riesgo. Supongo que en Europa todo, absolutamente todo, lo gobierna la
mano de hierro de la señora Merkel; da la sensación de que ahora la emperatriz
quiere paz en los territorios sometidos, porque afronta –sin grave riesgo por
lo que sabemos-, sus propias elecciones generales en otoño. Puede que hasta
entonces ni las hojas de los árboles se muevan sin su consentimiento.
Temo al otoño. Se marcharán los turistas
a sus cuarteles de invierno y la flor de invernadero que Guindos ha querido
mostrarnos de forma furtiva quizá se muera en su jardín artificial, mientras
los temporeros vuelven a las oficinas de empleo a engrosar el censo tenebroso
de las personas sin futuro. Temo al otoño porque ganará Merkel como le auguran
las encuestas y es posible que otra vez suelte a las fieras para celebrar su
triunfo y premiar a sus fieles legiones de inversores.
Pero incluso de nuestras peores experiencias
podemos generar motivos para la esperanza. Puede que la basura que se esparce
por nuestro presente de barbecho agostado no sea tan mala, al fin. Mi larga
vida me ha enseñado a valorarlo todo no solo desde la perspectiva del presente,
sino pensando también en el futuro. Uno de los trabajos de niño campesino que
me encomendaron en mi infancia, -lo comparto con Hércules, que era un semidiós
y ocupa un lugar preeminente en el imaginario institucional de Andalucía-, fue
la limpieza de establos, gallineros, porquerizas y cuadras. Todo el estiércol
maloliente se amontonaba al aire libre en el estercolero, un espacio habilitado
al efecto en las proximidades de las cortijadas. El estercolero se llamaba estercolera
entre la gente de mi infancia. No creo que fuera un nombre femenino; me cuadra
más que se deba a una reminiscencia del neutro por su naturaleza ambigua y
colectiva, colector común para todo tipo de desperdicios. A pesar de su
aspecto desagradable y de sus olores repugnantes, en muchos kilómetros a la
redonda no había un lugar más activo en el reciclaje de la vida.
Los días posteriores a las lluvias
torrenciales que dejaban los campos impracticables para el laboreo o en los
días de helada profunda y duradera, - helada negra-, durante los cuales la
tierra era tan dura como la roca, inmune a los arados, los manijeros
encomendaban a los gañanes ociosos, armados con horcas de hierro, voltear el
estiércol para acelerar el proceso de descomposición de la materia orgánica.
Luego, al comenzar la sementera, a principios
del otoño siguiente, el estiércol, cumplido ya su ciclo de renovación, se
convertía en un precioso abono que acrecentaba la cosecha.
Desde esa perspectiva miro con esperanza esta
basura, este estiércol que se derrama sobre este país en carne viva. Puede que
mañana, cuando haya cumplido su ciclo de descomposición, cuando hayamos
consumido hasta las heces este cáliz amargo de podredumbre sobre nuestra vida
pública, cuando hayamos vomitado nuestro hartazgo, sirva como abono para
un futuro distinto, diseñado por nuestra determinación colectiva,
unívoca, poderosa, con reglas precisas para que no acabemos en el desguace de
los países imposibles.
Porque la Historia verdadera la escriben
los pueblos. Los gobiernos son solo delegaciones temporales, a veces erróneas,
de nuestra voluntad de supervivencia, de nuestras esperanzas, de nuestra
fortaleza. Es hora de recuperar nuestra soberanía y enderezar los surcos donde
tenemos que sembrar nuestro futuro.
Y si los instrumentos de que disponemos - los partidos mayoritarios
actuales- han agotado ya su ciclo útil, habrá que enviarlos prestamente a los
estercoleros donde el proceso de putrefacción que comenzó hace tiempo llegue
a buen término.
Puede que la historia nos esté reclamando
instrumentos nuevos.
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