García Margallo es un
ministro atípico. No parece un político del PP de uso corriente. Parece un
hombre que no recurre a la mentira fácil. Recientemente, en un desayuno
organizado por la revista "Cinco días", reconoció lisa y llanamente
que "en esta crisis no sabemos cuál es la solución y empezamos a pensar
que nuestras medidas no son suficientes o no han sido adoptadas a
tiempo..." Viene a decir el hombre que el gobierno no sabe cómo sacarnos
del atolladero y que las medidas en las que confiaron al principio, porque
seguramente confiarían en ellas, no funcionan.
No he prestado la más mínima atención a
este ministro. No sé cómo desempeña su función de relación con otras
cancillerías. Sin brillantez, seguramente, como corresponde a la gestión de
este gobierno, cuyos miembros menos significados por comportamientos
ideológicos y revanchistas, no alcanzaría mayor valoración que el calificativo
mediocre. La mayor parte de los miembros de este gobierno merecen otro muy
distinto en su actuación, nefasta.
No obstante este ministro se ha ganado
mi respeto, el que merece la honestidad, la sinceridad de un ser humano, sea
cual sea la función que desempeñe.
Vino a confirmar las pesimistas noticias
que el propio gobierno desveló algunos días antes, que el paro seguiría
aumentando durante toda la legislatura y que la economía española se contraería
un uno y medio por ciento en el presente año. Sólo que aquellas previsiones,
aquel arranque de sinceridad repentino fue corregido de inmediato. Desconozco
si la estrategia de comunicación es obra directa del sobrino de Juan Ramón
Jiménez, Pedro Arriola, al que muchos expertos atribuyen la paternidad de los
lemas que el Partido Popular repite de forma machacona para convertirlas en la
realidad creíble frente a la otra obstinada realidad, oscura y amenazadora. Son
lemas burdos, de una simpleza abrumadora, casi americana. Pero, al parecer,
eficaces porque se asumen por parte de esa España proclive a la embestida
cuando se digna usar de la cabeza, que nos describió Machado.
Desde aquel desliz que se permitió
algún miembro del gobierno el 26 de abril en un ataque de sinceridad, de
desesperación o de olvido de las consignas del partido, la valoración positiva
del gobierno ha ido ascendiendo peldaño a peldaño hasta alcanzar los tintes
optimistas de la arenga de Rajoy a sus barones ayer mismo. Aseguró que
antes de terminar la legislatura bajaría impuestos - no especificó cuáles- y
habría creación de empleo.
Objetivo cumplido. No hay que mentir
solo al pueblo. Cuando las aguas del partido bajan revueltas, hay que mentirle
también al propio partido.
"España mejora. Sin nosotros, este
país no existiría ya porque sus cenizas las habría repartido el viento de la
historia acelerado por la deuda. Ya nadie se acuerda del rescate. Y eso, a
pesar de la herencia recibida..."
Mensajes repetidos hasta la nausea
intelectual. Manipulación de la realidad para que la realidad pierda su
terrible consistencia. Mentira, tras mentira. No se trata de transformar la
realidad; se trata de enmascararla para mantenerse en las encuestas, o para
alejar al partido de la tentación de la autocrítica, tan inusual, tan
peligrosa.
Por eso es admirable la sinceridad- o la
enajenación pasajera- de Margallo, ajeno al parecer a las consignas diseñadas
por el experto en manipulación electoral.
Muy lejos de esa actitud tan humana
y tan admirable, por inusual, está Wert, la soberbia como instrumento de
gobierno; sacará adelante la Ley de Educación más contestada, más
controvertida, más inútil y menos duradera de todo el periodo democrático. Será,
por añadidura, la más ideológica, la más excluyente y la más belicosa. Un
triunfo importante sobre la sociedad laica de la Conferencia Episcopal.
Estupendo, dios se lo pagará con siglos de paraíso.
Yo tengo clara una
de las principales propuestas que condicionará mi voto en las próximas
generales; lo tendrá aquel partido que lleve en su programa la denuncia del
Concordato con la Iglesia Romana. ¿Quieren guerra? ¡Pues, que tengan guerra! Es
hora de demostrar que la sociedad no se arrodilla ante el anillo episcopal,
salvo que quiera hacerlo. Sólo merece respeto quien demuestra respeto a los
demás. Y esta gerontocracia que gobierna la iglesia española, que tanto añora el pasado y que recibía bajo palio al
dictador, no merece el más mínimo respeto.
Junto
a Wert, y por motivos obvios, ocupa esta semana el podium de la indignidad la
inefable Cospedal. Cospedal es el cinismo en estado puro. Esta mujer carece de
autoestima. Hasta tal punto se deja llevar por su soberbia. Avergüenza oírla,
porque en sus palabras late el desprecio a los demás, a la inteligencia humana.
Se cree a salvo en el bastión de sus inconsistentes manipulaciones. Pero
resulta ridícula. Penosa. Cospedal desautoriza las manifestaciones contra la
ley de Educación. Nos recrimina que rechace esta ley una sociedad que acumula
un 55% de paro juvenil. Buen argumento. La ley Wert sacará del paro a la
juventud española, porque el paro nada tiene que ver con la situación económica
y con la precariedad y la explotación laboral que su partido ha establecido
como sistema para mejorar la competitividad, sino con el sistema educativo. Ya
contestamos desde este blog con un exabrupto al secretario de Comercio
Exterior, García-Legaz, en el mes de septiembre por una valoración semejante.
Todo lo dicho vale ahora para la señora Cospedal, el cinismo que viste de
mujer.
Puesto de podium también
para uno de los ministros nefastos a título individual. Para Gallardón, el
defensor de los privilegios en materia de justicia y la conciencia
incorruptible que niega a la mujer su derecho a decidir en un asunto tan
personal como la maternidad.
Todos ellos son el símbolo de la
regresión, no por esperada, menos insultante. Esta gente no nos respeta, ignora
a voluntad a la sociedad que pretenden gestionar. Se merecen nuestra
reprobación. Primero, echarlos, para que no sigan destrozando nuestro mundo.
Luego, dotarnos de instituciones que merezcan nuestro respeto y nuestro
esfuerzo solidario.
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