Es cierto; lo constato
cada día. A medida que el tiempo se acelera con el paso de los años vividos,
supongo que hacia infinitas formas de declive entre las cuales la peor será
perder la lucidez, el presente se asocia fácilmente con experiencias de la
infancia.
La comparecencia de Rajoy el
día uno de agosto a petición del resto de los grupos parlamentarios no pasará a
la historia por su función clarificadora. Rajoy no dio ni una explicación sobre
las graves acusaciones de Bárcenas relacionadas con la presumible e histórica
financiación irregular del Partido Popular y del comportamiento inmoral de
buena parte de su cúpula dirigente. Pero eso era lo esperado. Era un brindis al
sol, una cuidadosa y bien medida aparición para cubrir un expediente necesario.
Dudo de que Rajoy convenciera ni siquiera a los suyos, masa obediente a la
consigna de jalear sus palabras y de manifestar un apoyo inquebrantable que la
mayoría, seguramente, estaba muy lejos de sentir de forma espontánea.
A los demás sí que acabó de convencernos.
Nos convenció definitivamente de que su casa está llena de podredumbre
inconfesable.
Le dijeron: "Tú te ciñes
al discurso; ni una palabra más, ni una menos".
Y Rajoy fue fiel a la consigna.
Justamente por esta fidelidad al guión
establecido pasará a la historia la intervención del presidente. Por una frase
inocua que repitió tanto como el guión se lo exigió.
(Fin de la cita).
Era sólo una acotación de los guionistas que Rajoy,
siguiendo las consignas del partido, leyó con aplicación de colegial, con la
determinación de un pecador necesitado de cumplir la penitencia para lograr la
absolución. "No te desvíes ni una palabra de lo escrito; ¡ni una!, porque
la situación es arriesgada. No improvises". Y él cumplió.
Y ahora os explico qué recuerdos de
infancia me provocó Rajoy.
Alguna vez os he contado desde este blog
que yo - mi vida- es un secuencia de casualidades; prácticamente, un milagro
del azar, si yo creyese en los milagros. En el azar sí creo.
Yo fui un niño campesino desde los tres años, se podría decir que
de nacimiento. No conocí prácticamente la escuela y mi socialización fue
producto de la convivencia con gañanes, pastores, porqueros y cuadrillas de
trabajadores y trabajadoras temporeros.
Fue casualidad que yo no acabara compartiendo su destino.
Fue casualidad que alguien -supongo que la señora de las
tierras, según se lo exigía su conciencia cristiana- se empeñara en que aquel
niño cabrero tenía que hacer la primera comunión y que debía asistir a las
lecciones de catecismo. Yo, catecismo no sabía. Ni una palabra. A los ocho años
me sabía, sin embargo, la enciclopedia Álvarez, Segundo Grado, un nivel
envidiable de cultura para aquellos tiempos. Me enseñaba la tribu circundante,
cada uno lo que pudo; muchas cosas las aprendí yo solo.
Fue casualidad que la familia paterna me acogiera en su
casa en un pueblo distante en primavera, tiempo en que comenzaba la catequesis
en la escuela.
Fue casualidad que un maestro gruñón y desencantado del
oficio se extrañara ante mis conocimientos. Muy superiores a los de los niños
urbanos.
Sin compañeros de
juegos, sin juguetes, sin conciencia de la propia infancia, yo llevaba una
biblioteca en la cabeza. Los libros viejos, desechados por los señores de
la casa grande, acababan en mis manos y se habían convertido en mi ventana al
mundo.
Cuando llegué a las lecciones de catecismo, me resultaban
familiares ya autores tan distantes y heterogéneos como Walter Scott,
Esopo, Charles Dickens, Cervantes, Homero, Emilio Salgari, Jonathan Swift, o
Mark Twain. También, otro autores, cuyo nombre no recuerdo, de novelas por
entregas -las telenovelas de la época- que mi abuelo Diego coleccionó
pacientemente durante buena parte de su vida, fiel reflejo de la continuidad de
las novelas de tema bizantino, con personajes maniqueos -buenos y malos
perfectamente delimitados- y protagonistas destinados a rodar por la vida para
sufrir en busca de un final feliz, que casi siempre fue posible.
