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martes, 24 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad

                Hoy me he bebido de un sorbo un largo viaje de retorno hacia la infancia. Un viaje hacia el pasado casi deshabitado, sin la esperanza de compartir ningún recuerdo,  porque muchas personas queridas se ausentaron; unos porque ya, seguramente, se cumplió su tiempo; otros, porque el tiempo aceleró su ritmo y les robó la vida muy a deshoras, cuando aún tenían largo camino por delante. Y quien queda ha escapado ya a la tiranía de la memoria, fugitivo del tiempo, de su propia conciencia y ajeno a sentimientos que entristecen los latidos internos.
          Me habré cruzado con otros individuos sin lugar a dudas, cada uno buscando su destino, quién sabe si el calor de la familia o si se trataba de una huida, pero me ha parecido estar cruzando un páramo inhóspito, solitario, fantasmal y desolado. Quizás puede ser culpa de las inclemencias del tiempo. Tramos de carretera que se adentraban en una niebla espesa, como trozos desgajados de un cielo sucio y denso que se cernía sobre los seres indefensos ante el invierno que insinúa su crudeza desnuda; tramos de carretera bajo el leve aguijón de un aguanieve fina y penetrante, como lágrimas heladas de los ángeles custodios de los seres desahuciados y solitarios que llorasen a escondidas, arrepentidos por la poca pasión que ponen en cumplir su cometido. Lágrimas de ángeles inútiles, la mayoría según se desprende de la historia humana.
         Intentando huir de esa sensación de desamparo, recordé de pronto el poder de los cuentos que alguna vez nos refirió una voz amable. Muchos tenían el poder de devolvernos la esperanza, porque después de padecimientos numerosos, los protagonistas lograban su final feliz. 
            Con esa intención, la de vencer mi desamparo, y quién sabe si el vuestro, hoy he decidido que os contaré un cuento, tan real que os parecerá sacado de la vida misma. Le procuraré un final feliz. Os lo prometo.
            Había una vez, al sur del Sur, en una ciudad provinciana donde la miseria moral, como las cigüeñas, mantiene nidos estables para volver cuando las condiciones son propicias, una empresa mediana con ínfulas de modernidad, maneras educadas y corazón podrido; no es una especie rara; aunque os parezca increíble, ha prosperado en casi todas los climas, en casi cualquier medio. Tanto le da el bosque como el desierto, si encuentra recursos que esquilmar. Es, también, de lo más adaptable que conozco. Ni siquiera desprecia la carroña como nutriente, cuando  llega el caso.
            Hizo fortuna por los procedimientos conocidos. 
         En primer lugar, por medio de una cuidadosa selección de personal. Titulados universitarios en la especialidad que requerían sus servicios - asesoramiento a otras empresa en cuestiones de sostenibilidad, gestión de recursos, observación de las leyes medioambientales y formación humana-, gente joven, con el macuto repleto de esperanza, de estudios de postgrado, de experiencias en el extranjero, de dominio de otras lenguas y dispuestos a demostrar su valía para asentar su futuro. Debían disponer de carnet de conducir y de vehículo propio al servicio de la empresa. Es cierto, les pagaban kilometraje según las disposiciones del convenio.
            Y en segundo lugar, mediante un maquiavélico sistema de remuneración: catorce pagas anuales de mil euros. Mileuristas que tenían la obligación de  acudir al trabajo de relaciones públicas vestidos con decencia y pulcritud. Garantizarte ese trabajo y esa paga tenía sus servidumbres; cada productor, para potenciar su creatividad y su necesaria iniciativa, debía elaborar proyectos y conseguir clientes cada año por cuya facturación triplicara sus ingresos personales. De otro modo, te esperaba el paro. También cabía, una vez superado el umbral mínimo, que tuvieras algún  estímulo en forma de reconocimiento dinerario  por tu esforzada colaboración al enriquecimiento de la empresa.
         De los accionistas, denominados también creadores de la empresa, nunca se tuvo noticias en el frente de batalla; vivían a cubierto, en despachos blindados y secretos. Nunca bajaron a la arena a ganar un cliente; nunca se supo de un proyecto innovador que llevara la firma de la élite. Su función primordial, por lo que luego ha trascendido, era contar billetes e ingresar en sus cuentas respectivas los ingresos de la fuerza creativa y productiva multiplicados por cien probablemente.
