Hoy me perdonaréis una
confesión íntima. Desde no hace demasiadas fechas me persigue una dolorosa
sensación de culpa. Estaba yo una de estos atardeceres de calor en una terraza
sevillana concediéndome el placer de uno de mis platos predilectos, una tabla de
pulpo a la gallega. Tampoco me lo explico. Soy extremeño, coño. En mi infancia
ni sabía que existiera un animal como el pulpo. Lo conocí, siendo ya una
persona adulta. Y es ahora uno de los placeres para mi paladar.
Pero no quiero hablaros del pulpo a la
gallega. Quiero hablaros de mi mala conciencia.
En un momento dado, se nos acercó a la
mesa un hombre joven. Nos explicó que pendía sobre él y su familia una amenaza
de desahucio. Pedía dinero para afrontar aquella situación. Le pregunté si
conocía el Decreto de la Junta de Andalucía que podía ayudarle a solucionar su
problema de manera más eficaz que la incierta solidaridad pública. Él me
contestó con evasivas, como que si ese Decreto funcionaba. Probablemente no lo
conocía. Me enfadó, ciertamente. Y le dije que funcionaba, y que justamente ese
día una familia de Sevilla Este había logrado detener su desahucio y que la
expropiación preventiva garantizaba para aquella familia la permanencia en su
vivienda durante tres años. Aconsejé a aquel hombre que se informara y actuara
en consecuencia. Le dije que un euro mío no le evitaría el desahucio. Y lo
despedí sin prestarle ayuda alguna, quizá porque me dolió su desconfianza sobre
el funcionamiento del Decreto, o su desconocimiento de un instrumento excepcional
que la Junta de Andalucía había establecido en contra de Europa y del gobierno
de la Nación.
Me volví mientras se alejaba y descubrí,
consternado, que a cierta distancia lo aguardaban una mujer y dos niños
pequeños. Comprendí, tarde, que probablemente el previsible desahucio no era el
más inmediato de sus problemas. Probablemente su problema más inmediato era dar
de cenar a sus dos hijos.
Desde entonces la imagen de esas cuatro
personas alejándose me persigue de vez en cuando y me hace sentir culpable.
Porque esa personas habrían cenado probablemente por el precio que pagué por el
pulpo de esta historia.
Malditas sean la gestación y el
alumbramiento de esta Europa y de este gobierno que incumplen sus obligaciones
con los ciudadanos y desvían la culpa a las conciencias individuales.
Es la misma Europa que ha calificado el
Decreto del Parlamento de Andalucía contra los desahucios como una decisión
arriesgada para el sistema financiero con palabras obscenas, porque
"reducirá el apetito de los mercados por los activos inmobiliarios
españoles".
Es el mismo gobierno vicario y servil al
que ha faltado tiempo para interponer un recurso de inconstitucionalidad contra
el Decreto andaluz para imponer su paralización inmediata, mientras ese tribunal
colonizado, diseñado a la medida de sus intereses, da su veredicto.
Yo le aseguré a aquel hombre que el
Decreto funcionaba.
Se me olvidó que hay que alimentar a los
mercados con sus hijos que quizá se fueron a la cama sin cenar; se me
olvidó que hay que alimentar el apetito de los mercados con nuestras viviendas
vacías cuando nos hayan desahuciado; se me olvidó que los mercados se alimentan
con nuestra dignidad, con nuestros derechos, con nuestra pobreza, con nuestra
precariedad, con nuestra desesperación repartida por los veladores de las
terrazas; se me olvidó que quienes gobiernan tienen como única función
estimular el apetito de los mercados y llenarles el cebadero con todo aquello
que nos están arrebatando.
La sensación de culpa es, sin embargo,
nuestra. Algo tendremos que hacer.
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