No sé si fue casualidad que aquel
maestro gruñón, enfermo crónico de alguna afección pulmonar y desencantado me
propusiera para los exámenes del PIO, (Patronato de Igualdad de Oportunidades),
organismo franquista que otorgaba becas a los niños pobres más espabilados para
enviarlos a las Universidades Laborales, con la clara intención de
cualificarlos para la industria incipiente.
Puedo deciros sin mentir que fue casualidad que por mis
conversaciones con un amigo - hay una piscina, me dijo como razón suprema- yo
acabara en el seminario de Pilas.
Lo demás vino rodado.
Y ahora, la asociación que me trajo la
frase de Rajoy. En Pilas había escaso tiempo libre. Quizá tendríamos jornadas
escolares de ocho horas. Media hora diaria estaba dedicada a la formación
musical. En la tierna infancia hacíamos los cursos de Solfeo del Conservatorio.
Mucha gente inició allí una saludable carrera musical. Yo, no. No estoy dotado.
Un cura vasco, amigo de orfeones y asociaciones musicales, Yurrita de apellido,
decidió que a aquella formación había que darle un contenido práctico, y en
poco tiempo organizó una extraordinario coro de voces e instrumentos. Yo me
integré porque, a veces, hacíamos salidas a cantar en pueblos vecinos, y tras
las ceremonias, bodas, fiestas, celebraciones locales, alguien nos agasajaba
con banquetes desconocidos para los pupilos de un internado. Fueron años de
hambre rigurosa en ocasiones. Tanto que algún capítulo de nuestra famélica
existencia merecería figurar entre las aventuras del buscón don Pablos. Otro
día os contaré.
Pues bien, se acercaba la Navidad y el coro fue citado para ensayar
villancicos. Leíamos partituras como correspondía a nuestra formación musical.
Cada uno de nosotros tenía ante los ojos la partitura que correspondía a su
grupo de voces. Hasta aquel día aciago yo nunca había visto (bis) escrito en
una partitura. Formaba, en mi conciencia infantil sumida en aquella maquinaria
de voces conjuntadas para sonar extraordinariamente, parte de la letra del
dichoso villancico. Así que en el segundo de silencio que precedía a la
repetición del estribillo, como un cristal que se rasga, mi voz solitaria se
elevó cantando bis, sosteniendo en el aire la última nota que aparecía en el
pentagrama.
Un coro de niños y de muchachos me
dirigía miradas entre sorprendidas y acusatorias. Luego, las carcajadas y el
choteo se hizo tan duradero que creo que el ensayó se truncó. Recuerdo al cura
Yurrita viniendo hacia mí con pasos apresurados y su mano de oso levantada
amenazadoramente, pero con la carcajada bailándole en los labios. Me explicó
qué significaba aquel (bis) entre paréntesis y yo lo aprendí para siempre.
Aprendí para siempre el concepto "acotación". Hasta hoy no he vuelto
a cometer un error tan garrafal.
Al parecer Rajoy, aunque convive
dignamente con su aspecto de seminarista, de curato frustrado, nunca formó
parte de un coro en su infancia gallega. Es un hombre afortunado. Ha pasado a
la historia porque no es capaz de distinguir las acotaciones en un texto. Algo
es algo.
Esa fidelidad a la palabra escrita nos
deja algunas seguridades.
Tanta fidelidad al guión denota
inseguridad extrema, especialmente en el caso de un parlamentario avezado como
él. Inseguridad y temor oscuro a las palabras. Mala conciencia, en suma
La comparecencia fue una pérdida de
tiempo. No cambió para nada la percepción que tenemos sobre el comportamiento
del Partido Popular y del propio presidente del gobierno. Rajoy no fue dueño de
su intervención; se plegó al guión, e, incluso, ignoró las preguntas concretas
que los portavoces le dirigieron. Tomó el pelo a quienes esperaban de su
intervención un maguerazo de agua a presión sobre la basura institucional que
nos rodea.
Pero, sobre todo, nos queda una certeza
bastante incuestionable; Rajoy no es sólo rehén de Bárcenas. Rajoy es sobre
todo rehén de los servicios jurídicos de su partido, los que le redactan los
discursos que él repite de forma fidelísima, incluyendo las acotaciones. Rajoy
es una voz prestada. Ya no es dueño ni de sus pensamientos.
Fin de la cita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario