Hoy se ha hecho pública la
noticia. En el primer cuatrimestre del presente año el déficit -diferencia
negativa entre ingresos y gastos- que había establecido el gobierno en sus
previsiones económicas alcanza las dos terceras partes de lo previsto para todo
el curso económico. Quedan dos cuatrimestres. Aplicando una sencilla regla de
tres sería lógico concluir que las cuentas no saldrán de ninguna manera. Y hay
un dato a favor de esta negra previsión. Si comparamos la situación actual con
la del primer cuatrimestre del año pasado, el crecimiento del déficit se
acerca al 90%.
Todo ello, a pesar de las duras
restricciones aplicadas a los servicios públicos, de las reducciones de
plantilla en servidores del Estado, de los daños ocasionados en la nóminas de
los empleados públicos , del empobrecimiento generalizado de los pensionistas
obligados a copagos múltiples,- y los que vendrán- y de las subidas de
impuestos , entre ellos el IVA.
Nos embrollarán con
explicaciones farragosas siguiendo la táctica de mantener a la mayor parte de la
población al margen de la realidad económica, como si fuera un asunto
tremendamente complejo al alcance de la comprensión de unos pocos escogidos,
pero yo voy a traducir al román paladino las verdaderas razones. No hay otras.
Si el gasto no ha crecido, porque sus medidas de control así lo tienen
establecido y aumenta la diferencia negativa entre los ingresos y los gastos,
la ecuación es bien simple. Han disminuido los ingresos de forma
llamativa.
Han disminuido los ingresos por imposición
sobre las rentas del trabajo -IRPF-, porque hay un millón más de desempleados
que en Abril del 2012.
Han disminuido las cotizaciones a la
Seguridad Social porque hay un millón menos de cotizantes que en Abril del
2012.
Ha disminuido la recaudación del IVA -
un 12% menos que en Abril del 2012- porque el Equipo Económico de Rajoy le
aplicó una subida brutal en un momento económico de recesión del empleo, del
consumo y de la confianza en el futuro inmediato.
¿Qué esperaban?
El gran error de la Europa Merkeliana,
y el de este gobierno que la secunda, cada vez con menos convencimiento, - otra
cosa sería si Aznar tuviera entre sus manos el timón-, es poner el control del
déficit como objetivo, cuando sólo debiera ser la consecuencia de otros
objetivos más racionales y juiciosos. El capitalismo europeo actual, que está
haciendo extraordinariamente buenos a muchos de sus antecesores, pretende
salvar sus apolillados muebles matando a buena parte de sus consumidores. Y que
se sepa, este sistema irracional e injusto,-criminal en muchos de sus
comportamientos-, se sustenta sobre la producción y el consumo masivos de
bienes y servicios.
El control del déficit como único
principio económico y como única función de los gobiernos, títeres en el teatro
de marionetas políticas que maneja Berlín, sólo conduce a la ruina. Grecia,
Portugal, Irlanda, países que han cumplido hasta la extenuación las medidas
impuestas por Frau Merkel y sus compañeros de viaje, lejos de mejorar su
situación económica y social, contemplan aterrorizados como la ruina amenaza
con devorarlos. Y España les va a la zaga a no mucha distancia.
Alemania debiera releer algunos
capítulos de su historia reciente. Muy reciente. Es imposible que la haya
olvidado.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial
Alemania era una ruina de proporciones bíblicas. Cargaba sobre su conciencia
con la culpa de haber ocasionado en un cuarto de siglo cien millones de muertos
por sus veleidades imperialistas; tenía entre sus méritos históricos el haber
provocado, en dos ocasiones, la ruina de infinidad de naciones de la tierra y,
especialmente, la suya propia.
Aquello sí que fue vivir por encima de
sus posibilidades, y por encima de las posibilidades del resto del mundo.
Al final de la Segunda Guerra Mundial
bien podía haber desaparecido de la faz de la tierra como nación. Su territorio
estaba repartido entre los vencedores que participaron en su derrota; su
capital, igualmente dividida, empezaba a generar como un dragón venenosos hijos
deformes y amenazadores que aterrorizaron a la humanidad durante el
periodo infausto que llamamos Guerra Fría.
