No
lo es. Las elecciones en Grecia hoy no son una manifestación democrática. Hay tanto
ruido alrededor de nuestras vidas que cuesta trabajo estar atentos a las mil
caras de la indignidad, sobre todo cuando afecta a otros pueblos y a otras
gentes.
Medio millón de griegos no podrán
participar hoy en las elecciones para decidir el gobierno de su país. Una
disposición del gobierno de derecha que ha llevado al país hasta el abismo siguiendo
las exigencias de la Troika así lo impone sin que conozcamos las razones.
No podrán votar los griegos que se
han visto obligados a salir al extranjero para poder vivir, salvo que viajen a
Grecia para ejercer ese derecho y no podrán votar quienes acaben de cumplir los
dieciocho años, edad en que la ley tiene establecida la mayoría de edad.
Nadie sabe con exactitud qué votaría
ese medio millón de griegos, pero a nadie escapa que quienes deben abandonar su
país para ganarse la vida y los jóvenes sin futuro no deben estar demasiado
satisfechos con la gestión de su gobierno.
No parece que las amenazas de Europa
ni la exclusión de Grecia de los planes de Draghi hayan modificado la intención
de voto según han denunciado las encuestas.
Samarás se refugia en la ortodoxia envenenada
que han establecido los prestamistas como
medio de salir de la crisis y aduce la recuperación económica, la misma de la
que presume Rajoy en cualquier foro. Esa recuperación es una estadística,
seguramente irrefutable, en los marcadores de la macroeconomía que afecta a los
inversores y a las grandes empresas. Pero esa recuperación se asienta en
millones de desgracias personales.
Hay millones de víctimas a las que
nadie considera, millones de personas condenadas a la muerte lenta, a la
pobreza, al desempleo permanente, al abandono del Estado. Son víctimas de
guerra, la inevitable contribución del pobre en cualquier guerra. Son personas
a las que nunca alcanzará esa recuperación que nos predican los políticos serviles;
en todo caso, un empleo precario, mal pagado, amenazado siempre por la indefensión
legal del trabajador frente a la empresa. Un empleo que será una condena a la
pobreza y a la supervivencia en los
límites mismos de la esclavitud.
Pero poco pueden las amenazas y las
exclusiones sobre quien nada tiene y nada espera. De ahí que Samarás y sus
compañeros de viaje hayan maquinado procedimientos oscuros para alejar de las
urnas a muchos potenciales votantes de Syriza.
Si yo fuera griego, hoy votaría a
Syriza. Sus propuestas no son una amenaza para Europa; en todo caso es una
legítima reclamación de respeto para Grecia por parte de socios que, en demasiadas
ocasiones, entregados a defender los intereses exclusivos de la plutocracia
inmoral, se olvidan del proyecto común y de los derechos de los pueblos.
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