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martes, 19 de mayo de 2015

Yo financio al Estado Islámico

           El mundo, el ser humano, siempre ha necesitado la referencia próxima de un enemigo atroz, la encarnación del mal, un enemigo agazapado cuya amenaza relativiza  las inconveniencias morales de lo que se consideran actuaciones defensivas. El enemigo  que amenaza nuestra forma de vida lo justifica todo.
            La Historia humana está llena de encarnaciones monstruosas del mal, y muchas de ellas verdaderas.
            Hoy el enemigo de rostro inhumano atiende por Estado Islámico.
           Dos pilares lo sustentan, el odio étnico y el reparto de poder en ese mundo lastrado por su lenta evolución social y nula evolución política en los últimos siglos. Y buena parte de culpa le cabe a la Europa colonialista del XIX. Parte del odio tiene como destino al enemigo occidental, que le dejó en herencia subdesarrollo, regímenes teocráticos, o monarquías absolutas, corruptas y esclavistas que compran el respeto internacional con el grifo del petróleo bien administrado, engrasando con petrodólares los mecanismos venales de los organismos que toman decisiones de transcendencia internacional, o con el señuelo de lujos exclusivos en medio del desierto.
Es un odio viral, que fácilmente trasciende las fronteras y alcanza a los inmigrantes de difícil integración en la envejecida y clasista sociedad europea; y es tan poderoso que no respeta ni uno de los códigos internacionales que se establecieron para dotar a las guerras de apariencia civilizada; un intento inútil, desde luego.
El Estado Islámico, como otras organizaciones consideradas terroristas por la opinión pública internacional, hunde sus raíces en los grupos de resistencia a la invasión de Afganistán por parte de la URSS en los años ochenta del siglo pasado. Y en la nómina de quienes financiaron sus orígenes están Arabia Saudita, Los Estados Unidos y Pakistán.
La invasión de Irak decidida  a espaldas de la ONU por aquellos tres magníficos estadistas del siglo XX que dejaron una foto histórica en las Azores para que la posteridad los recuerde sin esfuerzo acabó por otorgarles una cohesión inesperada, un demonio occidental que justificara los excesos.
Hoy, aquel instrumento ha escapado al  control  de sus creadores y aspira a establecerse sobre amplias zonas de la región, Irak, Siria, Jordania, Líbano, el Sinaí y amplios territorios de gobiernos inestables en el continente africano.
Salvando las distancias, que son muchas desde luego, parece que ese mundo de gobiernos teocráticos y monarquías absolutas ha entrado en combustión como la Europa zarandeada por el despertar de la burguesía. Aunque difieran tanto en el discurso, -no tanto en los procedimientos-, o en el diseño de la sociedad resultante, se trata de una lucha encarnizada por el poder, un mar de fondo que ha empezado a remover esa sociedad anclada en el pasado bajo el férreo control de su privilegiada aristocracia hereditaria.
El título de esta entrada puede parecer escandaloso, pero no es inapropiado.
El tema que ha saltado a las páginas de los periódicos es la financiación de esa guerra ubicua, de ese ejército, mezcla de desheredados de cualquier lugar que buscan ser útiles a alguna causa y reconocibles a los ojos de algún dios inventado y de  mercenarios acosados por la miseria en sus lugares de origen.
Tres procedimientos de financiación resaltan los medios de comunicación: la venta de esclavas sexuales, el comercio de obras de arte saqueadas en los lugares conquistados y la venta del petróleo robado.
No me detendré en los dos primeros. Valoradlos vosotros.
Pero, ¿cómo es posible que el petróleo saqueado financie a una organización clasificada como terrorista por los gobiernos del todo el mundo? ¿Quién lo compra?
La respuesta produciría escalofríos, pero sabemos ya mucho de la absoluta falta de escrúpulos  que rige el mercado verdadero.
Puede que alguno de los euros que yo pago en la estación de servicio donde reposto el combustible de mi viejo automóvil sirva para que el Estado Islámico se financie. Ese petróleo entra en el circuito comercial a la mitad del precio  del barril oficial, blanqueado por las mafias, -¡qué ironía blanquear petróleo!-, y es comprado a menor precio por las Compañías que nos surten que multiplican su beneficio.
¿Cómo es posible?, podíamos preguntarnos. El Estado de Derecho, los Estados democráticos, las Organizaciones Internacionales, la propia ONU no tienen instrumentos para evitarlo?
La respuesta es que las mafias que controlan esas actividades resultan incontrolables.
Pero es falso. Las mafias son organizaciones instrumentales del sistema. Ocupan ese territorio opaco donde prospera el crimen imprescindible para multiplicar el beneficio sorteando las leyes.
Las mafias no son organizaciones criminales de bandidos oportunistas que aprovechan las carencias del sistema; forman parte de las propias raíces del sistema y el sistema las alimenta y las protege como uno de sus activos más valiosos.
Y el sistema les ha buscado una patria acogedora, los paraísos fiscales. Alguno de los euros que gasto en gasolina realizará, sin duda, un viaje purificador a uno de esos lugares de peregrinación obligada para el dinero negro y volverá luego al mercado, impoluto, dispuesto a convertirse en beneficio de algún accionista de la industria armamentística, de conciencia tan limpia como un corporal.



            

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