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sábado, 30 de agosto de 2014

Progresamos

      El veinticinco de agosto París estaba engalanado para celebrar que setenta años antes fue liberado por los aliados de la ocupación alemana. Un turista desavisado tenía la obligación de preguntar si los fastos previsibles afectarían al horario de apertura de los museos. Entonces descubrí que la celebración era un asunto de políticos y de instituciones. El pueblo de París no celebraba nada y la vida seguía con absoluta normalidad en esa ciudad desmesurada.
            Justo en esas fechas de  celebración artificiosa Hollande provocaba una crisis de gobierno. Tres ministros contestatarios de la izquierda socialista han sido relegados. Los tres se mostraban reacios a aplicar las políticas de Bruselas, que son las de Alemania; he podido leer sus razones en la prensa: son políticas que producen un sufrimiento innecesario al ciudadano, están ahogando la economía de su país y, de momento, no han detenido la sangría del desempleo que, a pesar del repunte del periodo turístico, ha crecido casi un tres por ciento en el último semestre.
            Durante mucho tiempo hemos vivido convencidos de que los grandes males del pasado no volverían jamás porque el comercio global y la mutua dependencia lo impedirían.
            Pero el caso de Francia, por citar el más cercano, nos devuelve al pasado de una forma evidente. El imperio ha vuelto. Antes los imperios eran el resultado de la conjunción de una megalomanía, un ejército poderoso que conquistaba los territorios deseados y unos teóricos a sueldo encargados de justificar  las tropelías con argumentos morales. Hoy los ejércitos ya no resultan necesarios. La megalomanía sigue imponiendo su criterio enfermizo, unos pocos necesitan acumular riquezas de forma desmedida a costa del resto de la humanidad. Y los teóricos a sueldo esgrimen un argumento que estiman del todo incontestable. El Estado es caro; los servicios que el Estado presta son inviables. Al parecer la riqueza que generamos tiene un destino digno, acabar en las manos de una minoría extractiva y, en muchos casos, delincuente. Ese destino es más digno que paliar desigualdades con servicios públicos gratuitos de calidad.
            El mundo es de ellos. La riqueza es de ellos. Cualquier propuesta que niegue ese principio es utópica, irracional, irresponsable.
             Un imperio invisible nos domina, nos impone medidas que no compartimos, vacía de contenido nuestras leyes, nos esquilma y nos impone un futuro lamentable.
            Hemos vivido convencidos de que los males del pasado no volverían jamás. Pero vuelven con obstinación.
            Creíamos que ya ningún país se anexionaría territorios ajenos empleando la fuerza. Pero Putín, una megalomanía antigua perfectamente conservada en el alcohol del vodka, se anexionó Crimea con toda impunidad  ocupándola con su ejército disfrazado y ahora amenaza Ucrania, un país soberano, a donde transporta sin tomarse la molestia de ocultarlo su artillería pesada y sus carros de combate.
            Y un pasado aun más lejano se cierne sobre nuestra plácida confianza en el futuro: una peste mortal se adueña poco a poco de un continente entero. Como ha sido siempre un mal de pobres africanos, hoy es incurable. Nadie se tomó nunca la molestia de buscarle remedio. ¿Para qué buscar remedios a una enfermedad que afecta a gente que no puede pagarlos? Pero, de pronto, descubrimos que ninguna frontera es eficaz contra la muerte. Nos hemos dado de bruces con la dolorosa evidencia de que el Ébola, como el capital inversor, tiene vocación globalizadora y llama a nuestras puertas.
              Y se multiplican las tierras convulsas, - Irak, Siria, Libia, Gaza-  donde la paz, como una flor cortada, se ha marchitado de forma irremediable, donde la vida carece de valor bajo la fuerza destructiva de la invisible tectónica de placas de los intereses encontrados y las cuentas pendientes. 
     Mientras en el Oriente próximo, El Estado Islámico resucita la Edad Media con una violencia inesperada, exigiendo la conversión al Islam o la vida. Un genocidio más, en nombre de la pureza de una fe que niega lo que afirma defender.
Mucho más lejos, un viejo debate sobre islotes esparcidos por el mar de China, nos aboca a los comienzos de aquella guerra destructiva que el pueblo francés, con buen criterio, no quiere recordar.
         Cada gran crisis desembocó en un conflicto armado cada vez más destructivo, como si la humanidad necesitara una cura de humildad o una catarsis.
           Durante mucho tiempo hemos visto las guerras como algo ajeno, distante, como un incendio controlado porque la industria de la guerra necesita mercados.
            Hoy ya no sé si esa paz que nos permitía una placida existencia está garantizada.
            Sin duda progresamos.     


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