         Nada nuevo. Eso sí, controlaban los equipos de trabajo mediante el enaltecimiento de los mediocres; la elevación a puestos de jefatura y de dominio de la gente servil y sin conciencia, de las bocas agradecidas y, según se ha sabido, de la más predispuesta a otorgar favores sexuales, si resultaba requerida. Como premio, la empresa les otorgaba el privilegio de adueñarse de proyectos y clientes de cualquiera de los integrantes de sus equipos de trabajo, aduciendo razones peregrinas, si sus propios objetivos anuales peligraban. La oportunidad de oro se presentaba, indefectiblemente, cuando alguno de los trabajadores se ausentaba por razones de salud. Una baja médica era la disculpa perfecta para que la jefatura de tu equipo esquilmara tus proyectos y se adueñara de tus clientes, logrados en dura competencia.
            Capitalismo en estado puro. Competitividad es el término que enmascara estas prácticas salvajes y loables desde el punto de vista empresarial. 
            Durante años, aquel negocio funcionó. Ni siquiera lo más crudo de la crisis afectó de forma llamativa a los ingresos.
            En estas que llegó la reforma laboral, y el pensamiento de los habitantes de los despachos blindados se enceló en la idea de aumentar los beneficios aprovechando las facilidades que les otorgaban  sus compromisarios políticos. Maquinado y hecho. Durante meses, sin que los resultados económicos se hubieran modificado de forma sustancial en ninguno de los sectores de la empresa, fueron urdiendo condiciones simuladas de quiebra empresarial; la más dolorosa para los trabajadores que picaban cada día y cumplían su cometido fue la aparente ausencia de liquidez para abonar sus nóminas. Nueve meses seguidos sin llevar a casa su salario, estirando la paciencia y perdiendo de forma paulatina la confianza en la palabra de la empresa de que se trataba de una situación transitoria de pronta solución. La transitoriedad desembocó en la solicitud de un ERE y el despido masivo de la plantilla. Se les ofreció para paliar el desdoro del desempleo un nuevo contrato en una nueva estructura empresarial con las mismas funciones y cuyos servicios se destinaban a los mismos clientes, pero renunciando la antigüedad y a una parte sustancial de sus salarios.
            Hubo quien se negó rotundamente a aceptar aquella indignidad y eligió litigar en los juzgados, al amparo de los rescoldos de legalidad laboral que aún humean entre las ascuas de la ruina moral que ha echado el gobierno sobre la historia del país. Un juez decidirá algún día, porque los impagos a trabajadores no son una cuestión que requiera prontitud judicial. Y porque ya no existe el despido improcedente gracias al redentor Rajoy.
            Fueron despedidos sin compensación alguna.
            Pero os prometí un final feliz y a fe mía que lo hay. Antes de entregar las claves de sus discos duros, por las que la empresa se garantizaba la utilización de los proyectos elaborados para el futuro por personas con las que ya había roto el vínculo laboral, sacaron el fruto de su trabajo y los listados de clientes.
            Numerosos clientes de aquel entramado de sucios intereses denominado empresa reciben hoy idénticos servicios y ahorran una parte sustancial de la factura. Los desahuciados, constituidos en cooperativa, no necesitan ya enriquecer a los parásitos que intoxican el sistema productivo. La élite extractiva, la que ignora la ética y las leyes para garantizar sus injustificables privilegios, en este caso ha sido malherida por quienes ayer los sostenían con su trabajo.
            Todos los cuentos debieran tener su moraleja.
            Yo he sacado la mía y, gustosamente, la pongo a vuestro alcance. Este cuento nos enseña que son indignos. Que son fuertes, sin duda. Que los amparan sus cómplices políticos.  Por experiencia y por las bajas sufridas, sabemos también que nos han ganado casi todas las batallas. Pero el cuento, como la vida misma, nos demuestra que esta guerra no ha terminado todavía. En realidad, sólo es cuestión de dignidad y de poner en valor la fortaleza colectiva.
            Y luego, el voto. Que sea cada voto como una pedrada certera y feroz en la frente del gigante filisteo que nos tiene sitiados, el que nos ha dejado casi sin patria y sin futuro. 

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