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sábado, 5 de noviembre de 2016

LA ESCUELA INTELIGENTE


            La Ley General de Publicidad española de 1988 incluye la publicidad subliminal como un tipo de publicidad ilícita, definiéndola como “aquella que por ser emitida con estímulos en el umbral de la sensibilidad  no es conscientemente percibida”. Por consiguiente, la prohíbe y castiga con grandes multas su incumplimiento.
            La Unión Europea aún carece de legislación común al respecto, aunque cada uno de sus integrantes disponga de legislación particular.
            Existe el convencimiento de que esa publicidad se ha practicado en el cine y en la televisión desde su propio nacimiento.
            Aunque se tilda de mito malicioso, el caso que os traigo apareció en un manual de psicología para documentar el procedimiento empleado y los efectos de la publicidad subliminal sobre el cerebro humano.
            Se dice que durante años una de las grandes multinacionales americanas de bebidas de Cola participó en la producción de infinidad de películas a fin de filtrar una grabación propia  como publicidad subliminal en esas películas. Veintitrés de las veinticuatro imágenes que se proyectan por segundo sobre una pantalla de cine para dar sensación de movimiento real pertenecían al guión verdadero, pero una de ellas era de un sediento caminante solitario por un espacio desértico.
            El ojo humano no capta esa imagen oculta entre las otras veintitrés, pero el cerebro humano sí la capta.
            Fuera cual fuera el final de aquellas películas, la del sediento tenía un final feliz, porque justamente al borde del desierto, cuando ya parecía condenado a la deshidratación y quién sabe si a la muerte, aparecía de forma milagrosa un kiosco salvador con el logo de la marca de refrescos de cola y el sediento podía calmar su sed terrible con una botella de aquel refresco que rezumaba gotitas de agua fresca ante millones de espectadores desconocedores del proceso publicitario al que estaban siendo sometidos, sin la opción de cambiar de canal.
            Será un mito seguramente. Pero creo que aquella práctica quedó legalmente prohibida en los Estados Unidos en 1974 por una demanda de una firma competidora.
            He recordado aquel pasaje del manual de psicología en el capítulo dedicado al conductismo y su principal aportación al mundo en el que vivimos: “da a una persona el estímulo adecuado y casi siempre conseguirás de ella lo que esperas”. La publicidad y el ejercicio político dan fe de la eficacia de ese dogma conductista.
            La publicidad subliminal está prohibida ya en 50 países al menos, según los datos que conozco.
            Pero esa prohibición no es respetada en casi ninguno de ellos en el sentido estricto.
            Os dejaré una reflexión al respecto.
            El diario El País, en su edición del viernes 4 de noviembre, en su sección de Ciencia y Tecnología, a página completa y bajo el titular “Despega la Escuela Inteligente”, glosa una experiencia escolar patrocinada por los gigantes que controlan las comunicaciones  en Internet y la telefonía móvil.
            Según el publirreportaje disfrazado de noticia, en esas escuelas, antiguo lo que dice antiguo, de la vieja escuela, solo quedan los pupitres de madera. Todo se andará, porque ya he visto, disfrazada de noticia en un telediario, la publicidad encubierta de los primeros pupitres digitales.
            La firma de  telefonía ha proporcionado de forma gratuita a todo el alumnado de los centros seleccionados tabletas y pizarras interactivas. El gigante de Internet proporciona el programa educativo que deben emplear.
            A ninguna de esas firmas las tengo catalogadas como grandes benefactoras de la humanidad. Es, como todos suponemos, un patrocinio interesado. Se trata de generar la necesidad en los demás de disponer de esos recursos tan “inteligentes” y costosos.
            A la hora de buscar nichos de consumidores, ninguno es más seguro que el mercado educativo. Nos han sitiado y están descargando sus cañones, de forma que las escuelas parecen Leningrado.
            Eso no es, desde luego, publicidad subliminal, porque es publicidad  muy evidente.
            La publicidad canalla está en el título.
            El oído no percibe el mensaje de que esta escuela a la que van vuestros hijos es una escuela poco inteligente y desfasada, pero la mente sí.
            Lo que hoy hacemos, a pesar de todas las carencias y a pesar de todas las dificultades, y a pesar de las siete Leyes Generales de Educación que hemos visto desfilar ante nosotros en nuestra corta democracia, no es escuela inteligente; la escuela que amamos y a la que hemos entregado nuestra vida es la escuela torpe, inadaptada y vieja de los pupitres de madera.
            ¡Malnacidos! ¡Cuánto veneno subliminal en un titular, seguramente mal pagado!
            Bendicen esa escuela cuyo centro serán los aparatos costosos y donde los programas educativos habrán sido diseñados a medida de los intereses del gran hermano, porque enseñará desde pequeños a manejar las herramientas con las que habrán de trabajar.
            De eso se trata.
            Niños yunteros otra vez.
            No los quieren amarrar a  un arado y a una yunta.
            Los quieren amarrar a un móvil, a una tableta y a una red.
            Y desde la propia escuela, con la sonrisa complaciente de maestros colaboradores.       
            La escuela que ha dado sentido a buena parte de mi vida aspira a proporcionar otros instrumentos más nobles, más necesarios, más imprescindibles para aspirar a la felicidad que merecemos.
            Y alguna vez en mi vida he practicado esa escuela, incluso en alguna choza miserable, sin luz eléctrica, sin libros y con escasos cuadernos y lápices. Seguramente no era la escuela inteligente.
            Era la miserable, desde luego, pero cumplía con los requisitos de la escuela verdadera, la que tiene por objetivo ayudar a las personas a tomar conciencia de su propia dignidad. Y casi no hay recuerdo en mi vida profesional que me produzca más orgullo que aquellos veranos en el poblado del pantano Torre del Águila, donde represaliados del franquismo estaban condenados a vivir en la Edad Media.
            Cuando llegamos, salvo dos o tres jóvenes, toda la gente era analfabeta y cercada por el miedo. Hoy ese poblado no existe; empezó a morir cuando les enseñamos a leer y a escribir; a todos, a cualquier generación que llegara a la choza escuela. Estábamos abiertos diez  o doce horas al día, todo lo que nos daba de sí la luz solar.
            Y aprendí junto a ellos a detectar la publicidad subliminal en asuntos como este.
            Yo sé que la escuela que predican con tanto encono,  con tantos medios, con tantas opiniones interesadas empeñadas en su defensa, es una escuela manipuladora y consumista.
            Bienvenidos sean los nuevos medios tecnológicos.
            Les reconozco su valor indudable.
            Pero nunca permitiré que se conviertan en el centro ni en los dominadores de un hermoso proceso de comunicación y enriquecimiento mutuo donde los protagonistas somos mi alumnado y yo.
           ¿Alguien sabría decirnos hasta qué punto resultaron positivos para la educación pública andaluza los millones de euros invertidos en ordenadores portátiles individuales que la Junta distribuyó entre miles de alumnos? ¿Alguien sabe de ellos ahora mismo?
            Cualquier escuela auténtica ha sido siempre inteligente, malnacidos.
         Las máquinas y los programas educativos son simples instrumentos. Nosotros, los seres humanos, somos la parte inteligente de esta historia. 

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