Como si empezara una nueva era tras el triunfo de la
señora Merkel, ahora las páginas salmón de los periódicos de economía retoman
la reflexión sobre el futuro de Europa, o sobre los problemas más acuciantes
que debe afrontar para tener un futuro.
Dos enfermedades primordiales han hecho
presa en el cuerpo de esta Europa, sorprendentemente poco dotada de defensas,
según señalan los expertos.
La primera es que el capital financiero,
el especulativo, el que exige beneficios pero no genera puestos de trabajo
productivo es un gigante devorador del resto de las actividades económicas. No
da tregua. En realidad hay demasiado dinero ocioso en las cajas de los ricos.
Exige rendimientos pero no produce beneficios a la sociedad. Y los exige
forzando a los Estados a recortar la inversión social de los servicios públicos
y a modificar las condiciones laborales de los trabajadores.
La segunda es consecuencia de
la primera; es una enfermedad oportunista que aprovecha la debilidad que la
anterior ha generado. La segunda enfermedad es el aumento de la desigualdad
entre los ciudadanos. Casi hemos vuelto a la situación de desigualdad que se
produjo en el periodo que va desde el final de la Primera Guerra Mundial a los
años 50,- final de la Segunda Guerra Mundial-, del siglo pasado.
Ese periodo histórico de pronunciada
desigualdad tuvo nefastas consecuencias para el capitalismo y para la
democracia como sistema. El hundimiento económico de 1929, originado también en
los Estados Unidos donde el ultraliberalismo económico suele generar monstruos
cíclicos, y el nacimiento de los fascismo europeos son buena muestra de las
consecuencias de las desigualdades.
Pero parece que la Historia ya no es
maestra de la vida, como proclama la vieja sabiduría encerrada en las máximas
romanas. "Historia, magistra vitae" ya no significa nada.
La
Europa a la que hoy aspiramos, en realidad, no ha existido nunca. Habrá que
construirla, conscientes de que el punto de partida ha situado a los pueblos
que la integran en lugares muy distantes entre sí. La organización primitiva de
la sociedad que habitaba Europa era muy diferente en los dos parámetros que
sirven para definirla: el tipo de organización familiar y las formas de
propiedad y explotación de la tierra. Y esas manifestaciones, ni siquiera
tenían que ver con la distribución de las fronteras nacionales que hoy
conocemos.
El sur, el denostado sur, de Europa
tiene una cultura milenaria, muy anterior al cristianismo, plasmada en su
alfabeto, instrumento que deja cada hallazgo a disposición de las generaciones
posteriores; en su organización social; en los avances de la ciudad y de las
comunicaciones; en la creación de tradición y de cultura; en su organización
militar y en sus procedimientos de conquista y de colonización; en la
organización de su economía; en el afán por dotar a su vida de comodidades y en
la administración de los placeres; en la justificación moral de todo ello
mediante el pensamiento organizado, la Filosofía; en el esfuerzo sistemático
por comprender las reglas que marcan el devenir de los acontecimientos humanos
y los fenómenos naturales, es decir, la Historia y las Ciencias. Todos esos
aspectos nos hablan de una civilización no superior, sino única en toda la
extensión del continente. Y tiene mentalidad abierta y relativizadora. Las
bases de su cultura no son únicas; son la amalgama de muchas experiencias, el
fruto de muchos mestizajes, el resultado del injerto de múltiples esquejes en
el árbol milenario de una cultura rica, plural, e inclusiva. Eso ha hecho del
sur un territorio poco dado a aceptar ninguna autoridad indiscutible. Durante
algunos siglos el cristianismo, convertido en una forma de poder, cambió esa
percepción de nuestra vida. Pero la religiosidad fue en muchos casos entendida
como un convencionalismo social imprescindible; nunca garantizó una moralidad
intachable en ningún estamento social. La libertad es el valor supremo. En el
alma del sur siempre está presta a germinar la semilla de la rebelión.
Muy al contrario, el norte, hoy rico,
rígido, soberbio, no salió, en realidad, de la prehistoria hasta el
advenimiento del cristianismo que llevaba consigo el alfabeto latino y su
capacidad de crear tradición escrita, instituciones aprendidas del sur y
organización social en torno a una cultura compartida. Su principal elemento de
cohesión fue, precisamente, la religión. Y cuando Colón andaba empeñado en la
labor de descubrir un nuevo continente, la Europa cristiana andaba enfrascada
en su escisión más llamativa. La reforma protestante creía que la religiosidad
del sur era impostada, instrumental, folclórica. Y el credo protestante
estableció su catecismo; en él quedó plasmada una verdad incuestionable, el
capitalismo es de origen divino. La riqueza es un don de Dios. Un don
individual con el que Dios premia al hombre bueno, que trabaja y se esfuerza
por cumplir con sus mandamientos. La pobreza, pues, es un castigo, una señal de
que Dios no aprueba tus actos. Y la búsqueda del beneficio no es otra cosa que
seguir los dictados de la divinidad. Y si lo consigues, sin entrar en
consideraciones sobre los procedimientos que empleaste, será señal de que Dios
está de acuerdo con tus actos. No hay mayor legitimidad que el aplauso de la
divinidad.
Los desencuentros sobre el procedimiento
para afrontar el problema de la deuda de los Estados más afectados por la
crisis económica tienen que ver bastante con los beneficios que la Europa rica
obtiene de sus préstamos a la Europa pobre, desde luego. La sensación es,
además que ese Norte que ahora nos enjuicia de forma negativa y nos usa para
dirimir sus elecciones, -somos la horda pedigüeña y harapienta, las cigarras
del Sur que acabarán con los ahorros del hormiguero del Norte laborioso, si
alguien no pone freno-, tiene un punto de soberbia alimentada con el sustrato
ideológico de aquel capitalismo inicial justificado en un mandamiento divino.
La Europa a la que aspiramos no existe.
Habremos de inventarla superando infinidad de inconvenientes.
Estoy de acuerdo con recuperar ese
debate. Europa debe ser también un tema de reflexión, de debate y de
reivindicación. O la corregimos o la desechamos. Y creo que desecharla entraña
un retroceso inevitable en el mundo global que nos ha tocado compartir. Pero
aceptarla con su diseño actual, con la prevalencia de los intereses nacionalistas
que actúan de forma insolidaria no nos conducirá a buen puerto. En absoluto.
Habrá que corregirla. La sensación que manejamos es que se trata de una Europa
improvisada, que ahora es pasto de la derecha política con su inevitable
proyección económica y un mensaje envenenado: legitimar las desigualdades, cada
vez más acusadas, porque ese el único camino del progreso. El suyo, desde
luego. Porque la idea del progreso que defienden nada tiene que ver con las
condiciones de vida de los seres humanos, sino con el beneficio que obtienen a
costa de los mismos.
Nuestro problema es que no vemos a nadie sentado
en el otro lado de esa mesa de debate, defendiendo la idea humanitaria de
Europa que un día nos llenara de esperanzas.
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