Suiza
cerrará sus fronteras a la libre circulación de los ciudadanos de la U.E. Se
trata de la decisión de un país soberano expresada en las urnas. Ya lo dijimos.
Y expusimos la causa que empujó a la extrema derecha del país helvético a
proponer el cierre de fronteras. La Europa de los pueblos se ha convertido ya
en la Europa de los pobres. Una parte importante de los socios ha sido
empobrecida por las medidas ideológicas, intencionadas, insolidarias y, en
cualquier caso, erróneas con las que la Troika omnipotente ha despedazado el
continente, y ha diluido el escaso
sentimiento colectivo que habíamos creado poco a poco; y ello, en beneficio
de intereses de una minoría organizada y predatoria. Suiza, como otros muchos
territorios, no quiere pobres llamando a su portal y poniendo en peligro su
equilibrio. Y hay en Europa ciento veinte millones de pobres dispuestos a
emprender cualquier viaje para garantizarse un futuro digno donde eso sea
posible.
Es la razón suprema de una medida
que observamos con la mirada preocupada. Europa se cuartea. Y se cuartea, no
porque un firmante de infinidad de tratados que lo convierten casi en un socio
de hecho ha decidido no respetar uno de los acuerdos principales, el de la libre
circulación de las personas, sino porque las medidas automáticas que tiene
establecido el protocolo en estos casos, -“de guillotina” las han llamado- y que dejarían sin vigor de forma inmediata los privilegios que al casi socio de
otorgaron en su día, parecen suspendidas de momento.
Quizás todo se quedará
en ruido mediático; regañina de la Europa de los funcionarios poderosos y tres años para estudiar las consecuencias.
No se trata pues de la Europa que garantiza los derechos de sus pueblos, sino de la Europa que tira de calculadora y observa las balanzas de pago.
Suiza pone más de lo que saca. Todo
perdonado. Aunque tratándose de números suizos, antes desvelaremos ese misterio vaticano del Dios Uno y Trino, que el intrincado nudo de sus cuentas secretas.
Suiza es también la patria de los
túneles, y algunos son fundamentales en la salida por tierra de los excedentes
industriales de Alemania. Todo perdonado.
Pensábamos que Europa ya había
quedado vacunada contra el virus de la guerra. Pero es un virus mutante. La
trasforma cada cierto tiempo en un territorio condenado a destrozarse a sí
mismo, a destruir de nuevo cada balsa de esperanza que podamos construir con
los restos del anterior naufragio. La de ahora es una guerra de ricos contra
pobres. Y sí que nos llena el paisaje de cadáveres. Cada persona sin futuro es
un cadáver que camina, porque ya no es la dueña de su vida. Cada pobre que no
puede ofrecer a sus hijos un plato de comida o una vida sin sufrimientos y
miserias es un cadáver que aun se mueve, porque ha perdido la principal razón
de su existencia.
Cerremos las fronteras, –vociferan-,
y que cada pobre se ocupe de sus muertos.
Aquí, en el Sur, apestado de pobres,
también sabemos mucho de fronteras.
Hay una al sur del sur, enclavada en
el continente de los pobres muy pobres, que está infectada de personas que
huyen de una miseria mucho más espesa, de las guerras de siempre que se libran
con balas, del hambre indominable, de la muerte que acecha con mil rostros, de
las necesidades más elementales sin cubrir. Traen en la mirada un brillo que no
sabemos definir, mezcla de miedo, hambre y esperanza. Y aunque la muerte
siembra su semilla envenenada en la tierra que cruzan a carrera y se cobra su
tributo permanente, esa frontera algún día no bastará.
Y hay otra frontera que les hemos
puesto a nuestros jueces para evitarles el viaje incómodo en pos del crimen internacional. España limita sus atribuciones como firmante del acuerdo que conocemos como
Justicia Universal. Se diseñó para perseguir los crímenes contra los derechos
humanos en cualquier lugar del mundo. Algunos países, conscientes de su historial
de crímenes ocultos, no lo firmaron, ni lo firmarán jamás. Se evitan con ello que
tribunales extranjeros levanten las alfombras donde la historia suele guardar hechos inconfesables o muertos que incomodan. Casi nos hemos convertido en sus compañeros de viaje. La
derecha que gobierna ha hecho de la mentira su instrumento. Y casi preferimos sus
mentiras. Porque cuando se atreve a ser sincera, nos pone la carne de gallina. Alfonso Alonso, el portavoz en el Parlamento del Partido Popular, ha explicado la medida
del gobierno porque “el cumplimiento de esos acuerdos internacionales solo traía
problemas”. Más vale que mientan, porque
esa verdad que ha proclamado con cinismo, los desnuda. Los acuerdos internacionales
pretenden garantizar la defensa de los derechos humanos. No hay un principio más
sagrado en una democracia. Y no hay un solo derecho que nos hayan regalado. Todos los hemos arrancado y los hemos defendido con la fuerza. Y conseguir cada uno de ellos nos acarreó muchos problemas, los que genera anteponer la dignidad humana al interés canalla del dinero.
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