Si alguien me preguntara
por qué escribo, probablemente tendría que pensarme un rato la respuesta. Es lo
que me he preguntado yo con el café de las primeras luces de hoy. Me ha costado
responderme a mí mismo y aun no estoy seguro de haber encontrado la respuesta
adecuada.
Me he dicho que escribo para no
sentirme definitivamente derrotado por el pensamiento dominante o por la
ausencia de pensamiento en muchos casos.
Escribo porque siento la necesidad de
dar cauce al pensamiento que hunde sus raíces en la rabia justificada.
Alrededor de nosotros un sistema
corrupto e ineficaz, con la complicidad obligada o de buen grado de aquellos a
quienes encomendamos la administración de nuestros asuntos públicos, destruye
empleo y sacrifica a los desposeídos a los que nunca jamás volverán a ofrecer
un puesto de trabajo y a los que irá expulsando del sistema de protección
decreciente del Estado esquilmado y débil que están diseñando e
imponiendo.
Alrededor de nosotros múltiples
generaciones de jóvenes sin futuro vegetan sencillamente, porque el sistema
productivo, puesto al servicio del enriquecimiento vergonzante de una minoría,
los ha catalogado de excedente sin valor.
Alrededor de nosotros, y por la política
de hechos consumados que se refleja en los presupuestos generales del Estado,
las diferencias sociales se acrecientan y nos condenan a una organización
social injusta en la que muchos derechos fundamentales reconocidos por la
Constitución se quebrantan sin miramientos.
Alrededor de nosotros quienes nos
gobiernan venden por el mundo la marca España como un buen lugar para invertir
porque sus medidas nos han convertido ya en mano de obra sometida por la
necesidad, -cuando no por el hambre-, barata y con menos derechos
laborales. Venden al pueblo que los votó en la almoneda de los nuevos métodos
de explotación laboral para mejorar las rentas de sus cómplices y salvar los
intereses del capital financiero, víctima de los terribles errores a los que su
ambición sin límites y su estupidez los condujo.
Alrededor de nosotros la derecha
política y mediática nos envuelve en una venenosa propaganda anestesiante según
la cual las únicas medidas que pueden aplicarse son las suyas, y que con su
concepción del trabajo, sus recortes, su maquillaje de las cifras del paro, su
ignorancia voluntaria del drama infinito de las personas, saldremos de la
crisis.
Alrededor de nosotros, a los
parados se les inculca la vergüenza de la culpa; se les induce a la sumisión plena,
a la aceptación de cualquier trabajo y a cualquier precio - el menor, por
supuesto-, o se les avasalla desde la vicepresidencia del gobierno y se le
acusa de corruptos que perciben el subsidio de paro mientras cobran en B por
sus empresas. De los empresarios que imponen a sus trabajadores un despido
pactado y un contrato en B a mitad de precio para mantener el empleo "hasta
que esto mejore" y ahorrarse, de paso, las cotizaciones sociales, no dijo
nada la vicepresidenta. Debe creer que son los obreros parados los que imponen
las condiciones en este juego de miserias que ha potenciado la reforma del
mercado laboral del gobierno del que forma parte; las mismas medidas que
destruyen la conciencia social de este país, al tiempo que lo empobrecen de forma
acelerada.
Y en medio de todo esto, aceptamos sin
reparos la reconversión del lenguaje que se va poblando poco a poco de
eufemismos ponzoñosos con la intención de actuar como sedantes sociales. Al
hundimiento económico lo llaman decrecimiento; a los despidos masivos,
expedientes de regulación de empleo; a la explotación inhumana, competitividad;
al robo masivo de los recursos del Estado por parte del capital financiero,
ajustes de mercado; a las conquistas sociales de la sociedad europea que ahora nos
arrebatan, Estados insostenibles.
Y la gran disculpa para esta
transformación salvaje de nuestras condiciones de vida es que durante mucho
tiempo "vivimos por encima de nuestras posibilidades".
Y cuando llamamos a las cosas por su
nombre desnudo, nos sentimos seres desfasados, antiguallas. Nos avergonzamos de
oír o de emplear palabras como "lucha", "explotación",
"capitalismo salvaje y criminal" ... Y ya nadie osa emplear la
palabra "clase" o la palabra "obrero", como si el mundo que
reflejan palabras como esas fuera ya una pieza polvorienta en el museo de la
memoria. Pero es falso. Ese mundo está vigente; nos lo han devuelto con todas
las miserias que creíamos superadas.
La función del lenguaje intencionado es
hacer aceptable la realidad que escenifica. Y da la sensación de que en este
caso está cumpliendo su función maligna. Está logrando que frente a esta
situación de injusticia creciente, de robo planificado de nuestros derechos y
de nuestras conquistas, la mayoría silenciosa a la que apela Rajoy como
justificación de sus desmanes, -esa es la justificación eterna de cualquier
dictadura-,se embosque en la indiferencia o en el determinismo derrotista.
Una sociedad que teme a las palabras
que definen sus males es una sociedad sin futuro; una sociedad acobardada que
está contribuyendo a su derrota, a su ruina, a su alienación; una sociedad que
colabora con su propio enemigo.
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