Cada
estación produce sus malas yerbas. Hay una
Sevilla elata y ensimismada, lastimosamente provinciana, pero capaz de provocar
el rechazo razonable de cualquier observador imparcial, que se echa a la calle
en estas fechas y, al calor de una tradición indiscutible, observa desde su pretendido pedestal a los que
pasan, y, tras reclamar la propiedad en
exclusiva de la zona noble de la ciudad, los crucifica sin piedad.
Al calor de esa tradición
indiscutible que dice defender, esa Sevilla elata, con ribetes cainitas,
inmovilista y acre, va desgranando su intransigencia en editoriales y columnas
de opinión con impudicia impropia de ese amor fraterno al que se aferra como
argumento indiscutible en estas fechas.
Esas voces, aisladas pero muy
representativas de la Sevilla que confunde la grandeza de ánimo con la vocación excluyente, expulsarían del circuito
donde se acumula el espectáculo a las mamás jóvenes con carrito que entorpecen
el paso de la masa. Les recomiendan, por amor fraterno, que acepten el
sacrificio que supone la maternidad y se queden en casa cuidando de sus hijos.
Esas voces que invocan el amor fraterno cerrarían por decreto los puestos
callejeros; expulsarían de las calles a los portadores de sillas de los chinos;
a los comedores de pipas; a las muchachas minifalderas que no manifiestan el
recato que la ocasión exige; a los que tienen la osadía de asomar a los
miradores de lujo de la carrera oficial,-esos balcones donde la egolatría
encuentra su costoso acomodo-, con una copa de balón entre las manos; a los que
en estos días visten de clériman para
encontrar ubicación privilegiada en la
delantera de las procesiones; expulsarían
a las muchedumbres que invaden los espacios públicos, ansiosas de compartir el
espectáculo, y al turismo pobre de rastas y calzones cortos que desdice de las
zonas nobles.
Reclaman una ciudad convertida en decorado y desprecian a la ciudad por donde fluye la vida con toda su inapresable variedad.
Y es que cualquier forma de integrismo produce seres amargos e infelices, condenados a la insatisfacción permanente; seres que consideran la diversidad un atentado contra los fundamentos inseguros de su fe.
Y, probablemente, esa Sevilla de fe
altisonante y corazón cainita, convertiría también al que suscribe en
espectáculo en la plaza de san Francisco, una vez levanten los palquillos. Me
quemaría sin duda en una hoguera ante una multitud, y con las cámaras de
televisión pagando un potosí por una balconada, si supiera que lo que llama mi
atención en estas fechas es el extraordinario mestizaje entre la fe cristiana,
que sin duda fundamenta estas celebraciones callejeras desde sus orígenes, y la
idolatría y el politeísmo pagano que ha invadido el rito religioso, con la
connivencia de la iglesia.
Cuando asisto a estos ritos, adopto una
postura de respeto; el mismo que adoptaría en una ceremonia budista, en una ceremonia
musulmana, o en un rito animista de algún
culto tribal. Porque las tradiciones son una cáscara vacía si las desconectamos
del ser humano que las concibe y las mantiene. Es el ser humano el que merece mi
respeto, aunque sus tradiciones me parezcan discutibles o ridículas. Pero, también,
el ser humano que no comparte tradición alguna. Ese también merece mi respeto. Cualquier
otra actitud es un error de perspectiva.
Esa Sevilla de soberbia arriscada
considera a la ciudad el decorado permanente para su celebración de primavera;
teme,-y odia- cualquier transformación urbana que pueda afectar a los desfiles
procesionales. Supone que la ciudad es suya, y que nos la presta con
generosidad digna de consideración para que sobrellevemos nuestras vidas
miserables el resto del año. Pero que, llegada la semana de pasión, sus dueños
verdaderos tienen que ejercer sin limitaciones sus derechos excluyentes.
Se equivoca. La ciudad es mía,
porque es de todos los que la sostenemos con nuestro trabajo, y con nuestros
impuestos; de todos los que la desprestigiamos con nuestra indecencia y nuestra
corrupción moral; de todos los que la sufrimos porque está plagada de defectos que
deberían avergonzarnos; de todos los que la amamos o la odiamos según las circunstancias; de todos lo que a lo largo de los siglos hemos ido permitiendo que la ciudad más cosmopolita y uno de los epicentros económicos europeos de los siglos de oro, haya degenerado en ciudad mediocre, sin ambiciones, ensimismada, provinciana y cobarde; esta ciudad es de todos
los que hemos decidido que es un buen lugar
para morir porque es también un buen lugar para vivir, a pesar de todo.
La ciudad es mía.Y de las madres con carrito. Y de los presuntuosos de los balcones. Y de la gente que humaniza las esperas interminables con sillitas plegables. Y de las muchachas que visten como quieren.
La ciudad es mía. Soy yo quien os la presta para vuestro ritual de primavera.
La ciudad es mía. Soy yo quien os la presta para vuestro ritual de primavera.
Muy bueno Tony!!
ResponderEliminarAunque sabes que a mí ne gusta más el ritual de primavera que se celebrará en poco más de quince días en nuestra ciudad...