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lunes, 9 de marzo de 2015

Un plan perfecto

      El  verano del 69 -veinte de julio de 1969 exactamente- es recordado por un acontecimiento histórico. La humanidad asistió entre admirada y temerosa al alunizaje de una nave tripulada por astronautas americanos. Yo lo recuerdo por razones distintas. Fue mi bautismo de fuego contra la crueldad inhumana de una dictadura y la constatación de que la actuación humana obra sus frutos.
            En el término de El Palmar de Troya, una pedanía de Utrera que logró notoriedad gracias a una virgen que se aparecía sobre un lentisco, no lejos del embalse Torre de Águila, existía un poblado casi prehistórico, por sus condiciones, habitado por no más de cuarenta familias represaliadas por la dictadura franquista. Eran descendientes de presos políticos obligados a trabajar en la construcción de aquel embalse. Supongo que serían soldados republicanos con escasa trayectoria política, porque de otra forma habrían sido pasados por las armas. Supongo también que, acabadas las obras, la dictadura les permitiría quedarse en el campamento, vetándoles su inclusión en las zonas urbanas próximas.
            Aquel asentamiento,-desconozco si hoy sigue existiendo, aunque merecía la pena convertirlo en museo de las miserias de aquella dictadura-, era conocido como El poblado del Pantano. Estaba conformado por cabañas de barro con el techo de centeno o juncos entrelazados; carecía de luz eléctrica, de cualquier forma de urbanismo, como agua corriente o cloacas, no había servicios médicos, ni escuela; tampoco muchos de sus habitantes figuraban en ningún registro, y la forma de matrimonio habitual era la de los hechos consumados: se simulaba un rapto y , cuando la pareja volvía a casa al cabo de varios días, las familias admitían que el matrimonio se habría consumado y la aldea volvía a su normalidad tras construir una cabaña a los dos fugitivos retornados.
            Yo tuve noticias de aquel sitio olvidado y sin escuela por dos curas de los que entonces el régimen llamaba curas comunistas. Me explicaron las razones del aislamiento. Me propusieron llanamente dedicar mis vacaciones de verano a la alfabetización de aquella gente. A mí y a algunos más. Y aceptamos.  Cáritas nos ponía un plato de comida sobre la mesa y lo demás era cosa nuestra. Cosas de adolescentes que esperaban un país más razonable en cuanto la democracia nos protegiera con sus alas desplegadas y amorosas. Mientras había que ir preparándolo para aquel día glorioso, paliar los daños con el esfuerzo y el compromiso personal. Fueron dos veranos de aprendizaje mutuo. Fui feliz de una forma inexplicable porque veía a aquella gente de todas las edades acudir a nuestras clases permanentes,-diez o doce horas diarias para facilitar la asistencia a quienes trabajaban en la recolección o en las eras de la zona-, a cualquier hora, cualquier día de la semana. Los vi felices y agradecidos por la oportunidad de aprender cosas que desconocían. Y los vi progresar. Y nos respetaban porque nos cedían de forma generosa la choza más amplia del poblado.
            Dábamos clases en un granero con el techo de uralita, plagado de nidos de golondrinas ruidosas que sacaban adelante sus polladas y nos cagaban los cuadernos de escritura; acosados por las avispas que fabricaban sus panales a no mucha distancia, y visitados con frecuencia por gallinas oportunistas que aprovechaban que el granero les ofrecía sus puertas abiertas. De alguna parte nos trajeron una pizarra destartalada y valoramos su presencia como se valora un tesoro. No vi nunca allí un solo libro que aprovechar, pero la pizarra y los cuadernos paliaban aquella desconexión con el conocimiento humano.
            Aun no sabíamos que un día tendríamos conexión inmediata con el resto del mundo en una pantalla táctil. Ni siquiera sabíamos entonces que éramos continuadores de las misiones pedagógicas con las que la Segunda República comprometía a los intelectuales de su época en la alfabetización del país. De haberlo sabido, me habría inundado un arrebato de soberbia, pecado frecuente en la primera juventud.
            Media España anda hoy a la greña con la reforma universitaria del PP. Y con razón. Pero hubo tiempos peores para la Universidad española y no hace tanto de eso.
            Y, mucho peores, si nos asomamos a los rescoldos históricos del absolutismo español. En 1830, Fernando VII cerró sine die las universidades españolas porque, a pesar de las drásticas disposiciones  para ejercer un rígido control ideológico sobre ellas, objetivo primordial del denominado Plan Calomarde, el Wert de la época, desconfiaba de la cultura porque es el caldo de cultivo de la libertad. Isabel II las reabrió cuando la guerra sucesoria obligó a la corona a rehabilitar políticamente al tibio liberalismo español.
