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martes, 12 de febrero de 2013

Tántalo

    
      Antes de salir del edificio excesivo que mandara construir el marqués del Carpio cuando el XVII entraba ya en su declive temporal, el hombre desolado, como si fuera un descubrimiento repentino después de trece meses de convivir con él, se detiene ante el "Apolo como representación del mediodía" que Mengs pintara por encargo para María Luisa de Parma.
         De pronto esa figura, rotunda pero ingrávida, que apunta con su flecha incendiaria desde el aire a quien se detiene a contemplarlo le parece encerrar algún mensaje oculto, una metáfora que el azar ha dejado en el salón para descifrarle su futuro, una amenaza de incendios permanentes.
         Cuando deja atrás la mole del palacio, apenas empieza a despuntar una mañana fría y grisácea entre la arboleda invernal de los jardines de palacio, casi fantasmales entre la bruma del inhóspito invierno madrileño. Nunca ha sido un amante del ejercicio físico. Pero el paseo matinal le permite despertar definitivamente, librarse del sopor de ese sueño intranquilo que acompaña a sus noches en los últimos tiempos. Lo aprovecha también para poder hablar en soledad con ese otro yo que siempre secunda cada paso que damos; ese otro yo mucho más sabio, más coherente, más puro y razonable que nosotros; el que querríamos ser si la vida nos hubiera permitido una elección. Hay quien lo llama la conciencia, pero seguramente es el espejo vengativo que pone ante nosotros un gemelo celoso, malogrado a media gestación. Celoso, porque se ceba en afearnos nuestros actos de una manera cruda. Y nos conoce. Nadie nos conoce mejor. Camina a nuestro lado y nos recuerda de forma permanente cada error, cada maldad y cada cobardía que cometemos.
         Tiene, no obstante, una ventaja; con él la mentira ya no resulta necesaria porque no tiene utilidad alguna.
         El hombre desolado camina como quien cumple una pesada obligación. Apenas ha recorrido cien metros por el amplio sendero que se adentra en la arboleda, se detiene y se vuelve en dirección al caserón. Ser su inquilino fue la mayor ambición que alimentó durante muchos años. Ahora, sin embargo, lo contempla con un desapego doloroso. Vagamente recuerda que un perjuro mítico fue aplastado por una roca gigantesca que los dioses arrojaron sobre él desde la cumbre de un monte. De pronto el nombre del perjuro le viene a la memoria. ¡Tántalo! Y se imagina que ese caserón es como una roca destructora que han arrojado sobre él. No ha conseguido ni un día de paz desde que, satisfecho, ufano, orgulloso de haber vencido a innumerables enemigos, atravesó su puerta  con el mayor poder acumulado de forma democrática por su partido, el partido que se permitió dudar de él.
         Insinúa una carrera breve, pero siente las rodillas de metal oxidado y sus pulmones de fumador habitual de habanos exclusivos le lanzan muy serias advertencias sobre lo inadecuado de la empresa. El ácido láctico también se lo recuerda en forma de dolorosas picaduras de insectos invisibles que poblaran sus glúteos. Por pura disciplina decide continuar caminando un poco más. Nadie se lo exige ni nadie lo vigila, salvo ese otro yo en cuya boca  sospecha una sonrisa maliciosa. 
         Le preocupa esa imagen de Tántalo aplastado que le ha sobrevenido de forma repentina. Un perjuro aplastado por el peso de sus culpas y la cólera divina.
         También tú has mentido,- le ofrece el invisible nexo su gemelo.
         No más que otros,- responde el hombre desolado. Mentir es una obligación en la política; una obligación imprescindible ¡Y por el bien del pueblo! ¿Qué sería de un pueblo dueño de toda la verdad...? La mentira  protege a las naciones.
         Y has incumplido tus promesas.- le refuta su gemelo despiadado.
         Las promesas de un político se las lleva el viento de la realidad. Nadie controla el futuro a voluntad. Eso lo sabe todo el mundo. No conozco a un político que haya cumplido sus promesas.
         Guarda silencio el gemelo invisible. Lo contempla envejecido y gris, casi diluido en la neblina matinal. Cansado, como un hombre que acaba de tomar conciencia  de que el empeño de reivindicarse ante quienes despreciaron su ausencia de carisma no mereció la pena. 
         Confiarás en alguien...,- le susurra, por ver si se le ilumina la mirada con alguna esperanza.
         ¿Confiar...? 
         El hombre desolado guarda un silencio largo, como quien anda ojeando una lista de nombres conocidos buscando una respuesta a esa pregunta. Sigue siendo su mirada la mirada apagada de un hombre que no encuentra salidas. Luego responde sin dar una respuesta
         El futuro depende de un hombre amenazado, pero es un hombre poderoso porque conoce todos los secretos. Empujan hacia él todas las culpas. El observa el agujero que han cavado a sus pies. Nadie sabe si aceptará arrojarse a esa tumba en solitario o solicitará un sacrificio colectivo.
         Pues, entonces prepara una estrategia,- le aconseja el espejo.
         La tengo,- le responde. Salvas de humo, negación sin fisuras, manejar la culpa colectiva que es la argamasa más fiable, dilatar en el tiempo los procesos, amenazar a quien acuse, remover la basura al enemigo y negociar con el conocedor de los secretos... 
         El otro asiente.
         Y, luego, el tiempo. Todo lo que tiene arreglo el tiempo acaba por dejarlo como nuevo.
         De vuelta en dirección al caserón que otro tiempo fue dominio de los grandes de España, pabellón de caza y picadero regio siente que el paseo lo ha reconfortado. Hay que confiar en la estrategia.
         Esta es su casa, la ganó en buena lid. Nadie le garantizó que mantenerla fuera fácil. Es cuestión de resistir. ¡Como siempre!
      Tántalo fue un perjuro. Él sólo es un político adaptado a las exigencias de su  tiempo, convencido de que el camino es la mentira, traicionar las promesas,  la dilación, la negociación de cada parte de culpa que otros habrán de soportar. Mantener el poder bien merece persistir en los valores en los que siempre confiaste para alcanzar la cima.

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