Recientemente los medios
de comunicación se han hecho eco de los resultados de una de esas evaluaciones
internacionales que sirven para medir el grado de cultura mínima en los países
desarrollados, un informe PISA realizado entre adultos para clasificar a los
países por el grado de adquisición de competencias básicas de su población
adulta.
En España, la muestra se hizo sobre unas
seis mil personas, entre 18 y 65 años, a lo largo de algo más de un año. Y los
resultados nos dejan a la cola del mundo desarrollado, junto a Francia, Italia,
Irlanda y los Estados Unidos, entre otros.
Ha faltado tiempo para que cayera sobre
nuestras espaldas el peso de la penitencia bien ganada, incluyendo la
autoflagelación. Y los oportunistas se han lanzado a la búsqueda de culpables
en la historia reciente.
Poco menos que la prueba PISA
de adultos es incontestable y sus resultados definitivos en la clasificación de
los países. Probablemente se cierra la espiral del pensamiento único:
soportamos una situación económica desastrosa y un paro galopante porque somos
un país de analfabetos, incapaces de atender racionalmente sus propias
necesidades; tenemos merecido lo que caiga sobre nuestro futuro porque hemos
desatendido la formación de la sociedad.
La celebración de estas pruebas
puede estar revestida de magníficas intenciones, pero responden en realidad a
ese afán clasificador que se ha adueñado de nuestro tiempo. Lo que no está
clasificado, no existe. Y quien no encabeza algún ránking no merece respeto.
Las consecuencias que derivan
de la publicación de los resultados son también impredecibles y a saber para
qué se utilizarán en los centros de toma de decisiones que gobiernan el mundo.
De momento, quienes las han realizado añaden datos, no intencionados
seguramente, pero que alguien utilizará en algún momento contra nosotros. Los
países con menos capacidades intelectuales están condenados a tener sueldos
inferiores, ley de vida. Fijaos qué argumento más extraordinario para quienes
vienen reclamando de forma insaciable moderación salarial si deseamos salir de
la crisis. La patronal avisa ya de que los salarios caerán casi un dos por
ciento en el presente año. No hace falta decirlo, pero la caída de los salarios
no persigue la creación de un mísero puesto de trabajo sino el crecimiento de
sus beneficios.
Yo soy un descreído por lo que
se refiere a este tipo de noticias elevadas al rango de verdad indiscutible sin
otro argumento que las avale que su propia existencia y porque hemos olvidado
el saludable hábito del pensamiento crítico. De estos resultados soy especialmente
descreído. Si mañana realizáramos esa misma prueba seleccionando con criterios
diferentes a los destinatarios de la misma, siendo individuos elegidos también
en el seno de esta misma sociedad de la que hoy deberíamos avergonzarnos según
leo, estoy por asegurar que obtendríamos resultados diferentes. Y así , cada
vez que realizáramos la prueba; incluso alguna vez quizás escalaríamos a los
primeros puestos del mundo. Si España, la España con la que yo convivo, en la
que yo trabajo y la que he visto evolucionar en cuestiones de progreso cultural
desde mi infancia, está a la cola del mundo desarrollado es que la muestra de
población se ha seleccionado de forma interesada o displicente.
No dudo en absoluto de que haya muchos
adultos con escasa competencia para entender un texto escrito o para solucionar
un problema básico de geometría relacionado con la cocina de su casa, sobre
todo cuanto más nos aproximemos al segmento de población de mayor edad, pero
dudo que sea esa población adulta la que represente, hoy por hoy, el nivel
cultural medio de la sociedad española.
Tampoco lo creo en los casos de Francia
o Italia; y la sin par y modélica sociedad alemana anda a escasos puestos de
España, muy por debajo de la media tabla en comprensión lectora y a mitad de la
clasificación en habilidades matemáticas. Puedo creer los resultados obtenidos
en el segmento de población seleccionada, pero disiento en cuanto a que esa
evaluación PISA de adultos sirva para clasificar objetivamente a cualquier país
en cuanto a las capacidades reales de su sociedad, tomada en su conjunto.
Por otro lado, ninguno de esos adultos que
han fracasado en la prueba de geometrías de cuartos de baño compraría varios
metros de azulejos innecesarios si tuviera que alicatar el suyo. Buena parte de
la cultura verdadera consiste en encontrar soluciones racionales a lo que la
vida cotidiana nos demanda.
La derecha, cuya malintencionada ley de
educación - por empobrecedora, selectiva y servil sometimiento a una confesión
religiosa - habrá sido impuesta en estos días en el Parlamento Español, achaca
los resultados vergonzosos de la Evaluación PISA de adultos a la LOGSE; la
izquierda, por su parte, va un poco más allá en el tiempo y culpa a la
dictadura franquista. En algo tienen razón, podíamos estar mucho mejor. Su
análisis de las causas es simplista y carece de profundidad.
Ya nos tienen acostumbrados. Les falta
voluntad y, probablemente, capacidad para hacer un análisis coherente de la
realidad con la sana intención de establecer los remedios eficaces que el
presente demanda. Si hubiera una prueba PISA que valorara la eficacia de los
Parlamentos, el nuestro sí ocuparía con justicia un lugar insignificante en el
conjunto de los sistemas democráticos.
Pero aciertan en parte en su
ejercicio de descalificación mutua. La derecha acusa a una de las siete leyes
de Educación que llevamos aprobadas durante el periodo democrático. Pero es
culpa de todas. Cada una de ellas se instrumentó no como un proyecto
consensuado, duradero y plural para mejorar la educación de este país, sino
como un arma arrojadiza contra las trincheras donde se agazapaban los otros. En
ese sentido, al menos, la Transición careció de sentido de Estado. Ni unos ni
otros han superado la concepción de la educación como un instrumento al
servicio de su concepción del mundo, y no como un derecho inalienable de una
sociedad plural. Y la han regulado cada vez revestida de tintes ideológicos. De
todas las conocidas, la del gobierno Rajoy es, sin duda, la más obtusa, las más
ideologizada, la más destructiva de todas le leyes de educación de este último
periodo democrático.
La izquierda acusa a la
dictadura. No yerra del todo. Algunas de las personas que habrán pasado por el
tribunal clasificador, por edad, son producto de aquella escuela primitiva que
fundamentaba nuestros conocimientos científicos del mundo explicándonos
Historia Sagrada en la primera parte de la Enciclopedia Álvarez y reforzaba
nuestro patriotismo de posguerra empobrecida con la leyenda del "flechilla"
valiente y la hagiografía de José Antonio Primo de Rivera. Puedo hablar con
propiedad de aquello, con más propiedad que la mayor parte de los españoles
actuales. Compartí aula durante dos meses con una promoción de escolares en un
pueblo de la Sierra Norte. Quizá fuéramos veinticuatro o veintiséis niños.
Entre nueve y diez años, la edad en que se acababa la escuela en aquellos
tiempos. Sólo tres de ellos continuamos estudios posteriores; dos, los hermanos
Romero, estudiaron Oficialía antes de emigrar a Cataluña. Yo, ya lo he contado,
elegí el seminario porque había piscina y porque quizás alguno de mis mayores
afirmó en mi presencia que los curas no pasaban frío y siempre tenían un plato
de comida sobre la mesa.
Los demás abandonaron la escuela para siempre.
Los de familias mejor posicionadas en la
pirámide social que habitaba las calles empedradas de la zona norte del pueblo,
camino ya de Extremadura o en las casas humildes de la Cava Baja por donde el
pueblo iba muriendo poco a poco en los olivares de la sierra, quizás alcanzaron
la condición privilegiada de aprendices en talleres diversos, o dependiente de
tahona, o mancebo de reparto en la farmacia del pueblo. Sé que alguno acabaría
allí, porque me ofrecieron el puesto vacante para orgullo de mi familia
paterna.
El resto tenía un destino grabado a
fuego en las frentes infantiles, aceituneros, recolectores temporeros,
hortelanos ocasionales. Los más afortunados quizá consiguieran acomodo estable
de vaqueros, porqueros o pastores. Hasta que estuvieran en la edad para volar a
las ciudades buscándose otra vida, otro horizonte, otro futuro.
Las niñas de la escuela femenina, en
número parecido, engrosaron la negra estadística de la educación femenina. No
recuerdo que ninguna tuviera la oportunidad de seguir estudiando lejos del
pueblo.
Muchos de ellos tendrán hoy mi edad, si
aun viven, cosa que deseo, y seguramente no sabrán calcular los metros
cuadrados de azulejos que necesitan para alicatar su cuarto de baño.
Seguramente habrán tenido una vida digna, habrán mejorado en sus condiciones
personales y familiares, se sentirán más protegidos por el sistema de salud,
estarán orgullosos de los conocimientos que adquirieron sus hijos y sus nietos;
habrán perdido el miedo a discutir de política y habrán olvidado la Historia
Sagrada que aprendieron y la parábola falangista de aquel flecha valiente que trasladó
sobre sus espaldas a su hermano muerto por una montaña nevada. Si alguno fuese
ya una persona dependiente, quizá haya accedido a las ayudas del Estado y haya
tenido - ignoro hasta cuándo- una existencia más digna de la que tuvieron sus
abuelos imposibilitados; y si alguno cuenta entre sus familiares con individuos
homosexuales, probablemente se sienta orgulloso de un país que considera delito
cualquier discriminación derivada de esa condición y les reconoce a los
homosexuales el derecho a constituir una familia igual en derechos a los
matrimonios heterosexuales.
Muchos de los países que nos aventajan
en capacidad lectora y en capacidad de calcular las dimensiones de su casa, no
han alcanzado aún muchos de esos logros que he mencionado más atrás. Algunos,
incluso, retroceden a pasos agigantados en el reconocimiento de esas conquistas
humanas.
De esa cultura verdadera, la que intenta
regular la existencia de los seres humanos en condiciones mínimas de igualdad y
de respeto mutuo, me siento yo orgulloso, al tiempo que indignado porque un
gobierno al que este pueblo le otorgó la mayoría para sacarnos de la
crisis intenta arrebatarnos ese poso de humanidad y de progreso.
Y falta profundidad en el análisis de
ese pretendido retraso en la alfabetización real de la sociedad por parte de la
clase política que merecemos, porque la hemos elegido con nuestros votos. Un
día hablaremos de ello. Baste saber que en 1900, el norte protestante estaba
completamente alfabetizado, mientras que la católica Irlanda y los muy
católicos países del Sur de Europa andaban todavía entre el cincuenta por
ciento de alfabetización de los más aventajados y el veinticinco por ciento de
Extremadura, Meseta Sur, Andalucía, sur de Portugal y sur de Italia. Quizá no
tenga nada que ver pensará alguien. Pero somos los últimos del pelotón de las
competencias básicas de esa indignante evaluación. A lo mejor no es casualidad.
Prometo trasladaros mis reflexiones al respecto, fundadas en datos históricos,
cualquier día de estos.
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