            Y hablando, por hablar, de asuntos que atañen a mi oficio, este oficio prometeico que suele estar bajo sospecha casi siempre, me parece que libra una batalla duradera, subterránea y feroz, en la que enemigos ancestrales, más poderosos cada día, intentan imponernos sus duras condiciones.
            Se nos echa a las fieras con frecuencia, porque el sistema educativo español es una rémora para la competitividad que los tiempos nos exigen.
            Todos los que aspiran a controlar el mundo nos subrayan sus indudables prioridades y nos descalifican porque  no asumimos sin  resistencia sus propuestas interesadas y viciadas. Cada uno de esos intereses poderosos aspira a que le fabriquemos un ser humano a su medida, como si eso fuera no ya aceptable, sino posible. Simples y obcecados, conciben el ser humano como un puro instrumento de sus propios intereses. Desconocen la complejidad humana, el duro tejido que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos en la conciencia humana, hecho de células de conciencia individual , de resistencia  a cada dictadura, enmascarada o manifiesta, de libertad y de valores indelebles, aunque a veces parezcan hibernados. 
            Otros aspiran a cosas más prosaicas, como que asumamos definitivamente que hoy no es posible enseñar sin cachivaches electrónicos que habrán de suplantar la memoria humana, como poco. He recibido un insultante tríptico que me anima a inscribirme en unas jornadas de capacitación profesional docente. Aprenderé en esas interesantes exposiciones que con el dominio de las tabletas, móviles y  artilugios similares y de sus aplicaciones ya es posible “aprender sin pensar”.
            Ahí les duele. Que la gente piense resulta una costumbre sospechosa.
            Y antes o después lograrán que muchos de nosotros nos convirtamos en involuntarios promotores de sus intereses comerciales. La campaña es feroz. Desde todos los rincones nos bombardean y bombardean a la sociedad, que pronto comenzará a solicitar de los Centros escolares el uso indiscriminado del teléfono móvil en las clases para que los escolares tengan libre acceso a los contenidos de internet, la memoria común y colectiva. Así, pobres míos, no tendrán que aprender las tablas de multiplicar, pongo por caso.
            No soy enemigo de las nuevas tecnologías; promuevo su uso entre el alumnado; las uso con ellos; son un instrumento extraordinario que facilita y enriquece el proceso de aprendizaje.
            Pero son solo eso, un instrumento.
            Y distingo lo que el capitalismo envolvente ya ha olvidado. Entre mis alumnos los  hay excluidos de tres comidas diarias, excluidos de una vivienda digna, excluidos de un teléfono móvil, de una tableta, de un ordenador personal y de internet. Pero mientras yo pueda no quedarán  excluidos de mis palabras, de mis humildes explicaciones en el encerado, del humilde material adaptado que elaboro para ellos. Yo no ampliaré la brecha de las desigualdades humanas de forma voluntaria y consciente. Allá y se les reviente la garganta descalificando mi actuación.
            Seguramente, este oficio denostado y temible que han intentado tantas veces someter a sus dictados, comenzó con un ser humano enseñando a otro ser humano habilidades para cazar un ciervo con dibujos sobre una pared de roca y a la luz de una hoguera. Y a pesar de aquello, no hemos dejado de progresar. La educación agradece la riqueza de medios e instrumentos, pero nunca ha dependido exclusivamente de ellos.  Tendrán que admitirlo alguna vez.
            Y un instrumento no puede aspirar a convertirse en el centro del sistema, en la estrella invitada, en el marcador de la excelencia. Pero eso quieren en el colmo de la osadía publicitaria quienes aspiran a multiplicar sus beneficios. No predican sus virtudes. Descalifican ferozmente a quienes no se han convertido en sus promotores en las aulas, profesores del siglo XIX, que aun andan anclados en la memorización de los reyes godos, según cuentan.  No sé desde cuándo no entran en un aula muchos de esos predicadores que me insultan sin conocerme
            Se percibe su presencia en la publicidad a doble página de los periódicos, en los artículos pagados de opinión revestidos de autoridad indiscutible, en las campañas desaforadas de actualización profesional que nos llegan a los centros.
            Ponga en su vida un cachivache y sus alumnos aprenderán sin necesidad de pensar.
            Y cuando todos estemos conectados, serán sus aplicaciones gratuitas las que dictarán sin demasiados impedimentos qué deben aprender, qué deben pensar, qué deben considerar inevitable, qué deben creer, qué deben respetar. Todos seremos un cerebro colectivo y dependiente conectado al cerebro que gobierna.Controlando el servidor central,el mundo será de quien diseñó este plan tan bien urdido. Conductismo avanzado. Un plan perfecto.

             

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