( Azuaga, 25 de diciembre de 2012)
Veinticinco de diciembre, fun,
fun. Día lluvioso, desapacible y frío. Deambulo a toda prisa por las calles
vacías. Ni en los tugurios de los impenitentes bebedores de aguardiente matinal cualquier día del año hay la más mínima señal de movimiento humano. Los
fumadores faltos de previsión, como quien suscribe, hoy tendrán que fumarse la
pata de una silla. El pueblo está sumido en un sopor cansino tras las puertas
cerradas. Silencio de granito sobre los
tejados verdinosos. Hay que recuperar el equilibrio tras una noche larga en
torno a las candelas públicas. Quedan rescoldos en algunas todavía.
Nunca he sabido con exactitud dónde
hundirá sus raíces esta tradición. Supongo que recordarán las hogueras de
pastores, en las que encendían los hachones con los que alumbraban su
tradicional periplo navideño a la misa del gallo por veredas inseguras, incluso
a plena luz del día.
Desconozco
por qué razón hay tradiciones que arraigan de manera indeleble, incluso entre
quienes desconocen su sentido, mientras otras mueren de inanición apenas en dos
generaciones.
Asomado al mirador de mi memoria, aletean en ese álbum intangible
de imágenes imborrables que guardamos de nosotros mismo la hoguera de hachones
de gamones, asfódelos o varitas de san José, una planta liliácea de tallo
lampiño y poroso, que una vez seco, arde con facilidad extrema. Pacientemente
mi padre los había fabricando durante los meses previos para alumbrar nuestra
noche de navidad.
Mis hermanos y yo jugábamos con fuego en la más tierna
infancia, con autorización de los adultos, por respeto a la tradición. Nevaba sobre
nuestras cabezas infantiles una nieve grisácea de pavesas y la nochebuena fría y
solitaria de los niños sin escuela que éramos, se llenaba con nuestras risas nerviosas
y sinceras. Como druidas antiguos correteábamos con nuestros hachones, iluminando
la noche en torno al cortijo solitario en la cima de un cerro pelado batido por
los vientos que soplaban desde cualquiera de los puntos cardinales.
En aquella celebración había algo primitivo, mágico, ritual. Aquellas risas nerviosas eran como la alegría torrencial del hombre prehistórico
que aprendió a dominar el fuego y, desde ese mismo instante, tuvo la tentación de
retar a los dioses y de reservarse espacios propios, impenetrables a los caprichos
de la divinidad.
Hará cien años que no tengo un hachón de aquellos entre las manos. Los rescoldos de las hogueras públicas del pueblo, el inconfundible olor del humo de la madera de encina me han traído ráfagas de infancia y alguna puñalada leve de nostalgia. Nostalgia por los que se fueron y por lo que perdí.
Desde el mirador de la memoria, aquella alegría inconsciente de muchachos era también la alegría de quienes esperaban muchas cosas de la vida. El mundo entero era un territorio sembrado de esperanzas. Contrasta tanto ese mundo recordado con el hoy vivido que el propio mundo parece haber cambiado definitivamente.
Entre la niebla de la memoria y el humo de las hogueras, desde la atalaya de los años, creo estar viviendo un fin de ciclo, y no me refiero al de mi vida; un ciclo demasiado breve que ya incluye entre sus límites imprecisos el nacimiento esperanzado y el descrédito y la deslegitimación de la democracia más duradera y más creíble de toda nuestra historia. Se amontonan las causas que erosionan la credibilidad del sistema democrático. La crisis económica ha degenerado ya definitivamente en crisis de los valores en los que se asentaba hasta hace bien poco nuestra organización social y nuestra convivencia.
No estuve anoche en ninguna de esas hogueras multitudinarias, intergeneracionales, ruidosas; pero, detrás de la celebración obligada y la alegría que solicita el calendario no habría sido difícil descubrir un sentimiento colectivo mucho más unánime, el miedo al futuro. Un miedo provocado por la violencia y el cinismo del Estado, los abusos, el desvalijamiento soportado, la desprotección, el abandono. Lo alimenta también el convencimiento de que se protege a los culpables, a los que han esquilmado al Estado, a los ladrones, a los canallas, a los corrompidos. Y ese convencimiento está resucitando del pasado que creíamos olvidado comportamientos reconocibles de la España cainita.
Un fin de ciclo. Sí.
Ojalá en algún rincón de ese desván de casa que ya no frecuentamos hubiera algún hachón de gamones esperándome. En el centro del patio diminuto donde colgamos la colada al sol repetiría esta noche el ritual antiguo esperando que volviera la risa y la esperanza.
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ResponderEliminarSe ha suprimido por error. Era un comentario que correspondía a otra entrada. No se debe a ningún tipo de censura
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