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lunes, 30 de septiembre de 2013

A vueltas con Europa

              Como si empezara una nueva era tras el triunfo de la señora Merkel, ahora las páginas salmón de los periódicos de economía retoman la reflexión sobre el futuro de Europa, o sobre los problemas más acuciantes que debe afrontar para tener un futuro.
            Dos enfermedades primordiales han hecho presa en el cuerpo de esta Europa, sorprendentemente poco dotada de defensas, según señalan los expertos. 
            La primera es que el capital financiero, el especulativo, el que exige beneficios pero no genera puestos de trabajo productivo es un gigante devorador del resto de las actividades económicas. No da tregua. En realidad hay demasiado dinero ocioso en las cajas de los ricos. Exige rendimientos pero no produce beneficios a la sociedad. Y los exige forzando a los Estados a recortar la inversión social de los servicios públicos y a modificar las condiciones laborales de los trabajadores. 
            La segunda es consecuencia de la primera; es una enfermedad oportunista que aprovecha la debilidad que la anterior ha generado. La segunda enfermedad es el aumento de la desigualdad entre los ciudadanos. Casi hemos vuelto a la situación de desigualdad que se produjo en el periodo que va desde el final de la Primera Guerra Mundial a los años 50,- final de la Segunda Guerra Mundial-, del siglo pasado.
            Ese periodo histórico de pronunciada desigualdad tuvo nefastas consecuencias para el capitalismo y para la democracia como sistema. El hundimiento económico de 1929, originado también en los Estados Unidos donde el ultraliberalismo económico suele generar monstruos cíclicos, y el nacimiento de los fascismo europeos son buena muestra de las consecuencias de las desigualdades.
            Pero parece que la Historia ya no es maestra de la vida, como proclama la vieja sabiduría encerrada en las máximas romanas. "Historia, magistra vitae" ya no significa nada.
            La Europa a la que hoy aspiramos, en realidad, no ha existido nunca. Habrá que construirla, conscientes de que el punto de partida ha situado a los pueblos que la integran en lugares muy distantes entre sí. La organización primitiva de la sociedad que habitaba Europa era muy diferente en los dos parámetros que sirven para definirla: el tipo de organización familiar y las formas de propiedad y explotación de la tierra. Y esas manifestaciones, ni siquiera tenían que ver con la distribución de las fronteras nacionales que hoy conocemos.
            El sur, el denostado sur, de Europa tiene una cultura milenaria, muy anterior al cristianismo, plasmada en su alfabeto, instrumento que deja cada hallazgo a disposición de las generaciones posteriores; en su organización social; en los avances de la ciudad y de las comunicaciones; en la creación de tradición y de cultura; en su organización militar y en sus procedimientos de conquista y de colonización; en la organización de su economía; en el afán por dotar a su vida de comodidades y en la administración de los placeres; en la justificación moral de todo ello mediante el pensamiento organizado, la Filosofía; en el esfuerzo sistemático por comprender las reglas que marcan el devenir de los acontecimientos humanos y los fenómenos naturales, es decir, la Historia y las Ciencias. Todos esos aspectos nos hablan de una civilización no superior, sino única en toda la extensión del continente. Y tiene mentalidad abierta y relativizadora. Las bases de su cultura no son únicas; son la amalgama de muchas experiencias, el fruto de muchos mestizajes, el resultado del injerto de múltiples esquejes en el árbol milenario de una cultura rica, plural, e inclusiva. Eso ha hecho del sur un territorio poco dado a aceptar ninguna autoridad indiscutible. Durante algunos siglos el cristianismo, convertido en una forma de poder, cambió esa percepción de nuestra vida. Pero la religiosidad fue en muchos casos entendida como un convencionalismo social imprescindible; nunca garantizó una moralidad intachable en ningún estamento social. La libertad es el valor supremo. En el alma del sur siempre está presta a germinar la semilla de la rebelión.
            Muy al contrario, el norte, hoy rico, rígido, soberbio, no salió, en realidad, de la prehistoria hasta el advenimiento del cristianismo que llevaba consigo el alfabeto latino y su capacidad de crear tradición escrita, instituciones aprendidas del sur y organización social en torno a una cultura compartida. Su principal elemento de cohesión fue, precisamente, la religión. Y cuando Colón andaba empeñado en la labor de descubrir un nuevo continente, la Europa cristiana andaba enfrascada en su escisión más llamativa. La reforma protestante creía que la religiosidad del sur era impostada, instrumental, folclórica. Y el credo protestante estableció su catecismo; en él quedó plasmada una verdad incuestionable, el capitalismo es de origen divino. La riqueza es un don de Dios. Un don individual con el que Dios premia al hombre bueno, que trabaja y se esfuerza por cumplir con sus mandamientos. La pobreza, pues, es un castigo, una señal de que Dios no aprueba tus actos. Y la búsqueda del beneficio no es otra cosa que seguir los dictados de la divinidad. Y si lo consigues, sin entrar en consideraciones sobre los procedimientos que empleaste, será señal de que Dios está de acuerdo con tus actos. No hay mayor legitimidad que el aplauso de la divinidad.
            Los desencuentros sobre el procedimiento para afrontar el problema de la deuda de los Estados más afectados por la crisis económica tienen que ver bastante con los beneficios que la Europa rica obtiene de sus préstamos a la Europa pobre, desde luego. La sensación es, además que ese Norte que ahora nos enjuicia de forma negativa y nos usa para dirimir sus elecciones, -somos la horda pedigüeña y harapienta, las cigarras del Sur que acabarán con los ahorros del hormiguero del Norte laborioso, si alguien no pone freno-, tiene un punto de soberbia alimentada con el sustrato ideológico de aquel capitalismo inicial justificado en un mandamiento divino.
            La Europa a la que aspiramos no existe. Habremos de inventarla superando infinidad de inconvenientes.
            Estoy de acuerdo con recuperar ese debate. Europa debe ser también un tema de reflexión, de debate y de reivindicación. O la corregimos o la desechamos. Y creo que desecharla entraña un retroceso inevitable en el mundo global que nos ha tocado compartir. Pero aceptarla con su diseño actual, con la prevalencia de los intereses nacionalistas que actúan de forma insolidaria no nos conducirá a buen puerto. En absoluto. Habrá que corregirla. La sensación que manejamos es que se trata de una Europa improvisada, que ahora es pasto de la derecha política con su inevitable proyección económica y un mensaje envenenado: legitimar las desigualdades, cada vez más acusadas, porque ese el único camino del progreso. El suyo, desde luego. Porque la idea del progreso que defienden nada tiene que ver con las condiciones de vida de los seres humanos, sino con el beneficio que obtienen a costa de los mismos. 
            Nuestro problema es que no vemos a nadie sentado en el otro lado de esa mesa de debate, defendiendo la idea humanitaria de Europa que un día nos llenara de esperanzas.

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