Suiza,
ese país inmaculado de macizos nevados, turismo millonario, moneda sólida, y relojeros saludables que siempre
se mantienen neutrales en cualquier conflicto, por decisión plebiscitaria, cierra sus
puertas a sus vecinos europeos; vecinos y casi socios, porque mantiene numerosos convenios con la Unión Europea. Los suizos rechazan la libre circulación tras
sus fronteras de los ciudadanos de la Unión. Establecerán cuotas, lo que
traducido al lenguaje coloquial viene a significar que sólo aceptarán la mano
de obra cualificada que demande su propia economía.
Es la decisión de un pueblo
soberano. Pero es mucho más que eso. Es la propuesta de la extrema derecha
suiza. Y ha ganado; por estrecho margen, pero ha ganado.
Otras extremas derechas europeas
empujan en la misma dirección. “Cerremos las fronteras” proclama su evangelio.
Lo que está en juego es la propia idea de Europa. Las políticas derivadas del
empeño alemán de ponernos al servicio de sus intereses, empobreciendo a muchos de sus socios hasta llevarlos a la
ruina económica y poniendo a buena parte de la ciudadanía al borde de la desesperación, han sido el
aguacero que ocasionó estos lodos. Europa está ahora mismo al borde de un abismo,
porque las próximas elecciones europeas podrían dejarnos más de una sorpresa; el
sentimiento antieuropeo puede encontrar refugio en esa cueva del pasado. La derecha europea lleva siempre en su vientre la promesa de un monstruo. Yo lo ha parido y ahora lo alimenta con sus ubres resecas de madre vieja. Una vez más.
A Suiza le traerá consecuencias sin
lugar a dudas, porque los convenios favorables con la Unión Europea deberían
anularse de inmediato; por ejemplo la libre circulación de sus empresas por el
territorio de la Unión Europea, pero eso está por ver.
Porque Suiza es cómplice de un crimen permanente y guarda secretos muy valiosos. Su complicidad es, sin duda, un manantial de fortaleza.
Yo propondría a los desahuciados de Europa
invadir mañana mismo ese país, violentar su corazón acorazado en el interior de
sus bancos ejemplares y, una vez encontrada donde quiera que la tengan escondida,
colgar del mástil más elevado que encontremos su bandera pirata para que todo el
mundo sepa que Suiza es un islote de corsarios enclavado en el propio corazón de Europa.
.
Yo propondría que cada uno de nosotros,
como ángeles armados con espada de fuego, nos atreviésemos a invadir ese paraíso de ladrones y airear
sus secretos; entregar a la luz y a los taquígrafos la larga lista donde figura
el capital apátrida que casi siempre arraiga al margen de las leyes.
Yo nunca iré a Suiza. No tengo nada
que ocultar al fisco. Pueden ponerle a sus fronteras muros de acero si desean, del acero con el que fabrican sus fiables relojes. Pero si os animáis, mañana mismo estaré dispuesto para esa invasión bien merecida
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