Grecia, por poner un caso extremo en la
Europa actual de país arruinado por las políticas alemanas y las de quienes las
secundan, es un paraíso si la comparamos con aquella Alemania. Y su deuda de
entonces no soportaría comparación alguna con ni una sola de las
situaciones actuales. Acumulaba deudas desde la República de Weimar, muchas de
ellas por impagos de las sanciones que le impusieron los vencedores en la Primera
Guerra Mundial en el Tratado de Versalles. Entre el 1934 y el 1939, Hitler
suspendió pagos de todas aquellas obligaciones internacionales y se acumularon
intereses de manera abrumadora. La propia guerra, con sus costes desmesurados
en industria bélica y en el sostén y aprovisionamiento de un ejército integrado
por muchos millones de hombres, llevó al país al caos económico del que jamás
habría podido salir solo.
Entre el 28 de febrero y el 8 de agosto
de 1952, -fueron muchos meses y muchas sesiones de trabajo para lograr
acuerdos- se reunieron en Londres los acreedores mundiales de Alemania. Estaban
las naciones vencedoras del bloque occidental y democrático, EE.UU, Francia, el
Reino Unido, pero, además, otros veinte países, bancos de proyección internacional
y una legión de acreedores privados.
Como consecuencia de aquellas
negociaciones se firmó el acuerdo de Londres de 1953 que liberaba a Alemania de
una buena parte de los intereses acumulados, se le condonaba la mitad de la
deuda, se le ampliaba la moratoria para su devolución en veinte años y se le
concedían cinco años de carencia de devolución de capital ,- sólo debía abonar
intereses- para permitirle recuperar su industria.
Uno de los países que renunció a cobrar
los destrozos que el ejército nazi ocasionó en su tierra fue Grecia, ese país
al que ahora condenan sus medidas inhumanas.
Para que no se viera drásticamente
afectada en sus políticas de empleo y de atención a las necesidades de su
población - entonces el modelo comunista de la URRS era un referente muy
cercano para los obreros empobrecidos de muchas naciones europeas- se vinculó
el pago de la deuda al superávit comercial. Para entendernos, cuando las
exportaciones alemanas generaran beneficio al país, sería ese beneficio el que
haría frente a la deuda nacional. Para hacer posible este objetivo los
acreedores colaboraron con medidas que favorecían la exportación alemana,
convirtiéndola en la potencia industrial y exportadora que es hoy. Alemania le
debe eso al resto del mundo.
Alemania habrá olvidado aquel capítulo de
su historia, porque los países, como las personas, tienden a olvidar los
momentos terribles de su vida o de su historia, sobre todo si están plagados de
culpas. Debiera releer esas páginas y aprender la lección. Y, como
consecuencia, debiera dejar su soberbia y su actitud de suficiencia moral a
buen recaudo.
Todo aquello, lógicamente, no fue una
mano tendida, un gesto de reconciliación con el enemigo reciente y causante de
la ruina mundial. Fue un plan hábilmente diseñado por políticos de altura y por
un capitalismo inteligente. Recuperaron la capacidad productiva y de consumo de
una nación con enorme capacidad en ambos ámbitos de la economía mundial. De
paso, salvaron también, su democracia.
Podríamos preguntarle a Merkel y a su
muy democrático Parlamento qué habría sido de Alemania si el acuerdo de Londres
hubiera establecido para su país las mismas medidas que ella dicta para media
Europa. El pueblo alemán tiene fama de lógico. Seguramente llegará a la misma
conclusión que yo. En ese caso los acreedores habrían puesto una miserable
lápida sobre la tumba de Alemania. Habrían escrito el último capítulo de su
tormentosa y breve historia. Y los vencedores explicarían la razón de su
fracaso como nación; la factura que un pueblo soberbio había pagado por haber
retado al mundo dos veces en veinticinco años, provocando sufrimientos y
pérdidas incalculables al resto de la humanidad.
Afortunadamente para Alemania, y para la
humanidad, en los acuerdos de Londres hubo políticos de altura y un
capitalismo - duele decirlo- inteligente.
Pero Merkel, los funcionarios que
gobiernan en su nombre y los gobiernos títeres no recibirán, así que pasen 60
años, ni una palabra laudatoria de un bloguero de izquierdas - ¿habrá aun gente
de izquierdas a finales del siglo XXI o habrán sido devorados por el pensamiento
único y el hastío?-, porque su obcecación, su visión miserable de la economía,
su servilismo a los intereses del capital, su pobreza mental para preparar el
futuro, su falta de grandeza para gestionar asuntos públicos de trascendencia
mundial, habrán destruido hasta los cimientos a muchos países y habrán puesto
en riesgo los sistemas democráticos que tanto nos ha costado construir.
Si la humanidad guarda memoria de sus
actos, así que pasen otra vez sesenta años, seguramente escupirá en sus
nombres, porque cuando se pueda hacer un cómputo razonable de los daños
causados por esta horda quedará patente que están poniendo en peligro el futuro
de Europa.
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