El
décimo aniversario del atentado terrorista de peores consecuencias en el coste de vidas humanas y en el coste de
cohesión social de este país tuvo el día once de marzo su ceremonia oficial y su escenario.
Como corresponde a un país habituado
a vivir en la apariencia de que respeta la tradición y las verdades inmutables,
fue una ceremonia religiosa en una catedral de la Iglesia Católica. La presidió
el cardenal Rouco Varela en la que pudo ser su última aparición oficial como
presidente de la Conferencia Episcopal, el sínodo de los obispos españoles, ese
casino de varones decrépitos, incapaces ya de apuntarse a un taller de actualización
laboral, en el que aprendan de una vez el significado de palabras imprescindibles
para seguir el ritmo de los tiempos, pongamos por caso Constitución, Estado
Laico, Libertad, y Respeto.
Poco importa que hubiera víctimas de
casi todas las confesiones religiosas conocidas o que muchas no compartieran la
fe de ningún credo. El cayado de Rouco pastoreó el recuerdo y el dolor
colectivo. Los representantes de otras advocaciones de ese dios distante y
padre incomprensible que, sabrá él por qué designios insondables, deja morir a
sus hijos indefensos en el interior de un vagón que el odio ha calcinado,
fueron invitados a asistir, pero se les negó el derecho a la palabra.
Para Rouco y los suyos, el integrismo que defiende su
verdad como la única posible, el que proclama
que en cada disidente se esconde
un enemigo que no merece tregua, la libertad religiosa es una imposición legal,
un error del derecho por el que se permite a los hombres equivocarse en la
elección de los valores que han de regir su vida, y contra el que hay que
combatir. La libertad religiosa no es un derecho humano según la soberbia
concepción del mundo de quienes se sienten portadores de la única verdad sin
otro sustento que su fe, una creencia personal sin fundamento y que, al
parecer, moralmente obliga a pocas cosas.
Y con ese fundamento inestable y personal, la voz que
ayer hablaba en nombre de la Iglesia Católica Española en el acto de recuerdo a
las víctimas de un conjunto de malas decisiones, ladró de nuevo a la luna de
sus miedos y de sus complicidades, como un perro asustado.
Salvo Aznar y él, nadie en este país arrostra el riesgo
de negar las evidencias, lo hechos que la investigación judicial y los
tribunales han confirmado como ciertos. Muchos de los antiguos compañeros de
viaje, defensores de aquella mentira urdida a contramano para no perder las
elecciones, sin otorgar, guardan un silencio obligado por los hechos, sabedores
que esa causa se perdió hace ya tiempo. Todos sabemos que fue un episodio de
una guerra que se libraba en un país distante, pero también aquí como los
hechos demostraron. La declaró un presidente de gobierno con el ánimo henchido
de soberbia por una foto histórica junto a un vaquero americano de inteligencia
escasa y un inglés sin carácter, de los pocos que ese país habrá ofrecido al
mundo.
Rouco ladró ayer de nuevo. Con el cínico descaro que
adorna a algunos de los príncipes de la Iglesia, acusó a los jueces, a las
fuerzas policiales que se esmeraron en una
larga y cuidadosa investigación, a los funcionarios públicos del
Ministerio de Justicia y al partido que ganó las inmediatas elecciones de ser
cómplices del crimen que aun hoy nos desconsuela.
Quizás fue el último ladrido oficial de ese fiero mastín
que guarda de los lobos a su rebaño de creyentes. A decir verdad, -no desmerezcamos a un mastín, raza noble que
tanto colaboró con los pastores-, más parece rebuzno desabrido.
Se va.
Todos ganamos algo. Que su dios, ese dios hosco, enemigo de multitud de hombres
y mujeres, lo conserve donde este individuo ácido y dañino, se tenga merecido.
Yo me
acuso, padre cardenal, de estar seguro de que es usted un hombre atrapado en la
rueda del tiempo, residuo descompuesto y
maloliente de una iglesia servil que besaba la mano de un dictador sangriento y
lo guiaba al interior del templo bajo palio.
Yo me
acuso, padre cardenal, de que su sola
visión, ya no digamos su palabra envenenada y excluyente, me produce una
hostilidad pecaminosa, porque raya en el asco y el desprecio. El asco y el
desprecio que provoca quien dice ser el mensajero del amor divino y no soporta
la diversidad humana. ¿De qué dios nos habla, su eminencia? ¿Del que nos hizo
así, sencillamente? ¿O del que nos hizo así para que su conciencia enfermiza
tuviera un enemigo al que batir?
Yo, que
llevé sin excesiva hostilidad mi condición de bautizado porque así era
costumbre cuando vine al mundo, me acuso, padre cardenal, de que
recientemente elegí la apostasía. Usted, eminencia, me empujó. No soportaba ya
figurar en esa nómina de cómplices involuntarios de esa Iglesia infectada de multitud de podredumbres que su
palabra dibujaba. Usted y todos sus compañeros de viaje representan una iglesia
soberbia, intolerante, excluyente, inhumana, cómplice de la derecha política
más destructiva de la historia reciente. Esa Iglesia parece más bien la obra de
un dios rencoroso que odia a sus criaturas. Y ella misma es un pozo de odio,
empeñada en ir declarando una guerra tras otra, incapaz de aceptar a la
criatura humana como es. Y todo, por un acto soberbio que nunca merecerá el
perdón de un ser inteligente. Porque creen que su fe, su necesidad de vencer a
la muerte en otra vida, es decir, su miedo, les hace superiores y les da
derecho a establecer cómo ha de vivir su
vida cada uno de nosotros.
En realidad, si hay un dios escondido en algún rincón del
Universo, nunca podrá perdonar a Rouco el daño que le causa. Ese dios, si
existe, no puede ser tan miserable como Rouco lo pinta. Que él se lo perdone, si
su misericordia es infinita. De otro modo, veo su capelo ardiendo en el infierno.
Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario