Ahora mismo cuesta
bastante trabajo encontrar razones de peso para sentirse orgullosos de este
país en su dimensión oficial. En realidad, da lástima. Pero el sentimiento
inevitable es una profunda vergüenza.
No hemos dejado nunca de ser un país
"guerracivilista", si me permitís la licencia verbal. Sólo somos
eficaces cuando buscamos los motivos para el odio, el enfrentamiento, la
ruptura. Quizá tengan razón las evaluaciones internacionales y nuestra altura
intelectual no haya superado de forma visible la de los antepasados cuyos
huesos estamos estudiando en Atapuerca. Somos un país de verdades absolutas y
eso no denota sino temor al razonamiento, temor al diálogo, temor al otro
porque lo consideramos superior. Somos un país de maniqueos, de buenos y malos
según la ventana a la que estemos asomados. En el fondo, un país inseguro y
primitivo.
No es fácil encontrar en nuestro
presente desolado un proyecto común de nación, de sociedad, de colectivo humano
dispuesto a esforzarse por un futuro mucho más digno que el presente.
Preferimos perdernos en nuestra larga memoria de desencuentros, humillaciones,
fueros anulados, y luchas fratricidas. Nuestro pasado está lleno de víctimas.
Somos un país de víctimas históricas y víctimas potenciales, pero casi siempre
víctimas de nuestros impulsos fratricidas. La España cainita nunca muere, nunca
abandona sus antiguas costumbres, su afición al juicio de dios y a las hogueras
purificadoras en las plazas.
Y os recuerdo que hay víctimas que
descansan en paz y reciben flores en sus tumbas y otras cuyas tumbas sin nombre
permanecen en las cunetas de las carreteras polvorientas de nuestra memoria
histórica sin recuperación posible.
Y hay víctimas cuyos verdugos han sido
condenados por los tribunales y han pagado las culpas que la ley estableció
para sus crímenes. Y hay otras víctimas que siguen castigadas al olvido
mientras sus verdugos aun dan nombre a las calles y a las plazas de España.
Abundan las víctimas. Nosotros las hemos
generado. Y ninguna de ellas nos reclama más víctimas. Todas ellas nos reclaman
un futuro pacífico y decente en el que podamos dedicarnos a alimentar y a
educar a nuestros hijos.
La palabra víctima no debería ser una
vela encendida en el altar del odio, ni una mirada rencorosa hacia el pasado
que ya no cambiaremos. Las víctimas nos provocan dolor; resulta inevitable;
convertirlas en bandera política es tentador, pero es un error fatal en un país
en el que se vislumbra un Caín que vocifera su odio en cada esquina.
Y el gobierno, esa amalgama de gente
gris y malintencionada que solo gestiona con verdadera eficacia nuestra
ruina, lastrado por la indecisión de un presidente habitualmente desbordado por
la realidad, ha manejado horriblemente la anulación de la doctrina Parot. La sentencia
del Tribunal Europeo no es una agresión a ninguna víctima, ni a España. Tampoco
afecta exclusivamente a condenados por crímenes terroristas. Es el
reconocimiento de una situación inaceptable en un Estado de Derecho y en una
democracia. Así de simple. Podrá doler; podrá parecer una aberración, pero la
ley es igual para todos. Fue un error mantener el código penal del franquismo
hasta el 2005. Hay que aprender de los errores. Y corregirlos para el futuro.
No vale enarbolar banderas de dolor fingido; no vale aplicar la socorrida y
desvergonzada teoría de la doble verdad - no asiste el gobierno a la
manifestación contra el fallo del tribunal europeo, pero sí el partido-, ni
debería ser moralmente aceptable el intento de pescar votos en esas aguas
revueltas donde bajan unidas la justa indignación de mucha gente y los
intereses espurios de la vieja y maloliente extrema derecha española que saca
sus banderas plagadas de aguiluchos rapaces al calor del desencanto
ciudadano.
Quienes gobiernan mienten cada día; también
mienten sobre este asunto o se enmascaran en una ambigüedad cobarde que
alimenta la conflictividad social y la osadía de muchos intereses
antidemocráticos. La mentira multiplicada hasta la saciedad por los medios
vicarios es su único programa político cuyo objetivo no es mejorar las
condiciones de vida de sus conciudadanos, sino mantenerse en el poder. Mienten
sobre la recuperación económica, sobre el futuro, sobre la eficacia de sus
medidas; mienten sobre la confianza internacional. No hay tal confianza.
La verdad desnuda y vergonzosa es que
el capitalismo especulativo ha llevado a cabo su labor de demolición de nuestra
economía y de nuestra organización social. Ha contado con la ayuda de las
instituciones políticas a sueldo de sus intereses, esa puta vieja y eficaz
conocida como troika; esa Celestina que abre nuestra puerta y la deja
entreabierta para los fondos buitres; así se les conoce. Son los que ahora
desembarcan en la Bolsa española. Su llegada denuncia que nuestra ruina se ha
consumado plenamente, pero quieren que creamos que es motivo de gozo nacional.
Y ha contado con la quinta columna que
funciona en cualquier guerra bien organizada, con los infiltrados de un
gobierno inmoral, sin altura intelectual, apátrida y sin un ápice de sentido de
estado. Ahora los cómplices vienen a recoger los beneficios; España está en
venta, pero a precio de saldo. Sube la bolsa, pero no el empleo. Mejora la
exportación porque han devaluado hasta límites de miseria legalmente aceptada
los sueldos de quienes producen los bienes que exportan cuatro de cada cien
empresas españolas, mientras las otras noventa y seis se arruinan lentamente
porque el consumo interno ha caído a niveles de hace treinta años y trece
millones de españoles sobreviven en los límites de la pobreza extrema
Sucede que los especuladores recogen los
objetos valiosos que asoman en medio de la ruina, de los escombros de un país
que se avergonzaría de sí mismo si tuviera la valentía de reflexionar sobre su
estado.
Lejos de ello, el Caín que nos ha vendido
a los intereses descarnados de las hienas que husmean en busca de nuestros
cadáveres recientes comienza a subir en las encuestas.
¿Qué queréis
que os diga? No puedo librarme de un sentimiento persistente de vergüenza ajena
frente a la imagen del país que me devuelven los espejos.
Suscribo punto por punto tus palabras. Sólo mi asco es mayor que mi vergüenza.
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