Hace apenas dos días la
ministra de trabajo, Fátima Báñez, era portada en los medios de comunicación en
la ceremonia de besamanos a su homóloga alemana, de apellido von der Leyen, que
aprovechaba para recordarnos nuestros deberes en el control de déficit y
aceptaba, sin empacho, las muestras de agradecimiento servil por la generosidad
de su país, dispuesto a mejorar las condiciones miserables de parte de la
juventud de esta colonia del sur.
Dicha generosidad se plasma en un
acuerdo o memorando por el que Alemania se compromete a dar trabajo a cinco mil
jóvenes españoles a través de la formación profesional dual que combina
formación y prácticas de empresa. El acuerdo contempla también la oferta de
trabajo estable para personal cualificado.
El ciclo se cierra. Formamos a la
juventud española, quizá mejor que nunca a pesar de los anatemas que lanza
sobre el sistema educativo la inefable Cospedal acusándonos de ser los
causantes de ese 57% de desempleados juveniles, para que vaya a producir
- y a ser explotada con empleos mal pagados bajo la cobertura legal de un
contrato de prácticas - a la industria alemana o a su sector servicio.
La inversión en formación de las
nuevas generaciones resulta lamentable para nosotros. Para ellos es un cesto
lleno de frutas que no han tenido que cultivar, un sobre repleto de billetes
que han encontrado en medio del desierto. Y aún se colgarán la medalla de la
solidaridad alemana con el resto de Europa.
Alguien tendrá la justificada
tentación de considerarme una persona desagradecida, que ha perdido el don de
la objetividad arrastrado por la corriente antialemana que circula por Europa.
Pudiera ser.
Pero detesto a los oportunistas, a los
que sacan beneficio del esfuerzo ajeno sin arriesgar lo más mínimo.
Y ahora, detesto la política alemana y
sus imposiciones al resto de los socios, porque tengo la certeza de que es una
política interesada, ejercida con mano de hierro en beneficio exclusivo de su
poderosa plutocracia y ruinosa para la mayor parte de la Unión Europea.
Y rechazo un sistema productivo que
se basa, principalmente, en la existencia de ocho millones de jóvenes con
salarios que oscilan entre los cuatrocientos y los seiscientos euros al mes,
dependientes de por vida de la asistencia familiar para poder sobrevivir. Es el
destino de los nuestros. No os quepa duda. No envidio su futuro en absoluto.
No necesitamos que Alemania acoja a
cinco mil jóvenes españoles desempleados y muy cualificados para que los
explote su sistema productivo. Necesitamos que la Unión Europea genere las
condiciones económicas que permitan a esos jóvenes españoles producir en su
país y concretar en él su proyecto vital. Sabemos que es posible. Solo es
cuestión de racionalizar el proceso productivo, de controlar los desmanes del
capitalismo salvaje que desmonta y empobrece a la mayoría de los Estados
europeos.
En la década de los setenta del siglo
pasado - duele emplear estas referencias en el calendario de la propia vida- ,
yo también tuve un contrato para trabajar en Alemania. En la Kodak, creo que
radicada en Stuttgart o en Colonia, ha pasado ya demasiado tiempo para saberlo
con certeza. No sabía entonces que esa multinacional americana durante la
Segunda Guerra Mundial transformó sus fábricas de material fotográfico en
fábricas de armas para la causa nazi. Es lo que tiene la conciencia multiusos
del capitalismo sin fronteras; es muy adaptable. Ese detalle entonces carecía
de importancia. Ahora, también.
Nunca fui.
Aquel contrato era, sin embrago, la
forma lógica de continuar la tradición de los temporeros extremeños; y
eso era yo; había dejado de serlo por azar, por una beca del Estado Franquista
para los niños pobres. Se nos ofrecía como alternativa la Formación Profesional
con la intención de capacitarnos para la balbuceante industria española,
o el seminario. Sepa dios por qué razón yo elegí el seminario que me abrió
otras puertas, las de la Universidad, por ejemplo. Cuando durante el primer año
de estudios teológicos decidí que no era
yo hombre de iglesia y renuncié con ello a una beca para estudiar en la
Pontificia de Roma,- por esa razón estudiaba alemán- el sistema me borró
de los candidatos potenciales a otras becas, por ejemplo a la beca salario para
seguir estudios universitarios.
Supe que estaba marcado por el
destino de los temporeros que me habían precedido; que no tenía otra
alternativa que seguir la ruta del ejército anónimo de hombres y mujeres
desesperados, desarraigados de su tierra, que guardaron en su maleta de madera
asegurada con correas de cuero algunas mudas miserables, fotos de la familia y
un sinfín de miedos indefinibles, y se fueron a tierras extrañas a levantar las
ruinas que dejó la guerra con su aliento destructivo.
Yo, al menos, había hecho un curso
acelerado de alemán; sabía pedir pan, tabaco, agua, orientarme vagamente.
Llevaba en la maleta mi gramática sucinta de la Lengua Alemana y un diccionario
razonablemente capaz. Nunca terminé de llenar y cerrar aquella maleta.
Afortunadamente, creo, por más que uno no sepa nunca que había detrás de la
puerta que no abrió. Pero no me arrepiento de mi vida.
Se cierra el ciclo. Nunca lo hubiéramos
dicho.
Cuando hemos leído o escrito que
corremos aceleradamente hacia el pasado, probablemente no estábamos pensando en
que somos de nuevo un país que, por carecer de otros bienes exportables,
exporta su mano de obra, ahora las más cualificada; regala su capital
humano a los depredadores más oportunistas del continente.
Y besamos la mano, agradeciendo el robo,
a quienes crearon las condiciones de nuestra ruina.
Loor a Fátima Báñez. Quizá todo esto no
sea sino el producto de la intercesión de alguna virgen a la que invocó como
remedio del paro. Quizá ni la virgen pueda encontrar remedio en este país tan
maltratado por este gobierno lamentable. Ha de estar desesperada para
encomendar el remedio del paro a la eficacia protestante que no la reconoce
como objeto de culto.
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