El 22 de diciembre
-"Lo que tortura a Merkel" - hacía yo referencia a estas tres cifras
mágicas que llevamos marcadas con un hierro al rojo vivo sobre la piel de
Europa. José Ignacio Torreblanca las ha removido con cierta obstinación en El
País, al menos dos veces en la última semana. Y me da la oportunidad de
reflexionar de nuevo sobre estas tres cifras estadísticas, tan interpretables
que son ya casi la última justificación moral de nuestros males, la referencia
imprescindible para quienes se empeñan en dibujarnos un futuro decadente y
empobrecido.
Concretando, todas esas cifras
representan porcentajes sobre magnitudes relacionadas con el total
mundial.
El siete, significa que la población europea - 500 millones
de habitantes- apenas supone un 7 - 7,5% de la población mundial. No somos
muchos, la verdad. Apenas consumado el proceso de la Revolución Francesa que se
significa también por el comienzo del proceso de descristianización del
continente, Europa comenzó a aplicar con diversa intensidad según los lugares
un largo ciclo de control de la natalidad que aún perdura; en los siglos
posteriores nos repartimos por el mundo buscando controlar materias primas,
mercados potenciales, mano de obra semiesclava, -la esclavitud descarnada ya no
tenía buena prensa-, y lugares donde asentarnos definitivamente. Como
consecuencia de todo ello y, probablemente, de los largos y destructivos
periodos de guerra que Europa ha soportado en el siglo XX, somos un continente
envejecido; un grupo humano en franca regresión, en duro contraste con otras
zonas de la tierra.
El número veinticinco está referido a la producción del 25%
de la riqueza total de la tierra en la Unión Europea. De cada cuatro euros que
se producen en el mundo, uno ha tenido su origen en la Unión Europea. Somos el
mayor productor de riqueza de la tierra. Ya el 22 de diciembre yo me hacía
preguntas al respecto. Y podemos volver a hacérnoslas. Otros podrán hacerse
otras según sus intereses, pero yo tengo clarísimas mis dudas ¿Cómo es posible
que el Continente que genera una cuarta parte de las riquezas de la tierra
pueda permitirse que haya escolares hambrientos en el sur, con el caso extremo
de niños griegos buscando alimentos en los contenedores de basura? ¿Cómo es
posible que en el continente más rico de la tierra sean los bancos de alimento
el único recurso de infinidad de familias? ¿Cómo es posible que tanta riqueza
tenga como contrapartida sesenta millones de personas sin empleo? ¿Cómo es
posible...?
Son preguntas simples que precisan respuestas políticas, condicionadas
por las ideologías. Os dirán que las ideologías son un asunto del pasado, pero
es falso. Y si acabáis creyendo ese mensaje interesado, estaréis un poco más a
merced de los que destilan el pensamiento único, las "únicas medidas
posibles", "las decisiones políticas que no gustaría tomar, pero que
hay que tomar forzados por la realidad".
Es decir, si acabáis creyendo ese
mensaje, estaréis presos del determinismo, y aun dando gracias por mantener
cualquier situación parecida a una vida medianamente digna. Os tendrán
atrapados entre la desesperación y el agradecimiento al amo, a la fortuna o a
algún dios en el que aún creáis.
Sin embargo la estrella de cualquier debate es el número
cincuenta. Esa inocente cifra sin malas intenciones es el campo de batalla
sobre el que se libra un combate sangriento, la batalla definitiva de esta
guerra que ojalá ganemos. Se refiere al porcentaje total, 50%, del gasto social
en toda la tierra. Europa gasta en políticas sociales la mitad de lo que se
destina a esos fines en todo el mundo.
¡Inaceptable!, nos dicen los adalides del recorte.
¡Inviable!, nos insisten los expertos a sueldo del sistema imperante.
Podemos hablar de cantidades, para que las referencias sean
precisas. En Europa, aunque de forma desigual,-ojalá todos tuviésemos en
nuestra historia la huella duradera de la poderosa socialdemocracia sueca-,
esos quinientos millones que integramos su población percibimos en servicios
sociales casi un tercio del Producto Interior Bruto del continente.
Aproximadamente cuatro billones y medio de euros.
No hace falta recordar a qué nos referimos cuando hablamos de
políticas sociales; servicios de los estados a los ciudadanos, "salarios
diferidos" para paliar las desigualdades de rentas y perseguir la deseable
igualdad ante la ley que marcan todas las constituciones europeas: atención
sanitaria, educación, pensiones, protección a personas desempleadas..., por
citar solo los más universales.
La situación, salvando las desigualdades en el seno de la
propia Unión Europea que son grandes, no parece mala. Europa gasta en servicios
sociales unos nueve mil euros por cada uno de sus ciudadanos.
Pero al pensamiento único le interesa la primera proporción, el
50% de los gastos sociales de la tierra. Un dislate que quinientos millones de
personas dispongan para usos sociales de la misma cantidad que los otros seis
mil quinientos millones de personas. Al capitalismo europeo le parece una
distribución injusta e insoportable, porque parten de una valoración
interesada.
Dan por bueno el total de los gastos sociales de la tierra.
Dan por bueno que millones de personas no tengan acceso a la educación, a la
sanidad, al agua potable, a la electricidad, al alimento imprescindible, a las
vacunas, a los remedios médicos que nosotros desechamos cuando caducan en
nuestros cajones. Dan por bueno que millones de personas no tengan derecho a
una vida digna y a una vejez protegida. Dan por bueno que millones de personas,
incluyendo a la infancia, tengan en el siglo XXI, salarios y condiciones de
trabajo similares a la esclavitud, mientras hacemos encendidas proclamas sobre
los derechos humanos. Dan por buenos el desprecio a la dignidad humana y la
explotación sobre la que se sustenta su beneficio criminal.
¡Claro que es injusta esa distribución de los gastos sociales de
la tierra! Porque en ese resto del mundo que no es Europa hay países con un
alto grado de desarrollo económico, social, tecnológico, cultural y legal. Y su
gasto en servicios sociales es insignificante, comparado con el nuestro. Son
ellos los que deben evolucionar hacia un sistema más justo de distribución de
riquezas. Son sus pueblos los que deben reclamarlo.
Pero la situación está contra nosotros. Hay un concepto envenenado que
sobrevuela nuestras vidas. La competitividad. Europa no puede competir con
otros lugares de la tierra donde las hormigas humanas producen en condiciones
de esclavitud atenuada. Tenemos que aceptar esas condiciones inhumanas. Elegir
- Merkel dixit-, entre
trabajos mal pagados y pérdida de derechos, o ningún trabajo.
¿Competir para qué...? Usando el manoseado, pero cierto, mensaje de
Stiglitz en su obra "El precio de la desigualdad", para que el uno
por ciento de la población mundial acumule lo que el noventa y nueve por ciento
de la población mundial necesita.
En realidad, lo
imprescindible es distribuir de forma racional. Pero primero habrá que dar
respuesta a una pregunta. ¿Qué finalidad tiene la creación de riquezas y
servicios, mejorar las condiciones de vida de la humanidad en su conjunto, o el
enriquecimiento insultante de una insignificante minoría que parasita a toda la
especie? En la respuesta que demos están los cimientos de las ideologías. Y las
ideologías debieran ser el motor de nuestros actos sociales y políticos.
¿Competir o producir de forma racional, respetando las reglas de la propia
naturaleza, para luego distribuir con justicia?
Responder quizá parezca fácil, si uno se
fía de la lógica humana. Asumir las consecuencias de la respuesta, hoy por hoy,
parece una utopía. El capitalismo nos ha colonizado hasta la mente con la droga
del consumo. En realidad los indignados del mundo reclaman recuperar el
capitalismo de antes de ayer, porque el de hoy se ha vuelto absolutamente
cínico, inhumano y repulsivo.
En cuanto a Europa, yo no la daré por perdida todavía. Somos el
continente más socializado, el más sensible, el que mayor grado de desarrollo
ha alcanzado en políticas sociales. Nada de eso sucedió sin el impulso
ciudadano, sin la colaboración de organizaciones políticas y sindicales
fuertemente arraigadas entre la población. Antes o después, Europa recordará su
historia, -y con ella, también su dignidad-, porque los pueblos que olvidan su
historia están condenados a volver al punto de partida.
Al que ahora nos arrastran; a
los inicios de la Revolución industrial.
Ojalá, mientras desempolvamos nuestra historia, no nos obliguen a
desempolvar, también, la guillotina. Porque, además de una buena parte de
nuestros salarios, lo que reclama el capitalismo europeo como propio, como un
beneficio que le corresponde a su situación de privilegio, es el gasto social
del continente. La crisis no es sino la ocasión que andaban esperando para
vaciar de contenidos derechos histórico conseguidos con sangre y sufrimientos.
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