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viernes, 1 de septiembre de 2017

CORRAL DE COMEDIAS

         Antes de ayer, durante la “temible” comparecencia en el Pleno Extraordinario del Congreso, Rajoy tuvo una mañana plácida, dio un mitin y se marchó a casa descansar sin haber hecho ni siquiera mención a Bárcenas o al caso Gürtel.
     No ceo que perdiera un solo voto de sus votantes potenciales. Y es posible que la oposición perdiera algunos. 
         Por agotamiento
      Ese viaje lo ha hecho tantas veces el presidente del Gobierno que se ha convertido una rutina que no logra alterarle los pulsos.
       Le incomoda, si acaso, porque Rajoy es un tipo perezoso y apático.
          Y hago mención al caso porque me suscita reflexiones que quiero compartir.
          ¿Esperaba otra cosa la sufrida oposición?
      ¿Esperaba que un Rajoy contrito reconociera en sede parlamentaria estar al tanto de las oscuras tramas de su partido y del saqueo sistemático de las arcas públicas a las que el PP ha estado sometiendo a este país durante muchos años en cualquier lugar donde ejerciera labores de gobierno? 
      ¿Esperaba que pidiera perdón, se pusiera a disposición de la justicia y presentara su irrevocable dimisión...?
       No creo que nadie dude ya en este país de que Rajoy convive cómodamente con la mentira. Todos los políticos lo hacen y él, tras largos años de ejercicio, ha logrado una maestría que no resulta discutible.
       Tampoco creo que nadie dude de que el Partido Popular ha estado gestionada por cleptócratas y enfangado en múltiples casos de corrupción. Pero tampoco se puede dudar de que esa certeza no modificará un ápice el sentido del voto de sus fieles votantes. 
     En general, la víctima de la corrupción política es el Estado y la conciencia de la derecha sociológica tiende hacia la laxitud moral cuando la víctima es el Estado, el viejo enemigo que nos roba con impuestos lo que ganamos con el sudor de la frente.
      Rajoy era un político gris, prescindible, pero bien mandado y astuto; ahora ha devenido en político gris, perfectamente prescindible, del que solo se recordará que demolió el Estado y que supo sobrevivir a los mayores escándalos políticos que hayamos conocido en el actual periodo democrático de nuestra historia. 
         Recordaremos su cinismo hasta que caiga en el olvido.
       Y el Parlamento, en ocasiones, más parece un corral de comedias donde se representa una farsa interminable, en la que cada uno busca su momento de gloria, de protagonismo ante los medios o la ocasión del lucimiento para renovar el contenido de los foros sociales en los que tanto fían.
      Tengo la creciente sensación de que eso es todo, una parodia de lo que debiera ser un verdadero Parlamento.
       Se afronta lo irresoluble, -no hay capacidad de desalojar a Rajoy por el momento -, o lo inútil, como esa propuesta de Rivera sobre la duración limitada de la presidencia del gobierno. Incluso ocho años pudieran parecer una eternidad según el caso.
     A fuerza de ser honesto, no fue Rajoy el único cínico esmeradísimo de la comparecencia. El diputado Tardá no le anduvo a la zaga. Sobre su cínico discurso no se me ocurren calificativos publicables. 
         Vino a decir que la corrupción es una lacra española y esa es la justificación de esa demanda de una purísima República Catalana que se divisa ya a la vuelta de la esquina. 
       Habría que aclararle  que esa esperanza se ha asentado en los cimientos endebles de mentiras calculadas, y manipulaciones incontables y que se ha animado, como siempre sucede, con una calculada liturgia de banderas al viento enarboladas por una saga familiar de corruptos expertos que ha contado con una legión de cómplices. 
      Habría que contarle que cuando desaparezcan las banderas que ahora disimulan las miserias, habrá quien caiga en la cuenta de que las miserias siguen allí, intactas, permanentes, feroces, porque no hay frontera que pueda detenerlas. 
       Deberíamos avisar al señor Tardá de que estas miserias serán aun más aguerridas, porque estarán asentadas en una quiebra social de la que casi nadie se atreve a hablar. 
      Siempre hay quiebras y trincheras cuando una multitud se entrega a la liturgia de envolver el sentimiento en la tela manchada de sangre de cualquier bandera. Y ahora, suceda lo que suceda el uno de octubre, no será diferente. Todos habremos perdido algo.
         La nueva izquierda parece que solo aspira a ser el tribunal donde el pasado reconozca sus culpas. Pero con ello deja su culpa al descubierto. Quien de tal manera se encela con el tiempo pasado como señal de identidad, no tiene propuestas de futuro.
      Y  esta oposición tan plural y que prometía política verdadera, de pacto, de gestión de la vida cotidiana, se olvida por sistema, en un proceso de complicidad imperdonable con la derecha que gobierna, de lo que nos empobrece el presente y nos amenaza el futuro.
       Ese olvido desatiende el empleo, la calidad de los servicios públicos, la garantía de las pensiones, la educación, la protección de la creatividad, la investigación, el medio ambiente o el modelo de la España del futuro, por citar solo algunas cuestiones que, igual, ni siquiera resultan trascendentes para nadie.  
         Eso justificaría que no encuentren cabida en la agenda de nuestros cómicos de plantilla en el Corral de Comedias de la Carrera de San Jerónimo.

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